—¿Me recuerda? —le pregunto. Acaricia su látigo manchado de sangre.
—Lo cierto es que no —responde. Le hablo de la ciudad en ruinas junto al mar. Niega con la cabeza—. No; no era yo —asegura. Escarba entre sus harapos durante un segundo, y extrae una especie de tarjeta rectangular. La limpia con una tira de sus andrajosas ropas y me la extiende. Me acerco con cautela—. Tenga —añade—, me dijeron que se la diese.
La cojo y doy un paso atrás. Es un naipe; el tres de diamantes.
—¿Para qué la quiero? —le pregunto. Se limita a encogerse de hombros y limpia el mayal con un jirón de su manga.
—No lo sé.
—¿Quién se la dio? ¿Cómo sabían...?
—¿Son todas esas preguntas realmente necesarias? —inquiere, moviendo la cabeza.
—Supongo que no —respondo, avergonzado, mientras sostengo la carta—. Gracias.
—No hay de qué —concluye. Había olvidado lo cálida que era su voz. Me doy la vuelta, dispuesto a marcharme, y vuelvo a mirarlo de nuevo.
—Una última cosa —digo señalando los cuerpos que cubren el suelo como una capa de hojas secas—, ¿qué ha pasado aquí? ¿Qué le ha ocurrido a toda esta gente?
—No escucharon sus sueños —dice, encogiéndose de hombros, y acto seguido vuelve a su tarea.
Emprendo de nuevo mi camino hacia la lejana línea de luces que cubre el horizonte como un rayo de oro blanco.
Abandoné la ciudad de la cuenca marítima seca y caminé junto a la vía del tren, siguiendo la misma dirección que el tren del mariscal de campo antes de sufrir el ataque. Nadie me perseguía, pero mientras caminaba, oí el sonido de un tiroteo lejano procedente de la ciudad.
El paisaje fue cambiando gradualmente y se transformó en un entorno menos árido. Encontré agua y, al cabo de un tiempo, árboles frutales. El clima fue volviéndose más agradable. De vez en cuando, veía personas, caminando solas igual que yo o en grupos. Yo me mantenía alejado de ellas y ellas me evitaban. Cuando me aseguré de que podía avanzar sin peligro, y encontré agua y comida, los sueños empezaron a sucederse cada noche.
Siempre era el mismo hombre sin nombre y la misma ciudad. Los sueños iban y venían, repitiéndose una y otra vez. Yo veía muchas cosas, pero todas inciertas. En dos ocasiones, casi consigo averiguar el nombre del hombre. Empecé a creer que mis sueños eran la auténtica realidad, y me despertaba cada mañana bajo un árbol o sobre rocas volcánicas, con la esperanza de hacerlo en otra existencia, en una vida diferente; en una cama limpia de hospital, por ejemplo..., pero no. Siempre me encontraba allí, en llanuras templadas que terminaban convirtiéndose en un campo de batalla, y donde estaba el hombre del látigo. No obstante, sigo viendo la luz al final del horizonte.
Me dirijo hacia esa luz. Parece el final de las húmedas nubes; el gran párpado de un ojo dorado. En la cima de una colina, vuelvo la vista hacia el hombre bajo y deforme. Sigue ahí, dando latigazos a los guerreros caídos. Tal vez debería haber regresado y haberle permitido golpearme. ¿Podría ser la muerte la única forma de despertarme de este terrible sueño embrujado?
Eso requeriría fe. Y yo no creo en la fe. Creo que existe, pero no creo que funcione. No sé cuáles son las normas en este lugar; no puedo arriesgarme a tirar todo por la borda por una posibilidad remota.
Llego al lugar donde terminan las nubes y empieza un acantilado. Más allá, solo hay arena.
Un lugar antinatural, pienso, mientras miro el final de la masa de nubes oscuras. Demasiado marcado, demasiado uniforme. La frontera entre las tierras sombrías con sus ejércitos caídos en forma de cadáveres y la extensión de arena dorada está definida con demasiada precisión. Un aire caliente se levanta desde la tierra y arrastra los olores rancios y densos del campo de batalla. Bebo una botella de agua y como algo de fruta. La chaqueta de mi uniforme de camarero es fina, el viejo abrigo del mariscal de campo está sucio. Todavía conservo el pañuelo.
Salto desde la última colina a la arena cálida, y desciendo por la pendiente dorada, deslizándome hacia el suelo del desierto. El aire es caliente y seco, totalmente desprovisto de los olores hediondos del campo de batalla que acabo de abandonar, pero también embriagado de otra clase de muerte: la promesa de que voy a adentrarme en un lugar donde no hay agua, ni comida, ni sombra.
Empiezo a caminar.
En una ocasión, pensé que me moría. Había caminado y me había arrastrado, sin encontrar una sombra bajo la que cobijarme. Al final, caí por la pendiente de una duna y me di cuenta de que sería incapaz de levantarme sin agua, sin líquido o sin lo que fuera. El sol era un hoyo blanco en un cielo tan azul que no tenía color. Esperé a que se formasen nubes, pero nada ocurrió. Más tarde, aparecieron unos pájaros oscuros de grandes alas. Empezaron a volar en círculos sobre mí, siguiendo un remolino invisible; esperando.
Los miré, con los párpados casi pegados. Las aves se movían en una gran espiral sobre el desierto, como si hubiera un inmenso cilindro giratorio e invisible suspendido encima de mí, y ellas fueran pequeños fragmentos de seda negra pegados a su superficie, moviéndose lentamente al ritmo de la gran columna.
Entonces, veo a un hombre que aparece en la cima de una duna. Es alto y musculoso, y lleva una especie de armadura ligera, que deja al descubierto sus piernas y brazos dorados. Lleva una enorme espada y un casco ornado, que sostiene bajo una de sus axilas. Parece transparente e insustancial para su voluminosa complexión. Puedo ver a través de su cuerpo: tal vez es un fantasma. La espada centellea bajo los rayos del sol, pero con un brillo apagado. El tipo se balancea allí de pie; no me ha visto. Apoya una mano en su ojo; parece que está hablando con el casco que lleva bajo el brazo. Medio camina, medio se tambalea; sumerge sus musculosas piernas en la arena. Parece que todavía no ha reparado en mí. Su pelo rubio se ha desteñido con el sol, y la piel de su cara, sus brazos y sus piernas está quemada. Arrastra la espada tras de sí y va dibujando un surco en la arena. Se detiene cuando llega a mis pies, mirando a lo lejos, balanceando su cuerpo. ¿Acaso ha venido para matarme con su enorme espada? Bueno, al menos, será rápido.
Sigue de pie, sin dejar de tambalearse, con los ojos clavados en la difusa lejanía. Juraría que está demasiado cerca de mí, demasiado cerca de mis pies; como si sus propios pies se hubiesen fusionado de alguna forma con los míos. Permanezco tumbado, esperando. Él lucha por mantenerse en pie, y extiende un brazo de pronto mientras intenta equilibrarse. El casco que lleva bajo el brazo se cae sobre la arena. El ornamento, una cabeza de lobo, profiere un grito.
Los ojos del guerrero se quedan en blanco. Se precipita sobre mí, y yo cierro los ojos, preparado para que me caiga encima.
No siento nada. Tampoco oigo nada. El guerrero no cae sobre la arena junto a mí, y cuando abro los ojos, no hay ni rastro del hombre o de su casco. Vuelvo a mirar al cielo, a la doble espiral de aves que vuelan el círculo y presagian la muerte.
Utilicé mis últimas reservas de fuerza para desabrocharme el abrigo y la chaqueta, y dejar mi pecho al desnudo frente a la columna giratoria invisible del cielo. Me quedé tumbado con los brazos abiertos durante un rato; y dos de los pájaros se posaron sobre la arena, junto a mí. No me moví.
Uno de ellos me golpeó la mano con su afilado pico, y luego se apartó. Seguí tumbado, inmóvil, esperando.
Cuando se dispusieron a atacarme en los ojos, los agarré por el cuello. Su sangre era densa y salada, pero, para mí, aquel era el sabor de la vida.
Veo el puente. De entrada, estoy seguro de que se trata de una alucinación. Después pienso que puede ser un espejismo, algo parecido a un puente que se refleja en el aire y (para mis ojos resecos y obsesivos) va tomando su forma. Me acerco a él, a través del calor y de las dunas de arena. Llevo el pañuelo en la cabeza para protegerme del sol. El puente brilla a lo lejos, y forma una línea indefinida de cumbres.