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»Hoy ocurre lo mismo. Todos, todos cuantos forman este tribunal y cuantos presencian el espectáculo, saben de sobras que los cargos que se me imputan son invenciones de conveniencia. He sido el timonel de esta nación durante treinta y tres años, he sido comunista, he sacrificado toda mi vida por el pueblo: por consiguiente, para cuantos hicieron un día esas mismas promesas y juraron los mismos juramentos que ahora traicionan, tengo que ser un criminal. Pero la acusación real, la que todos nosotros conocemos, es que soy socialista y comunista, y que me siento orgulloso de serlo. Así que, mis queridos y viejos camaradas, no nos andemos con rodeos. Me declaro culpable de la acusación real. Y ahora impónganme la condena que sea: esa sentencia que ya tienen ustedes decidida.

Y, tras dedicar a sus acusadores una última y desafiante mirada, Stoyo Petkanov se sentó bruscamente. El presidente del tribunal observó su reloj. Una hora y siete minutos.

A finales de febrero se estaban ultimando los trámites legales. El sol comenzaba a atravesar la niebla que se cernía sobre la ciudad. Marzo vendría pronto. Solía representársele como una abuela caprichosa, muy difícil de complacer; pero, si sonreía, tenías su promesa de que haría buen tiempo.

Peter Solinsky había comprado dos martenitsas: dos borlas de lana, cada una mitad roja y mitad blanca. El rojo y el blanco conjuraban cualquier mal, y te traían buena suerte y buena salud. Pero este año Maria no quiso colgarlas.

– Las pusimos el año pasado. Todos los años.

– El año pasado te quería. El año pasado te respetaba.

Peter Solinsky pidió un taxi por teléfono. Si las cosas estaban así, allá ella. Por lo menos, una de las nuevas libertades adquiridas era que no tenías que fingir gratitud por estar casado con la hija de un dirigente antifascista. Ella sí tendría que estarle agradecida, en lugar de menospreciar su actuación calificándolo de abogado de telefilme. Aunque el tribunal, posteriormente, no había accedido a añadir la acusación de asesinato a los cargos, él había actuado bien, muy bien. Todo el mundo se lo decía. Su golpe de efecto había modificado decisivamente la percepción popular. Las caricaturas de los periódicos lo pintaban como un San Jorge dando muerte al dragón. La facultad de Derecho había ofrecido un banquete en su honor. Las mujeres le sonreían ahora, incluso mujeres que no conocía. Sus únicos críticos habían sido Maria, los editorialistas de Verdad, y el autor de una postal anónima que había recibido el otro día. Era una foto de la antigua sede del Partido Comunista en Sliven, y el texto decía simplemente: ¡DADNOS CONDENAS, NO JUSTICIA!

Pidió al taxista que lo llevara a las colinas del Norte.

– ¿Va a despedirse, jefe?

– ¿Despedirme?

¿Tanto se le notaba que acababa de reñir con Maria?

– De Alyosha. He oído decir que se lo llevan de allí.

– ¿Cree usted que es una buena idea?

– Mire usted, camarada jefe… -El taxista pronunció estas palabras en un tono claramente irónico. Se giró un poco hacia su pasajero, pero todo cuanto Solinsky podía ver de él era un cuello lleno de arrugas, una gorra tronada y el perfil de un cigarrillo a medio fumar-. Camarada jefe, ahora que todos somos libres y podemos decir lo que pensamos, permítame que le informe de que me importa un comino lo que hagan.

El taxi aparcó y se quedó esperándole. Solinsky, paseando, atravesó los jardines abiertos al público y subió los escalones de granito. Durante un corto espacio de tiempo más, Alyosha seguiría levantando su reluciente bayoneta y avanzando esperanzadamente hacia el futuro; alrededor del pedestal, los artilleros seguirían defendiendo la posición que se les había encomendado, cualquiera que ésta fuera. ¿Y luego? ¿Pondrían algo en el lugar de Alyosha, o había pasado ya la hora de los monumentos?

Peter Solinsky miró hacia abajo por encima de los castaños y los tilos desnudos, de los álamos, los nogales… Aún faltaban semanas para que aparecieran los primeros brotes. Hacia el oeste divisó el monte Rykosha, escenario de aquella adolescente rapsodia de Petkanov (o de aquel cuento suyo intrascendente). La ciudad se extendía al sur, envuelta en la niebla, protegida por sus murallas domésticas. Amistad 1, Amistad 2, Amistad 3, Amistad 4… Tal vez debería mudarse a una nueva vivienda, como había sugerido Maria. Podría hablar de ello al ministro adjunto de la Vivienda, que, como él, había sido uno de los primeros militantes del Partido Verde. El que Maria no fuera a acompañarle no implicaba que tuviera que seguir viviendo en una sucia ratonera. ¿Seis habitaciones, tal vez? Un fiscal general tiene que recibir a veces en casa a algunos dignatarios extranjeros. Y, después… Bien, no pensaba estar siempre divorciado.

Se vio a sí mismo allí de niño, de pie, tieso, junto a su padre, escuchando la banda de música, viendo cómo el embajador de la URSS depositaba una corona de laurel y saludaba marcialmente. Recordó a Stoyo Petkanov, rebosando poder. Y a Anna Petkanova también: su cara inexpresiva, la trenza del pelo… Durante los siguientes diez años, o más, había alimentado un amor platónico por la Guía de las Juventudes. Las fotografías de las revistas habían puesto de moda su estilo, y se había interesado por el jazz. ¿La habían asesinado realmente? ¿Hasta ese extremo se había envilecido el país? Pero ¿hacía alguien algo por alguna razón? Imposible afirmarlo… Stalin había asesinado a Kirov: ¡bienvenido sea el mundo moderno!

Mientras bajaba los peldaños de granito, Peter Solinsky sacó del bolsillo de su gabardina las dos martenitsas. Atravesó un parterre de descuidado césped y, ante las complacientes miradas de tres jardineros municipales, deslizó las borlas de lana bajo una gran piedra. Era la costumbre tradicional del país en esa época del año. Unos pocos días después regresabas al lugar donde habías dejado la martenitsa. Si había hormigas debajo de la piedra, ese año habría corderos en la granja; gusanos y escarabajos significaban caballos y ganado; las arañas, burros. Cualquier cosa viviente que se moviera era promesa de fertilidad, de un nuevo comienzo.

– ¿Qué tal el fin de semana, Peter? ¿Ha ocurrido algo? ¿Se han manifestado los deficientes mentales contra la nueva Constitución?

Aquel hombre era infatigable. No podías llegar a comprenderle, porque te agotaba más y más. Debía de ser por todo el yogur que tomaba. O por el geranio silvestre de debajo de su cama. Buena salud y larga vida: la planta de los centenarios. Tal vez debería ordenar al soldado de guardia que lo arrojara por la ventana la próxima vez que Petkanov saliera de la habitación.

El fiscal general no tenía ya la sensación de estar librando un combate con él. El caso había quedado visto para sentencia y lo había ganado. Era extraño que el acusado no le demostrara resentimiento -o, por lo menos, ningún resentimiento adicional- tras sus alegaciones respecto a Anna Petkanova. O tal vez eso quisiera decir algo.

– Fui a ver a mi padre -respondió Solinsky.

– ¿Cómo está?

– Se está muriendo; ya se lo dije.

– Bueno, lo siento. De verdad, lo siento. A pesar de nuestras diferencias…

Solinsky no deseaba oír otra grotesca y sentimental perversión del pasado de su familia.

– Mi padre me habló de usted -le cortó. Petkanov clavó en él una mirada expectante, como de líder acostumbrado a los halagos. Pero su gesto se borró al estudiar el rostro del fiscaclass="underline" afilado, duro, adulto… No, definitivamente no podía seguir considerándolo un muchacho-. Mi padre no tenía ya mucho que decirme, pero quiso que le escuchara. Me contó que cuando usted era joven, cuando eran jóvenes los dos, usted creía realmente en el socialismo. ¡Oh, sí!, me dijo también que usted estaba loco por el poder, pero eso no era incompatible con la sinceridad de sus convicciones. Y se preguntaba en qué momento dejó usted de creer. Le preocupaba saber cuándo y cómo ocurrió. Tal vez a la muerte de su hija, o quizá, pensaba él, mucho, mucho antes.