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Petkanov sonrió de nuevo, y la luz destelló otra vez en la montura metálica de sus gafas. Se sentía extrañamente animado. Lo había perdido todo, pero estaba menos derrotado que aquel muchacho envejecido. ¡Qué patéticos son los intelectuales! Siempre lo había pensado. Probablemente el joven Solinsky perdería en seguida la salud. ¡Y cómo despreciaba él a los que se ponían enfermos!

– Bueno, Peter… Consuélate pensando que tus nuevas circunstancias te permitirán dedicar más tiempo a salvar a tu patria.

¿Era ironía? ¿Un consejo con el que trataba de afirmar la existencia de algún vínculo entre los dos? El único y pobre consuelo de Peter era saber que seguía odiando a aquel hombre tanto como siempre. Se puso en pie para irse, pero el ex presidente no había terminado con él. A pesar de sus años, rodeó ágilmente la mesa, estrechó la mano del fiscal y luego la emparedó entre sus propias gruesas manazas.

– Dime, Peter -le preguntó en tono al mismo tiempo zalamero y sarcástico-: ¿te parezco un monstruo?

– No me importa.

Lo único que deseaba Solinsky era escapar cuanto antes de allí.

– Bueno…, te lo preguntaré de otra manera. ¿Me ves como un hombre corriente, o como un monstruo?

– Ni lo uno ni lo otro. -El fiscal general inspiró resignadamente-. Supongo que me lo imagino como una especie de gángster.

Al oír aquella salida, Petkanov soltó una inesperada carcajada.

– Eso no responde a mi pregunta, Peter. Mira: permíteme que te proponga un acertijo en sustitución del que te planteó tu padre. O soy un monstruo, o no lo soy. ¿De acuerdo? Si no lo soy, entonces tengo que ser alguien como tú, o como alguien en quien tú pudieras ser capaz de convertirte. ¿Qué quieres, pues, que sea? La decisión es tuya.

Al ver que Solinsky callaba, el ex presidente insistió, como provocándolo:

– ¿No respondes? ¿No te interesa? Déjame, pues, que siga. Si soy un monstruo, volveré para atormentar tus sueños; seré tu pesadilla. Si soy como tú, regresaré para atormentarte a la luz del día. ¿Qué prefieres? ¿Eh?

Petkanov tiraba ahora de su mano, atrayéndolo hacia sí, hasta el extremo de que Solinsky podía sentir como un olor a huevo duro en su aliento.

– No podéis libraros de mí. Esta farsa de juicio no cambia nada. Matarme no cambiaría nada. Mentir acerca de mí, decir que era sólo odiado y temido, y que nadie me quería, tampoco cambia las cosas. No podéis libraros de mí. ¿Te das cuenta?

El fiscal general libró su mano de la zarpa que la retenía. Se sentía sucio, infectado, sexualmente corrompido, contaminado hasta la médula de los huesos.

– ¡Váyase al infierno! -le gritó, volviéndose violentamente. Al hacerlo se encontró cara a cara con el joven soldado, que estaba siguiendo aquella entrevista con una nueva y democrática curiosidad. La sorpresa hizo que el fiscal le saludara con un gesto, a lo cual el soldado respondió con un taconazo. Luego, volviéndose de nuevo a Petkanov, Solinsky repitió-: ¡Váyase al infierno! ¡Maldito sea!

Se disponía a abrir la puerta cuando oyó unos rápidos pasos a su espalda. Le sorprendió su repentina sensación de terror. Una mano le aferró por el brazo y le obligó a girarse. El ex presidente tenía sus ojos clavados en él y tiraba, tiraba hasta juntar casi sus caras. De pronto, al fiscal le abandonaron las fuerzas y los ojos de ambos quedaron furiosamente al mismo nivel.

– No -dijo Stoyo Petkanov-. Te equivocas. Yo te maldigo. Yo te condeno. -La mirada invicta, el olor a huevo duro, los sarmentosos dedos atenazándole el brazo, magullándolo…-: Yo os condeno.

Desde el cambio, la gente había comenzado a volver a la Iglesia; no sólo para los bautizos y entierros, sino a participar en el culto, en busca de un vago consuelo, de la certeza de ser algo más que abejas en una colmena. Peter Solinsky había esperado encontrar sólo una multitud de viejas con pañoletas en la cabeza, pero vio sólo hombres y mujeres, jóvenes, ancianos y de mediana edad: personas como él. Se quedó torpemente de pie en el nártex de Santa Sofía, sintiéndose como un impostor, preguntándose si debería hacer una genuflexión o no. Cuando nadie se acercó a pedirle sus credenciales, empezó a caminar hacia el altar por la estrecha nave lateral. Había dejado tras de sí los tristones cuarenta vatios de una tarde de marzo y ahora sus ojos se acomodaban a unas luces cuyo brillo dependía de la oscuridad circundante. Los cirios ardían frente a él, el latón bruñido brillaba, y los ventanucos de arriba eran como focos que convertían el sol en finos y compactos rayos.

El grueso candelero de hierro forjado, con sus púas erizadas y sus curvilíneas fiorituras, era como un teatro de luz. Los cirios encendidos estaban en dos niveles: uno, a la altura del hombro, dedicado a los vivos; otro, a la altura del tobillo, dedicado a los difuntos. Peter Solinsky compró dos velas de cera y las prendió acercándolas a una llama. Se arrodilló y hundió la primera de ellas en la bandeja de arena colocada sobre el piso del templo. Luego se levantó, alargó el brazo y clavó la base de la segunda vela, la que ardería por su patria, en la negra púa de acero. Sentía en su rostro el calor de aquel concierto de llamas. Dio unos pasos atrás, rígido, como el general que acaba de depositar una corona de laurel, y se quedó de pie, mirando. Luego, la punta de su dedo halló el camino de su frente y, sin la menor reticencia, completó el sempiterno gesto, cruzándose el pecho, de derecha a izquierda, a la manera ortodoxa.

La noche y la lluvia cayeron mansamente juntas. En una pequeña colina al norte de la ciudad se alzaba un pedestal de hormigón, sucio e inútil. Los paneles de bronce de sus costados brillaban apagadamente por efecto del agua. Sin Alyosha para guiarlos hacia el futuro, los artilleros se encontraban ahora librando una batalla muy diferente: irrelevante, local, callada.

En el solar del terreno baldío situado junto al apartadero, la lluvia bañaba en suave sudor las efigies de Lenin y Stalin, de Brezhnev, del Primer Líder y de Stoyo Petkanov. Se acercaba la primavera, y pronto los primeros brotes tratarían nuevamente de agarrarse al resbaladizo bronce de las botas militares. En la negrura de la noche, locomotoras zarandeadas en las placas giratorias de cambio y arrastradas por las máquinas de maniobras para ponerlas bajo el tendido eléctrico, iluminaban por un instante los esculpidos rostros. Pero en aquel Politburó póstumo las discusiones habían cesado: los rígidos gigantes se habían sumido en el silencio.

Frente al vacío Mausoleo del Primer Líder se hallaba de pie una mujer sola. Llevaba una bufanda de lana que le envolvía la cabeza cubierta con un gorro redondo de punto, y ambos estaban empapados. Sus manos sostenían delante del pecho un pequeño retrato enmarcado de V. I. Lenin. La lluvia salpicaba la imagen, pero aquel rostro indeleble observaba a cuantos pasaban. De vez en cuando, algún borracho perdido o algún estudiante con cara de tordillo chillón le gritaba algo a la anciana, al reflejarse en el cristal mojado la débil luz de las farolas. Pero no importaba lo que pudieran decirle: ella permanecía en su puesto y guardaba silencio.

Julian Barnes

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