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Guthmann vio las luces que se aproximaban: ¡Leibethra! Le golpeaba el corazón, mucho había oído de este enigmático lugar en los últimos días. Thales le había explicado qué tipo de gente vivía en este monasterio. Qué digo monasterio: fortaleza monástica lo había llamado Thales. Y era el concepto que mejor cuadraba a la institución.

– ¿Sucedió una vez que un miembro de esta comunidad, es decir, hubo ya un caso…?

– En los últimos años sólo uno -replicó Thales, que en seguida captó a qué se refería el otro y se colocó bien sus gafas sin montura, lo que, según había experimentado Guthmann hacía tiempo, era un signo inequívoco de disgusto-. Cada cual es libre de abandonar el mundo -añadió Thales-, pero esperamos que, una vez lo haya hecho, no vuelva nunca a la vida humana normal. Para tales casos están los peñascos frigios.

– No entiendo.

– Los frigios, en Asia Menor, acostumbraban a despeñar a los delincuentes, pero también permitían al convicto que se tirara de las rocas por sí mismo. Una forma elegante de pena de muerte. Antes se practicaba entre nosotros, ahora nos hemos vuelto más humanos. La moderna bioquímica nos ofrece medios y vías para asegurarnos el silencio de quienes comparten nuestros conocimientos.

El Land-Rover atravesó con marcha lenta una estrecha pasarela tensada sobre un precipicio. En la oscuridad no podía verse cuán profundo era. El motor gemía a bajas revoluciones cuando el camino formó una cuesta empinada, tan empinada, que las luces del coche enfocaban el vacío, como el rayo de un faro. Luego de pronto el capó del automóvil se inclinó hacia abajo, porque la bajada era igualmente empinada, y Guthmann pudo distinguir casas oscuras en torno a una plaza iluminada, en la que todavía reinaba bastante animación.

Al aproximarse, vio gente con cara de estúpida, hombres con extrañas muecas y mujeres que prorrumpían en estridentes risas al parecer sin motivo. Los niños andaban con la cabeza tan grande como un melón sobre un cuerpo pequeño desarrollado normalmente y un anciano vestido de blanco, calvo, estiraba un cordel con el que arrastraba tras de sí un barco de juguete. Algunos saludaban amablemente con la mano, otros se acercaban a la ventanilla del coche y hacían muecas como chiquillos.

– No tema -dijo Thales, que observó el rostro desconcertado de Guthmann-, son inofensivos, lamentables criaturas a las que la naturaleza les ha negado un entendimiento normal. Pero qué quiere decir normal. Usted mismo sabe que de la genialidad a la demencia sólo existe un paso. Oficialmente Leibethra es una colonia de locos sostenida por nuestra orden. Esto nos da prestigio y la certeza de que nos dejarán en paz. Pues nos protegemos por un círculo de locura.

– ¿Cómo debo entenderlo?

– Cualquiera que pretenda llegar a nosotros tiene que atravesar esta colonia.

El conductor hizo sonar enérgicamente el claxon para abrirse paso a través del pueblo; lanzaba de vez en cuando fuertes gritos por la ventanilla abierta, como si quisiera asustar a los curiosos que se agolpaban al automóvil.

Detrás de una curva apareció una puerta de hierro bien iluminada, que conducía al interior de la montaña y que al aproximarse el coche se abrió como por arte de magia. Detrás había una galería con una bóveda rocosa. Al fondo estaban aparcados algunos vehículos todoterreno, a la izquierda zumbaban varios grupos electrógenos protegidos por un muro de rejilla y la pared de enfrente estaba ocupada por dos ascensores, que hoy se ven sólo en edificios antiguos de inquilinos, hechos de caoba rojiza y con cristales pulidos en las puertas.

– Hemos llegado -dijo Thales al detenerse el ascensor y rogó amablemente a su acompañante que se apease-. Enseguida le traerán el equipaje. Venga.

2

Guthmann esperaba encontrar un monasterio, pero esto tenía más bien la pinta de un hotel. Quedó sorprendido.

– ¿Seguro que se lo imaginaba de otra manera?

– ¡Claro! -replicó el visitante-. Menos lujo, más ascética.

Al abandonar el ascensor, se escuchaba música clásica procedente de algún lugar. En el resplandeciente suelo embaldosado de una antesala en forma de medialuna había, perfectamente ordenados, sillones de madera pulida y sillas de enea, como los que exponían los naturales del lugar. En el ascensor de la parte opuesta se veía una serie de ventanitas de arco de medio punto. En ambos lados había corredores que conducían a direcciones opuestas. El conjunto daba la impresión de amplitud y parecía alejado de la estrechez del monasterio de Meteoros.

Thales indicó al extranjero el camino de la izquierda, donde una escalera estrecha conducía al piso de arriba, a una especie de galería, en la cual había dos puertas, una junto a otra, separadas por un espacio regular; este par armonizaba en la forma y color del marco con otro par de puertas situado en la parte opuesta. Mientras caminaban por el largo corredor, Guthmann pensó que no se habían topado con nadie; pero sin embargo la arquitectura vacía de personas daba una impresión menos inquietante que la plaza del pueblo llena de gente.

– Para responder a su objeción -dijo Thales caminando, pero se corrigió en seguida-: Para responder a vuestra objeción: la ascética es algo admirable, pero un asceta no es un sabio ni mucho menos. Nada contra la ascética en el sentido de falta de necesidades. Si Diógenes sólo usaba un tonel donde vivir, nada que objetar; pues Diógenes mismo eligió este modo de vida y era feliz así. Pero la ascética monacal no es sino un error. Pablo sencillamente no entendió la filosofía de los estoicos griegos y vio en ella un remedio probado en la lucha contra el vicio y las malas costumbres. La ascética cristiana va dirigida a la represión y destrucción de la naturaleza humana, no sólo del goce sexual, sino también del placer de la vista, del oído, del gusto. En cambio la verdadera filosofía estoica propugnaba vivir de acuerdo con la naturaleza. Si la Iglesia tuviera razón, todos los monasterios serían baluarte de la felicidad, de la paz, de la verdad; ¿acaso es así? Casi no encontrará otro lugar en el mundo en el que la infelicidad, la enemistad y la mentira estén tan extendidas como en un monasterio.

Guthmann se detuvo y miró sobresaltado a Thales:

– Por vos habla la amargura, Thales, una profunda amargura.

– ¿No me creéis?

Guthmann se encogió de hombros.

– Podéis creer cada palabra, profesor, sé de qué hablo, he pasado media vida entre muros de convento y media vida sólo he soñado una cosa, libre albedrío. ¿Podéis imaginaros lo que esto significa? No. Esto sólo puede experimentarlo quien haya vivido en penitencia. Todo lo real y efectivo en esta Tierra es corporal, y el poder del hombre no es algo inmaterial o abstracto, el verdadero poder del hombre, con el que es capaz de mover montañas, es el libre albedrío. Sólo el correcto tomar y dejar, hacer y dejar de hacer conforme a la razón y a la naturaleza, garantiza la felicidad humana. Un hábito roba a las personas la mitad de sus capacidades intelectuales.

– ¿Fuisteis monje?

Thales inclinó la cabeza y Guthmann reconoció en la coronilla un círculo donde el pelo crecía degenerado, resto de una antigua tonsura.

– Capuchino -dijo Thales, sin mirar al otro-, os afeitan una aureola de santidad en el melón hasta que vuestros cabellos se resignan. El acto es sintomático. Ascética hasta la alienación. Pero en algún momento comprendí que no tenía sentido tener inscrito en la tumba: «Vivió como un santo», y que millones de personas se pregunten: «¿Y qué servicio ha prestado a la humanidad?». Pero no os quiero aburrir con mi historia.

– ¡Oh no! -replicó Guthmann-. No me aburrís en absoluto. Al contrario, me hace reflexionar.

– ¡Y yo que ya creía haberos asustado!

– Ciertamente que no -mintió Guthmann-, sólo que -hizo una pausa indecisa- el libre albedrío propagado por vos significaría en última instancia que aquí ofrecéis también sitio a las mujeres.