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Cuanto más se enteraba Guthmann de lo que sucedía en Leibethra, mayores eran sus dudas sobre si él era el hombre adecuado para ese lugar. Cierto que no le había faltado reputación en su campo; era uno de los dos coptólogos más importantes de Europa. Pero comparado con las investigaciones que se realizaban aquí, consideraba su trabajo más bien anodino. También Thales hasta ahora, cuando salía la cuestión de lo que a él, Guthmann, le esperaba aquí, se había mostrado bastante hermético y decía que podía seguir su trabajo de investigación como hasta el presente.

Más tarde (la cena se prolongó hasta primeras horas de la madrugada), tomó Thales al nuevo junto a sí y le dijo que deseaba presentarle a Orfeo.

Orfeo, bajo, con pelo rubio largo, una cara suave y redondeces en el cuerpo, daba también en sus movimientos la impresión de que se ocultaba una mujer en el severo traje masculino. Sin embargo su voz sonaba varonil y dominadora y emitía aquella frialdad que a veces caracteriza a los fiscales. Orfeo intentaba darle la bienvenida inclinando de vez en cuando amablemente la cabeza, incluso cuando guardaba silencio.

Finalmente Thales sacó la cuestión de cómo debería llamarse Guthmann en adelante y Orfeo aludió al nombre de «Menas», el sabio copto, y preguntó si estaba de acuerdo.

Guthmann inclinó la cabeza en señal de asentimiento; estaba asombrado de que Orfeo conociera este nombre, que por lo general sólo es corriente entre los iniciados. Después de que Orfeo se hubo manifestado con desenvoltura sobre la importancia de los textos apócrifos coptos en relación con las religiones cristianas, demostrando con ello unos conocimientos que dejaban anonadado, lo despidió con un gracioso movimiento de mano y Thales anunció que a la mañana siguiente instruiría al nuevo eleático en sus deberes.

Para el resto, que hasta este momento no se había fijado en Guthmann, la conversación con Orfeo debió de parecer el examen de ingreso en la comunidad órfica, pues uno tras otro se presentaron a Menas diciendo su nombre en la orden y estrechándole efusivamente la mano. La ceremonia, y evidentemente se trataba de esto, no transmitía sin embargo un mínimo de cordialidad; la mayoría consideraba el desfile más bien una pesadez y esta actitud no pasó inadvertida a Menas. Helena al parecer no había exagerado.

Tú eres otro y todo lo que está en tu pasado no tiene importancia a partir de ahora. Las palabras de Orfeo le vinieron a la mente, al subir Menas, totalmente fatigado, la empinada escalera que conducía a su habitación. Tal como estaba, se dejó caer sobre la cama, entonces llamaron a la puerta.

– ¿Sí?

Era Helena.

– ¿Queréis dormir conmigo? -dijo y cerró la puerta tras de sí.

Capítulo quinto

EL PERGAMINO
buscando huellas

1

Lo que más inquietaba a Anne von Seydlitz en su situación era no saber qué papel estaba jugando ella. ¿Era un papel secundario que le había tocado en esta tragedia a causa de su curiosidad o un destino inexorable le había asignado el papel principal? Anne no podía sino representar su papel.

En momentos como aquel en que encontró muerto a Rauschenbach o se enteró de la muerte de Vossius, pensaba Anne: sólo tienes una vida, ¿por qué la arriesgas? En estos momentos surgía también la pregunta sobre si había alternativa. ¿Cómo debía comportarse? ¿Hacer como si no ocurriera nada? ¿Huir?

Anne se sentía mejor enfrentándose al destino. Sobre todo creía haber llegado a un punto en el que ya no hay retorno posible.

Adrián Kleiber se había convertido durante estos días en un sostén imprescindible. Era el hombre en el que podía apoyarse cuando sus emociones amenazaban degenerar en pánico ciego e irracional, como si la persiguiera el diablo. Luego se sentía tranquila y relajada y transportada de nuevo a la época en que Guido y Adrián todavía eran amigos.

Pero algo en ella se oponía continuamente a ese pasado, y tal vez éste era el motivo por el cual Anne, de modo inexplicable para él, rechazaba al amigo de juventud tan pronto como éste hacía ademán de aproximarse a ella. Anne intentaba explicárselo con muletillas; como todo necesita su tiempo, y como Kleiber sentía verdadero interés por Anne se resignó.

Éste fue el motivo por el que Adrián Kleiber, en el viaje de regreso juntos a Munich, se mostró de acuerdo en tomar una habitación de hotel y no vivir en los confortables aposentos de la casa de ella, lo que de hecho habría sido lo correcto. El Hilton distaba unos diez minutos en automóvil de su chalet, era frecuentado principalmente por hombres de negocios y al día siguiente había de ponerles en las manos, de un modo que nadie se atrevía a esperar, el indicio sin duda más importante.

El motivo de su repentina marcha de París había sido la pista de Donat en una de las copias del pergamino, y Anne sostuvo que sería mejor visitar al hombre al día siguiente sin anunciarse y confrontarlo con la fotografía; entonces tendría que aclarar cómo había llegado a la fotografía su dedo índice amputado.

Olía a invierno y por el este de Munich soplaba un viento helado, cuando Anne von Seydlitz y Adrián Kleiber, alrededor del mediodía, llegaron a la casa del Hohenzollern-Ring 17. En el jardín, el jardinero estaba ocupado en rapuzar el ramaje de tres arces que estaban juntos. Observó detenidamente a los visitantes y se aproximó a la cerca cuando éstos pidieron entrar.

– ¡Buenos días! -dijo retirando hacia el cogote su gastado gorro de tela.

– ¡Quisiéramos ver al señor Donat! -gritó Anne por encima de la cerca.

– ¿A Donat? Pues -dijo el jardinero apoyándose con los brazos sobre la puerta de hierro pintada de gris- llegan ustedes un par de días demasiado tarde.

– ¿Demasiado tarde? ¿Qué significa?

– ¡Donat se ha ido, eso significa, bella señora, que se marchó, voló!

– No lo entiendo.

– Ni yo tampoco -replicó el jardinero-, pero cuando vine el martes de la semana pasada, yo vengo todos los martes, la casa estaba vacía, sin muebles, Donat y su mujer desaparecidos. Llamé al administrador para averiguar qué pasaba, pero él tampoco sabía nada. No le inquietó demasiado porque el alquiler estaba pagado con tres meses de adelanto. Yo cobro del administrador. Sí, así está la cosa.

Anne y Adrián se miraron. En su desconcierto Anne estaba a punto de llorar, fijaba rígidamente la vista en la vieja casa vacía sin cortinas y repetía:

– Sí, así está la cosa. -Sonaba amargo, y en ella renació la terrible sospecha de haber pisado un camino prohibido.

Sin pedírselo, el jardinero empezó a contar:

– ¿Saben?, yo en realidad no conocía a esa gente de nada; por esto no puedo decir ni bueno ni malo de ellos. No se llevaban muy bien entre ellos. Pero no es fácil tener a una mujer siempre en silla de ruedas. Quién sabe lo que pasó. Bueno, pero a mí no me importa. ¿Conocían ustedes a los señores desde hacía tiempo?

– No, no -se apresuró a responder Anne, y añadió la pregunta-. ¿Realmente no sabe usted dónde está esa gente?

El jardinero movió la cabeza.

– Ni siquiera el vecino de al lado se dio cuenta de que se habían marchado. No entiendo cómo de la noche a la mañana se puede marchar uno con todos sus bártulos, en verdad, no lo entiendo.