Sollozaba y aún no había concluido su pensamiento cuando abajo un vaso se hizo trizas. ¡La copa de coñac que se había servido! Anne palpó debajo de la almohada. Sacó un gran cuchillo de cocina, que últimamente guardaba allí, y lo sostenía ante sí como una espada; luego se levantó y salió de puntillas del dormitorio.
Como en trance, andaba a tientas por el pasillo oscuro hacia la escalera que conducía a la planta baja. No necesitaba luz, pues a diferencia de cualquier intruso conocía la casa como su bolso. Y la oscuridad era su mejor arma. Sus mejillas ardían como fuego al pisar el primer peldaño y escuchar.
Nada.
En este momento deseaba encontrar un ladrón allá abajo, sólo porque así podría consolarse de que realmente no estaba loca. Decidió que en caso de haber sido una alucinación dirigiría el cuchillo contra sí, pondría fin a todo antes de arruinar su salud.
Sentía cómo el enorme cuchillo temblaba en su mano. Anne no sabía si tendría fuerzas para clavar el cuchillo en el cuerpo de un intruso; pero luego se dijo: ¡lo harás, lo matarás, lo conseguirás!
Al llegar al escalón más bajo, Anne se dirigió a la izquierda. El suelo de mármol estaba helado, pero con dos pasos sus pies alcanzaron la alfombra persa. Pasó por delante del aparador con un florero, todavía faltaban cinco o seis pasos para llegar a la biblioteca.
La puerta estaba entornada y por la estrecha rendija salía un rayo de luz macilenta, que la iluminación de la calle echaba dentro de la habitación. Anne se detuvo. Escuchó. Su vista penetró por la rendija de la puerta. En cierto modo había esperado distinguir el centelleo de una linterna o bien oír cómo alguien abría cajones y armarios. Pero nada de ello ocurría, absolutamente nada.
Oh, no, no te engañabas, se dijo Anne en silencio, oíste con tus oídos la rotura de la copa, y puesto que las copas no se tiran al suelo ellas solas, alguien tiene que encontrarse en esta condenada habitación, y tú lo vas a matar con este cuchillo.
Pero luego todo sucedió increíblemente rápido: con el cuchillo en la mano derecha empujó Anne la puerta y la abrió, con la izquierda pulsó el interruptor, se encendió la luz del techo, brillante como un relámpago en la noche, y Anne miró fijamente en la sala de la biblioteca.
Lo que vio, la dejó helada. Como en un acto reflejo, intentó huir, pero notó que le flaqueaban las piernas. El brazo derecho con el cuchillo se cayó balanceándose como el de un espantajo, echaba la cabeza hacia atrás como si quisiera deshacerse, inútilmente, de una atracción magnética.
Frente a ella, en el sillón, estaba sentado Guido. El grito la liberó y le devolvió el movimiento. Anne dejó caer el cuchillo, dio la vuelta, corrió al ropero, se echó un abrigo encima, metió los pies en unos zapatos cualesquiera, arrancó la llave de la puerta, se precipitó a la calle y corrió hacia su automóvil. Con el motor aullante marchó a toda prisa por las calles desiertas. No tenía rumbo fijo, pero algún instinto la guió hacia el hotel en el que vivía Adrián.
Las lágrimas rodaban por sus mejillas. Las luces se desdibujaban en manchas de colores informes sobre el piso de las calles, mojadas por la lluvia. Era incapaz de formarse una sola idea clara; únicamente la imagen de Guido, sentado rígidamente en su sillón, se le aparecía una y otra vez. Anne se frotó los ojos con el brazo como si quisiera borrar un espejismo. Inútil. Lloraba en alta voz, se abandonó a la desesperación intentando así expulsar la imagen de su cabeza; sin embargo la aparición se había incrustado en sus sentidos de forma imborrable.
Anne dejó el coche abierto estacionado frente al hotel. Más tarde no podía recordar si había apagado el motor. Dijo su nombre al portero adormilado y le rogó que despertase urgentemente a Kleiber, y como éste no contestaba al teléfono, Anne se precipitó escaleras arriba, habitación 247, golpeó con el puño contra la puerta y gritó en voz baja, implorante:
– ¡Adrián, soy yo, abre!
Cuando Adrián abrió, Anne se echó a su cuello, lo besó febrilmente y arañaba sus brazos con los dedos. Adrián no sabía qué le pasaba, pero sentía su perturbación y que él la tranquilizaba. No le pareció oportuno hacerle preguntas, por esto se limitó a acariciarle suavemente el pelo.
La necesidad imperiosa de sentirlo, la hizo olvidar todo a su alrededor. Le parecía ver de lejos cómo, sin soltarlo, se arrancaba el abrigo del cuerpo, atraía a Adrián hacia el suelo alfombrado y lo rodeaba con sus muslos. Como una araña a su botín, mordió aún llorosa a Kleiber, lo besó con desesperación febril. Con el apasionamiento de una larga frustración, se abalanzó sobre él hasta que Kleiber finalmente comprendió que Anne quería hacer el amor.
Kleiber había anhelado su cariño, sin embargo ahora, en estas extrañas circunstancias, se sentía bajo los efectos del shock y se mostró más bien calmado, lejos de estar en condiciones de responder a su apasionamiento.
Finalmente ambos quedaron tendidos sin aliento sobre la alfombra. Anne miraba fijamente al aire, Adrián la observaba de lado. Sin quitar la vista del techo de la habitación, habló Anne ronca, sin ninguna inflexión en la voz:
– Guido está en casa, sentado en la biblioteca.
Kleiber callaba. Sólo cuando ella acercó su cara rozando casi con la suya, él la miró.
– ¿No oíste lo que dije? Guido está en casa, sentado en la biblioteca.
– Sí -respondió Kleiber, pero en la expresión de su rostro Anne pudo ver que no se tomaba en serio lo que le había dicho.
– ¡Dios mío! -exclamó-, sé que suena a locura, pero créeme, estoy en mi sano juicio. -Y luego le contó Anne su vivencia nocturna. Aunque se esforzaba por mantenerse tranquila, sus palabras surgían cada vez más atropelladas, tartamudeaba sin querer y finalmente acabó sollozando como un niño que se siente desamparado e incomprendido-. Leo en tu cara que no me crees -dijo llorando.
Kleiber consideró mejor no contestar. Trató de coger su mano, pero Anne la retiró. Luego tomó el abrigo de ella.
– Póntelo, estás temblando -dijo Adrián y Anne obedeció.
Durante unos minutos permanecieron mudos, sentados uno junto al otro al borde de la cama. Cada uno sentía el calor del otro. Y aunque estaban tan cerca, cada cual lo experimentaba de distinta manera. Adrián intentaba encontrar una explicación a la repentina erupción apasionada de Anne. Naturalmente estaba convencido de que ella había sido víctima de un espejismo, tal vez de un anhelo, como alguien que ahogándose en pleno océano imagina una isla de salvación. Pero deducir de ello un apasionamiento sexual, superaba su capacidad de comprensión. Anne se sentía mucho mejor después de lo ocurrido. No veía motivo de reflexionar sobre la apasionada seducción, porque la vivencia anterior ocupaba todos sus pensamientos. ¿Cómo podría convencer a Adrián de que era normal?
– Me tomas por loca, ¿verdad?
– Déjalo -respondió Kleiber-, ésa no es la cuestión. Creo que efectivamente has visto a Guido; pero esto nada tiene que ver con la realidad, ¡compréndelo! Tienes los nervios destrozados, no hay que olvidarlo. No tiene nada que ver con la paranoia. La mente te ha hecho una mala jugada. Me parece más importante saber cómo te puedo sacar de esta crisis.
Las palabras de Adrián molestaron a Anne. Sus ojos centelleaban airados. Gritó:
– ¡Vístete, te lo ruego, vístete y ven conmigo!
Kleiber consideró que no era aconsejable contradecir a Anne. Al contrario, pensó, si iban juntos a su casa reconocería por sí misma que había sido víctima de una alucinación. Así pues, Kleiber se vistió y marchó con Anne a la casa de ella.