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– ¿Qué quiere decir con: se volvía majara? -preguntó Anne.

– En busca de pruebas para su hipótesis, Marc recorrió varias veces medio mundo, compró papiros y pergaminos que nunca mostró a nadie y rebasó el presupuesto de su instituto de investigación hasta tal extremo, que la Universidad de San Diego le comunicó una reprensión y lo amenazó con echarlo. Marc se negaba tozudamente a revelar los resultados de sus nuevas investigaciones. Callaba; incluso yo sólo me enteré marginalmente de lo que se trataba.

– ¿Y de qué se trataba? -Anne se removía inquieta en su silla.

– ¿Es usted católica? -preguntó directamente la señora Vossius dirigiéndose a Anne.

– Protestante -replicó ésta sorprendida y como un susurro añadió-: En cualquier caso sobre el papel.

– Yo debería -continuó Aurelia- comenzar por el principio. Puesto que Marc se negaba a publicar nada relativo a su investigación y por ello debía contar con el despido, presentó la renuncia al cargo. No éramos pobres, pero para el oficio poco lucrativo de un intelectual privado mis ingresos solos no alcanzaban. En uno de sus viajes Marc había conocido a un extraño joven. Se llamaba «Thales» y…

– ¿Cómo? -gritó Anne con gran excitación-. ¿Thales, un hombre de pelo blanco con mejillas anormalmente rojas y la devota apariencia de un fraile?

– No lo sé -replicó la señora Vossius-, nunca vi a ese hombre, pero era algo así como un fraile. Pertenecía a los órficos, una oscura orden de élite, que supuestamente sólo acoge las mentes más preclaras del mundo, el más destacado de la materia respectiva.

– ¡Thales! -gritó Anne y meneó la cabeza.

– ¿Lo conoce usted?

– ¡Claro! Iba detrás de un viejo pergamino que creía estar en poder de mi marido. Tras la muerte de Guido me encontré con él en Berlín. Se comportó de modo muy extraño y me ofreció mucho dinero por un pequeño documento.

La señora Vossius asintió en señal de acuerdo:

– La orden órfica es muy rica. Esta gente dispone de un capital increíble. Marc me contó que Thales sólo había reído cuando le presentó las necesidades financieras de su investigación. Le dijo que Marc podía disponer de tanto dinero como hiciera falta.

– Increíble -se admiró Kleiber-, pero el asunto tendría naturalmente un gancho.

– La gente puso condiciones. Primera condición: Marc debía quemar las naves e ingresar en la orden, que se halla en algún lugar del norte de Grecia. Segunda condición: Marc debía poner todas sus investigaciones al servicio del movimiento órfico. Tercera condición: el contrato, una vez cerrado, era indisoluble, es decir, tenía validez de por vida. Marc aludió en mi presencia a las dos primeras condiciones, sobre la tercera hablamos detenidamente. Era la que le daba mayor reparo. Marc contaba que a su pretexto de que no sabía cómo pensaría sobre su vida al cabo de diez años, Thales le respondió que precisamente debía meditarlo antes. Los órficos, una vez aceptados en la comunidad, disponen de tantos conocimientos secretos, que constituyen un peligro para el mundo. Por ello, en caso de querer abandonar la orden, eran obligados por la comunidad a suicidarse.

– ¡Están locos! -gritó Kleiber-. ¡Locos!

La señora Vossius se encogió de hombros.

– Es posible. Pero tal vez entiendan ustedes ahora por qué no creo en una muerte natural de mi ex marido.

– Entiendo -susurró Adrián y miró de lado a Anne. Ambos se entendieron: no, en las presentes circunstancias realmente no parecía adecuado confesar toda la verdad a la señora Vossius.

Pero ella se levantó, fue a la librería que estaba frente a la chimenea y sacó un papel de un cofrecillo de madera.

– La última carta de Marc -dijo y acarició con el revés de la mano el papel plegado longitudinalmente. Luego, sin leer una sola letra, reprodujo palabra por palabra el contenido de la carta. Vossius, dijo, había tenido la idea de abandonar la orden. Hubo diferencias porque el profesor quería publicar su descubrimiento. Los órficos, en cambio, hubieran querido guardar para sí su conocimiento porque, decían, el saber es el único poder verdadero sobre la Tierra. Marc no aclaró nunca qué había de extraordinario en su descubrimiento; sólo indicó que era capaz de convertir a todo el Vaticano en un museo y al Papa en una figura de opereta.

– Evidentemente el profesor no era amigo de los Papas -constató Adrián con una sonrisa de satisfacción.

– Los odiaba -añadió la señora Vossius-. Los odiaba con toda su alma no por motivos de fe, sino por saber. Estaba obsesionado con la idea de vengar a Galileo Galilei, a quien la Iglesia trató tan mal y hasta hoy no ha rehabilitado. El 22 de junio era siempre para él un día de reflexión, en el que se retiraba a meditar en algún lugar y juraba venganza.

Anne, que seguía embelesada con las palabras de la señora Vossius, preguntó:

– ¿Qué significa el 22 de junio?

– Un 22 de junio Galileo fue condenado por la Inquisición a renegar del sistema copernicano. Sólo pensar en este suceso, ponía a Marc enfermo y agresivo, porque, según decía, la necedad había vencido a la sabiduría.

Esta exposición era perfecta para aclarar el curioso carácter del profesor Marc Vossius. De pronto encajaba en esta imagen el atentado con ácido sobre el cuadro de Leonardo. Vossius necesitaba la publicidad de su caso para atraer la atención hacia su descubrimiento.

– ¿Y usted no tiene idea -preguntó de nuevo Anne- de qué descubrimiento hizo el profesor?

La señora Vossius miró a ambos a los ojos, como si quisiera examinar si eran dignos de confianza. Respiró profundamente, aunque sin responder. Desde hacía una retahíla de años Aurelia Vossius arrastraba consigo cosas de las que no podía hablar a nadie, que sólo ella sabía, y ahora venían dos extranjeros ¿y debía confesárselo todo?

Por otro lado no la abandonaba la idea de que ella y la mujer extranjera estaban unidas por una especie de comunidad de destino; en cualquier caso no dudaba de que también Von Seydlitz había sido víctima de un atentado. Esto fue lo que la decidió.

Se levantó.

– Vengan conmigo -dijo.

Condujo a Anne y Adrián a una habitación pequeña y cuadrada, cuya ventana al jardín estaba casi cubierta de arbustos, de modo que apenas podía entrar la luz. Incontables libros antiguos y un escritorio liso no dejaban lugar a ninguna duda de que se trataba del cuarto de trabajo del profesor.

– Tal vez les parezca extraño -observó la señora Vossius-, pero desde la partida de Marc no he cambiado nada. Pueden mirarlo todo con tranquilidad.

Más bien por confusión -Anne se ocupaba mentalmente del extraño proceder de la señora Vossius- examinó las hileras de libros en las paredes, y para su perplejidad constató que se trataba de una colección de biblias y comentarios sobre el Nuevo Testamento, libros en todos los idiomas, y algunos con una antigüedad de varios siglos. Los infolios despedían un olor acre.

– Mi marido encontró un evangelio desconocido hasta ahora, digamos un evangelio primigenio, sobre el que se basan los otros cuatro -dijo la señora Vossius con tranquilidad-. Es decir, Marc encontró sólo partes. Procedían de un conjunto de pergaminos hallados hace una serie de años en Minia, en el Egipto medio. Un pulidor que buscaba piedra caliza dio con el escondite. Regaló el viejo rollo de pergamino a sus tres hijos, que se lo repartieron y cada uno consiguió dinero vendiendo su parte. Marc intentó seguir la pista de cada trozo. Pronto notó que otros iban detrás de esos fragmentos y ello desencadenó una verdadera guerra.