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La explicación de Aurelia desconcertó completamente a Anne Seydlitz.

– Este evangelio -dijo para sí- debe de contener cosas que alguna gente quiere mantener en secreto… -Anne estaba pensando en el accidente de Guido. Ya no tenía dudas de que Guido había sido víctima de un atentado para conseguir el pergamino.

– ¡Ahí, mire! -La señora Vossius sacaba libros de la estantería, los abría, los colocaba ante la cara de Anne. En los libros había pasajes marcados, otros subrayados, otros ampliados con inscripciones extrañas, un laberinto de líneas de enlace, cruces y palos, y ello no sólo una vez ni diez, sino cientos de veces en cientos de libros con acotaciones al margen, indicaciones, traducciones y conexiones. Al tuntún cogía Aurelia Vossius nuevos libros de los estantes y enseñaba sus anotaciones e indicaciones cada vez más grotescas.

En uno de los libros Anne leyó las líneas subrayadas: «Ante todo guardaos del fermento de los fariseos, que es la hipocresía. Nada hay oculto que no deba descubrirse, y nada escondido que no llegue a saberse. Por esto, todo lo que decís en las tinieblas será oído en la luz; y lo que habláis al oído en vuestros aposentos será pregonado desde los terrados».

Vossius había escrito al margen con tinta roja:

Lucas 12,1-3

Mateo 10, 26 s.

Marcos 8,15

Lucas 8,17

Barabbas 17, 4

La última línea estaba con doble subrayado.

¡Barabbas! Anne von Seydlitz se estremeció, indicó con el dedo el párrafo del libro y se lo enseñó a Kleiber. Éste miró a Anne: Barabbas, el fantasma.

Anne debió reunir todo su valor para formular la siguiente pregunta, ya que al fin y al cabo no podía prever cómo reaccionaría Aurelia Vossius:

– Señora Vossius, ¿le contó el profesor qué pasaba con este «Barabbas»? -Al mismo tiempo sostenía el párrafo en cuestión ante la cara de Aurelia.

– ¿Barabbas? -Aurelia Vossius leyó, reflexionó y meneó la cabeza-: No recuerdo que hubiera mencionado nunca este nombre.

– Curioso -replicó Anne hojeando el libro.

En otro lugar estaba marcado el siguiente texto: «Éste es el testimonio de Juan, cuando los judíos de Jerusalén le enviaron a algunos sacerdotes y levitas para que le preguntaran: "¿Quién eres tú?". Juan aceptó decírselo y no lo negó. Reconoció: "No soy el Mesías". Entonces le preguntaron: "Pues ¿quién eres?, ¿Elías?". Contestó: "Yo no soy Elías". Le dijeron: "¿Eres el profeta?". Contestó: "No". Le preguntaron de nuevo: "Dinos quién eres para que llevemos una respuesta a los que nos han enviado. ¿Qué dices de ti mismo?". Juan contestó: "Yo soy la voz del que clama en el desierto: preparad el camino del Señor como lo anunció el profeta Isaías"».

También en este lugar había anotaciones del profesor:

Juan 1, 19

Mateo 11,14; 17,10

Marcos 9,11

¿¿Barabbas?? Barabbas subrayado de nuevo.

– No -reanudó la señora Vossius su conversación-, nunca pronunció este nombre. Lo oigo por primera vez. Estoy segura. ¿Qué significa?

Kleiber, concentrado en el texto, respondió con un movimiento de cabeza:

– Por las acotaciones al margen pudiera colegirse que los textos se complementan en los demás evangelistas, y esto significaría que Barabbas es el autor de este quinto evangelio. El hecho mismo no aclara, sin embargo, la explosividad que rodea a ese nombre dondequiera que aparezca.

– El nombre de Barabbas -añadió Anne- ha de tener algún significado secreto, parece una palabra clave, que sólo puede ser útil a los iniciados, igual que la llave de un secreto de extraordinaria importancia.

La señora Vossius daba la impresión de no entender absolutamente nada. ¿Representaba una comedia o realmente no tenía idea de lo que ocupó a su marido durante ocho años? En cualquier caso, en el momento en que Anne y Adrián revolvían los libros de la biblioteca, daba la impresión de estar inusualmente sosegada. Probablemente había aceptado su destino y el de su esposo.

Desconcertada por las innumerables indicaciones en los distintos libros, Anne preguntó a la señora Vossius si el profesor nunca le había hablado de sus investigaciones, si nunca le había revelado el objetivo de su trabajo.

Vossius, respondió Aurelia, era un hombre muy hermético. Naturalmente que había hablado de su trabajo, sin embargo estas conversaciones la ponían en dificultades, a menudo no entendía sus razonamientos, sobre todo cuando se trataba de su disciplina, la literatura comparada. Marc, dijo, tenía dos personalidades, el hombre corriente y amable, con el que jugaba al golf en el Bonita-Club, y el científico obstinado, que tenía dificultad para adaptarse a la vida diaria. Por desgracia el segundo reprimía cada vez más al primero, lo que precisamente no favoreció su matrimonio. Pero, manifestó finalmente la señora Vossius, probablemente he dicho demasiado.

Anne y Adrián vieron en ello una invitación a marcharse, y se despidieron.

10

En el viaje de regreso al hotel, que primero transcurrió en silencio porque cada cual intentaba ordenar sus pensamientos, inquinó Anne por fin:

– ¿Qué te pareció la señora Vossius?

Kleiber contrajo su rostro en una mueca entre la risa y el llanto.

– Difícil de decir -replicó-, no quisiera afirmar que miente; pero no puedo desechar la impresión de que la señora Vossius nos ha callado algo importante.

– ¿Que ella no sabía en qué trabajaba su marido?

– Por ejemplo -contestó Kleiber-. No puedes estar casada durante ocho años con un hombre sin saber con qué gana su dinero.

– Bueno, sí lo sabía. Sólo que no conocía los detalles de lo que hacía Vossius. Yo sé también lo que haces en tu profesión, sin tener conocimiento de los detalles. Dicho sinceramente, tampoco me interesan, por lo que es completamente razonable que la señora Vossius no se haya interesado por el trabajo del profesor.

Kleiber meneó la cabeza:

– Sencillamente, no puedo imaginármelo. El hombre viajó por medio mundo buscando un trozo de pergamino. Él debió explicarle a su mujer por qué tal trozo de papel era tan importante para él. Y si no lo explicó por sí mismo, la mujer se lo habría preguntado. Pero esto lo negó la señora Vossius. No la creo.

Cuando pasaron por el campo de golf del Bonita-Club, Kleiber detuvo el automóvil.

– ¿No dijo la señora Vossius que habían jugado al golf aquí?

– Sí, claro -respondió Anne-. Creo que ambos tenemos la misma idea.

Kleiber giró hacia el amplio aparcamiento. En la terraza del edificio del club conversaban sentados algunos jugadores y bebían té helado. Anne y Adrián se presentaron como amigos alemanes de Vossius y preguntaron si alguien había conocido más estrechamente al profesor.

Qué significa conocido, nos encontrábamos, fue la respuesta, pero quien mejor conocía al profesor era sólo Gary Brandon, su asistente, y uno señaló la pista próxima, donde un hombre y una mujer intentaban sacar una pelota del rough. Eran Gary y su mujer.

Gary Brandon y su esposa Liz, a diferencia de su marido bastante entrada en carnes, resultaron muy cordiales y atentos. En una breve conversación se enteraron de que entretanto Brandon había sucedido a Vossius en el cargo. Cuando Anne contó a los Brandon la muerte de Vossius en París, Liz les preguntó si no querían pasar por la noche a tomar una copa. Les gustaría saber algo más de lo sucedido.

A Anne y Adrián les vino de perlas la invitación. Tal vez a través de los Brandon podrían averiguar algo más sobre Vossius y su trabajo.

Gary y Liz vivían en Coronado, en la calle 7, al oeste de la Orange Avenue, en un bungalow de madera con un diminuto jardín en la entrada y un pequeño patio interior en la parte trasera, en el que murmuraba un ridículo surtidor cuya charca estaba iluminada con luz eléctrica que cambiaba de color cada diez segundos como un camaleón asustado. En las paredes y en el mobiliario rústico parduzco, se exhibían fotografías enmarcadas -debía de haber dos centenares- con el matrimonio Brandon en el círculo de su amplia familia o de numerosos amigos -las más antiguas, de los años cuarenta.