– ¡Hicimos el juramento de la orden, hermano en Cristo!
– Su fe en el juramento, en el honor, pero mire a su alrededor. ¿Confiaría en alguno de los aquí presentes? ¿En el holandés Veelfort, en el litigante de Francia o en su compatriota Röhrich? Juramento por aquí, juramento por allá, no me fiaría un pelo del tercio de nuestros cofrades si les acechara la tentación.
– ¿Tentación?
Losinski se encogió de hombros y giró las palmas de las manos hacia fuera, como si quisiera decir: ¿quien sabe? Sin embargo, Kessler no pudo explicarse lo que pretendía decir con ello. En cualquier caso no encontró sus pensamientos precisamente virtuosos.
Con la vista baja, el polaco se acercó más a Kessler:
– Sabe usted, el árbol de la sabiduría tiene muchos envidiosos, pues desde que el hombre existe, se esfuerza por saber. Y como el saber es como una especie de gozo, como el placer de la carne, así la ignorancia es una suerte de dolor; y puesto que sólo unos pocos se alegran del dolor, todos aspiran al conocimiento, al saber, y este saber y, en relación con él, este poder lo reclama para sí la Santa Madre Iglesia. ¿O acaso me contradiría usted si afirmo que el influjo del Papa sobre sus ovejas se funda principalmente en que sabe más que ellas?
– ¡Hermano en Cristo! -La indignación de Kessler no era simulada. Nunca había escuchado palabras tan heréticas de boca de un fraile.
Losinski movió la mano indicando la inscripción en la parte frontal de la sala, donde el profeso estaba sentado inclinado sobre su mesa:
– El lema de nuestro fundador Ignacio dice Omnia ad maiorem Dei gloriam, no Omnia ad maiorem ecclesiae gloriam. Estamos al servicio del Altísimo, no al servicio de la Iglesia.
Una vez más apareció aquella mueca desvergonzada en su rostro, luego continuó:
– El hecho de que portugueses, franceses, españoles, suizos y finalmente los alemanes hubieran prohibido nuestra orden es bastante condenable, pero que hasta un Papa fuera llevado a dar este paso es una vergüenza para la institución de la Iglesia. ¿Por qué lo hizo? Los libros de historia nos quieren hacer creer que fue por influjo de los Borbones; pero no: Clemente XIV temía nuestro saber. En eso que nos hallamos en una situación no muy halagüeña. Imagínese qué sucedería si nuestra hipótesis prosperase, que tenemos que vernos con cinco evangelios, que nuestros cuatro evangelios se remontan a un evangelio más antiguo.
– Sinceramente, no he pensado en las consecuencias -replicó Kessler prudentemente-, pero creo que esto depende del contenido de la declaración que figure en el pergamino.
– El diablo mete en todas partes su pata equina. -Losinski miró inquisitivamente al joven fraile. Lo apreciaba por su inteligencia sagaz, que se distinguía claramente de la pesadez de Manzoni, pero no sabía si podía confiar en ese alemán. Lo conocía demasiado poco. Pues lo que nadie desde fuera podía sospechar era que bajo la piadosa capa de la Societatis Jesu se habían desarrollado complicidades más propias de un cártel de dudosa legalidad que de una comunidad religiosa cristiana.
– No sé si comparte usted mi opinión, joven amigo -siguió Losinski-, pero estoy de parte del «Doctor mirabilis», Roger Bacon, que rechazaba la apelación a la autoridad eclesiástica, que sin motivos razonables reivindica el derecho a la fe y lo mismo al método filosófico-dialéctico, porque no permite que cada uno entienda las cosas por sí mismo. Bacon defendía la opinión de que no todo conocimiento resultante de una investigación científica debía necesariamente divulgarse; pues en cerebros equivocados era capaz de causar más daño que beneficio.
Kessler rió:
– ¡Sobre ello se puede discutir mucho, aunque esas ideas tienen ya setecientos años!
– La edad no las hace peores. Aristóteles vivió hace dos mil trescientos años, pero su demostración de la existencia de Dios pone todavía hoy en apuros a los filósofos que por lo general dudan y ponen pegas a todo. ¿Acaso opina usted de otro modo, hermano en Cristo?
– Soy coptólogo y paleógrafo. Nunca estudié a fondo los escritos de Aristóteles.
– Un fallo. Aristóteles mantiene a raya incluso a los más escépticos. Sabe usted, para demostrar la existencia de Dios, parte del tiempo. El tiempo es eterno. Pero el tiempo también es movimiento, hacia delante el futuro, hacia atrás el pasado. Sin embargo, todo lo que está en movimiento necesita un motor. Se puede suponer que para mover el motor del movimiento eterno se necesita otro motor y para mover éste otro y así continuamente. Pero como esto no puede ir hasta el infinito, tiene que haber un primus movens, un primer motor, que no sea movido por nada. Este motor es Dios.
– ¡Es una buena idea! -exclamó Kessler, y un jesuita de barbilla, que se sintió molestado en su trabajo, levantó la vista y exigió silencio.
– Es una buena idea -repitió Kessler en voz baja-, pero nos hemos apartado del tema. ¿Cree usted que es mejor mantener en secreto el resultado de nuestras investigaciones, si lo he entendido bien?
Losinski se encogió de hombros, lo que a este hombre enjuto daba un aspecto de buitre, y dijo:
– Esto no es una decisión mía ni suya. Creo que ni siquiera él puede meter baza -diciendo esto señaló a Manzoni con un movimiento de cabeza que dejaba entrever cierto desprecio-. En cualquier caso -añadió por fin-, debería ser más reservado en la divulgación de sus investigaciones. Lo que usted guarde en la cabeza, nadie se lo podrá robar, hermano en Cristo.
Después de estas palabras, cada uno se dirigió a su lugar de trabajo, Losinski al pie del primer ventanal de la sala, Kessler al otro extremo de la hilera de mesas, ante la pared de libros que llegaba al techo.
La conversación con el cofrade polaco había desconcertado a Kessler. Era incapaz de comprender lo que quiso decir, pero le pareció que estaba hablando en una clave que Kessler desconocía.
Por la noche del mismo día, que transcurrió sin otra novedad, Manzoni tomó aparte a Kessler y le advirtió con voz seria que debía tener cuidado con Losinski. Cierto que Losinski era un científico extraordinario y además poseía una cultura general eminente, que ni siquiera se detenía ante disciplinas poco ortodoxas para un clérigo como la música de jazz y el esoterismo, pero en el fondo de su corazón Losinski era un hereje y él, Manzoni, podía imaginarse que por treinta monedas de plata traicionaría a nuestro Señor Jesús como Judas Iscariote.
Las palabras de Manzoni causaron en Kessler un efecto disonante y respondió fríamente: ni siquiera un profeso tiene derecho a juzgar a un cofrade, sobre todo no siendo culpable de ningún delito. Hasta Pedro, que negó tres veces a nuestro Señor antes de que cantara el gallo, obtuvo el perdón por ello.
Manzoni contrarrestó diciendo que no se tomara sus palabras tan a pecho. Naturalmente que estaba lejos de acusar al reverendo padre Stepan Losinski de un ultraje contra la fe, pero era un secreto a voces que vivía en tensa discordia con la Santa Madre Iglesia. Él, Manzoni, preferiría que él, Kessler, se arrimase mejor al doctor Lucino, un padre de fe inquebrantable, o al francés Bigou, que estaban abiertos a cualquier conversación.
Así lo prometió Kessler -qué otra cosa podía hacer-, pero al regresar a casa, al convento de los jesuitas en el Aventino, donde residía desde que inició su labor en la Gregoriana (otros jesuitas, desacostumbrados a la vida conventual, vivían en pensiones de la ciudad), no se le quitaba de la cabeza la idea de que se veía envuelto en una sutil red de conexiones, que parecían a propósito para turbar la armonía de los frailes. ¡Qué quiere decir concordia! Desde hacía semanas, experimentaba Kessler la mórbida sensación de que se erigía entre sus cofrades un muro invisible que los dividía en dos bandos, sin poder distinguir a qué bando pertenecía él.