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– ¿De lo contrario?

– ¡Nadie ha salido de aquí sin el permiso de arriba! Yo por lo menos no he oído de ningún caso.

Después de estas palabras se hizo una larga pausa, en la que cada una reflexionaba sobre la otra. Finalmente Anne se armó de coraje y preguntó:

– ¿Lleva mucho tiempo aquí, doctora?

La doctora Sargent bajó la vista y Anne temió haber tocado con su pregunta un punto sensible, apropiado para dar un vuelco al estado psíquico de la doctora Sargent; pero al cabo de un rato la mujer respondió resignada, aunque controlada:

– Vivo en Leibethra desde hace doce años. Si bien aquí -y golpeó con el índice el borde de su cama- llevo un año. Esquizofrenia, afirman. ¡Oídlo, esquizofrenia! En realidad mis investigaciones ya no se adaptaban a sus planes.

De pronto la doctora Sargent colocó el dedo sobre su boca. Se oían pasos en el corredor.

– Ronda de control -dijo la doctora-, ¡rápido bajo la manta! -Y antes de darse cuenta, la doctora Sargent la atrajo bruscamente a su cama y estiró la manta de lana cubriéndolas a las dos hasta la cabeza.

En el mismo instante entraron en la sala dos vigilantes uniformados y echaron una ojeada sobre los durmientes. Llevaban gorras de cuero y correaje del que pendía la porra y el estuche de la pistola. Cuando hubieron abandonado la sala, la doctora Sargent retiró la manta y dijo:

– Ahora tendremos paz hasta la mañana. No es recomendable relacionarse con estos tipos. Son brutales, creedme, verdaderos perros sanguinarios.

Anne se levantó. El breve rato con la doctora Sargent debajo de la manta le había proporcionado un profundo malestar. Fue a su litera y se acostó. Ahora notaba el esfuerzo que le había exigido llegar hasta aquí y sus miembros se volvían pesados. Estaba tendida rígida y embotada y escuchando, Anne escuchaba en la noche porque no podía creer que viviera en una ciudad sin sonidos.

Así cayó en un sopor, en un estado de duermevela, aunque una parte de su cerebro no podía dejar de imaginar cómo iba a pasar el día siguiente, no podía dejar de pensar si no sería mejor huir de allí y esconderse. Pero para ello estaba demasiado cansada. La pesadez de su cuerpo la mantenía pegada a la dura litera y Anne tenía la sensación como en sueños de querer huir y no poder porque sus miembros no obedecían.

Así estuvo dos, tres horas entre la tortura y la recuperación, cuando desde fuera se aproximó una voz quejándose llorosa; la voz de hombre repetía la misma palabra. En el silencio sepulcral, Anne encontró el grito interminable bastante extraño, pero de pronto le pareció como si alguien voceara su nombre.

Anne se incorporó. Escuchó con la boca abierta, y ahora lo oía claramente:

– Anne… Anne.

Con cuidado, para no hacer ruido, Anne se levantó y se deslizó hasta la ventana próxima.

En medio de la calle vivamente iluminada, a una distancia de no más de cincuenta metros, había un hombre vestido de negro que llamaba la atención por su cara pálida. Guido. Anne tragó saliva. Se restregó los ojos. Con la derecha se pellizcó la mano izquierda hasta que dolió, pues quería asegurarse de que no estaba soñando. Anne quería gritar. No pudo. Como si el hombre vestido de negro supiera que ella estaba detrás de esta ventana, volvió el rostro hacia ella: era él.

Anne se fue de puntillas a la doctora Sargent. Pero ésta dormía. Primero tuvo que sacudirla para despertarla e incluso cuando estuvo despierta apenas pudo conseguir que mirase por la ventana.

– ¿No oye usted al que grita? -susurró Anne, apremiante.

– Es nuestro evangelista Johannes -refunfuñó irritada la doctora Sargent.

– ¡No! -replicó Anne-. ¡Mire por la ventana!

– Entonces es Mauro, el bailarín de ballet. A veces tienen que capturarlo de noche. Afirma haber bailado antes en el Bolchoi.

Anne agarró del brazo a la doctora Sargent.

– Por favor, venga. Sólo quiero que me confirme lo que veo.

La doctora Sargent se opuso.

– ¿Confirmar? ¿Por qué tengo que confirmarlo?

Anne respondió tartamudeando:

– El hombre que está en la calle… creo… estoy segura… el hombre que está en la calle es mi marido.

– ¿Está aquí?

Al cabo de un largo rato:

– Hace tres meses que murió en un accidente de tráfico.

La inesperada afirmación despabiló a la doctora Sargent. Miró a Anne a la cara y se levantó contrariada como si quisiera decir: si no queda otro remedio. En cualquier caso, con sus gruesos calcetines, que no se quitaba ni de noche, se dirigió a la pequeña ventana y miró hacia fuera. Anne oía aún el grito lastimero:

– Anne… Anne… Anne.

Irritada, la doctora Sargent movió la cabeza a un lado y a otro, se puso de puntillas para ver mejor, luego dio la vuelta y gruñó, mientras volvía a su litera:

– ¡No veo a nadie en la calle!

– ¡Pero escuche los gritos, pues!

– No oigo nada ni veo nada -respondió la doctora Sargent bruscamente-. Alucinación junto con acoasma, enfermedad orgánica de los lóbulos de la sien en el cerebro. -Luego se cubrió con la manta de lana hasta la cabeza dando la espalda a Anne.

Anne no entendió sus palabras, pero escuchaba todavía los gritos y apretó su frente contra el cristal de la ventana: Guido había desaparecido. Sin embargo en su cabeza resonaba el eco maligno: Anne… Anne. Sus ojos perforaban el adoquinado desde donde resonaron los gritos, pero el adoquinado permanecía iluminado y solitario. No podía ser. No debía ser. ¿Estaba al borde de la locura? Anne sentía que su cuerpo estaba tenso a punto de desgarrarse. Empezó a pensar si no estaría viviendo en un mundo imaginario, si no habría soñado la muerte de Guido y sus fatales consecuencias, si la desamparada imagen de su marido no estaría sólo en su propio delirio.

El cristal enfriaba su frente ardiente y Anne la apretaba con toda su fuerza. No estaba en condiciones de pensar que el cristal tiene una resistencia limitada, que cede con un golpe. Temblaba y miraba fijamente la calle vacía, y de sus ojos brotaron las lágrimas. De pronto saltó el cristal hecho trizas con un fuerte estruendo. Anne sintió como un chorro caliente que recorría su cara, luego le pareció caer en la profundidad infinita, percibía el frío de un fondo negro que se aproximaba cada vez más, antes de chocar duramente y perder el conocimiento.

8

Cuando despertó, todavía (¿o de nuevo?) era de noche y en el escueto dormitorio nada había cambiado. Anne se palpó con las manos la cabeza. Llevaba una venda en la frente, pero lo que más la sobresaltó fue notar que tenía el pelo rapado como los demás habitantes de Leibethra.

Aquí no te puedes quedar, fue su primer pensamiento. Pero antes de concebir un plan sobre lo que debía hacer, tuvo conciencia de que así, con la cabeza rapada, había sido admitida en Leibethra: era uno de ellos y no se le ofrecería mejor oportunidad para averiguar el misterio de este lugar. Con todo, tenía miedo, miedo de Guido, que se dejó arrebatar por este teatro, o -si no era él- miedo de aquellos que la habían incluido a ella y a su miedo en sus enredos.

– ¿Qué tal, de nuevo despejada?

Anne miró hacia atrás. Era la doctora Sargent, que, apoyada sobre el antebrazo seguía pendiente de los movimientos de Anne.

– ¿Qué me ha hecho? -quiso saber inquieta y tiraba nerviosa la venda de la cabeza.

– ¡Mejor sería que preguntaseis qué habéis hecho! -replicó echando chispas la doctora Sargent-. Estabais delirando y quisisteis atravesar el cristal con la cabeza. Os habríais cortado el cuello si yo en el último momento no os hubiera arrastrado hacia atrás. Además, continuamente decíais desatinos de un tal Guido.

El tono despectivo de su voz irritó a Anne.

– ¿Debo agradecerle que me haya salvado la vida? -preguntó desafiante.

– Soy la doctora Sargent -dijo la anciana fríamente-, es mi deber salvar la vida.