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– Le he preguntado algo, hermano en Cristo -susurró Manzoni en voz baja. La situación, sobre todo que el resto de los hermanos estuviese oyendo, le resultaba extremamente desagradable. Por esto se colocó muy cerca de Kessler, para que éste hablara lo más bajo posible. Pero Kessler no se dejó amilanar y respondió en voz más alta de lo necesario:

– Monsignore, primero le hice yo una pregunta. ¿Por qué no contesta?

Evidentemente, el profeso no había contado con tanto desparpajo en la boca del joven jesuita. Carraspeaba inseguro y miraba nervioso a su alrededor, después sacó un pañuelo blanco y lo pasó por su cuello (un gesto que servía para ganar tiempo).

– ¿Barabbas? -dijo finalmente con simulada calma-. No entiendo su pregunta, Barabbas es el autor de este escrito. ¡Usted lo sabe!

Kessler no cedió:

– Ésta no es mi pregunta, monsignore. Lo que quiero saber es: ¿quién se oculta detrás de este nombre?

– Una pregunta que carece totalmente de sentido -respondió el profesor Manzoni insolente-, entonces podría hacer también la pregunta: ¡quién se esconde detrás del nombre de Pablo!

– ¡Una pésima analogía! -gritó Kessler-. No necesito hacer esta pregunta porque ya ha sido contestada en innumerables tratados teológicos.

Finalmente encontró Manzoni una réplica para hacer callar a Kessler, dijo:

– Será nuestra misión investigarlo; ¿por qué no acepta encargarse de ello, hermano en Cristo? -Manzoni rió y con él aquellos jesuitas que sabía de su parte-. Pero ahora le toca el turno a mi pregunta -dijo Manzoni que había recobrado su aplomo-. ¿En qué lugar tropezó usted con el nombre de Barabbas?

– En ningún caso aquí en esta hoja roída por los ratones -dijo Kessler-, tenía sólo un presentimiento…

– ¿Un presentimiento? ¿Qué significa que usted tenía un presentimiento?

Kessler se encogió de hombros y torció el rostro, pero no contestó, miró a Manzoni y sonrió con suficiencia. Sí, se mostraba claramente indiferente y desinteresado, y esto tenía que infundir miedo a su adversario. Los ojos de Manzoni se extraviaban nerviosos por la sala, como si buscase ayuda en otro, pero los demás se dedicaban con especial solicitud al estudio de los textos.

8

A partir de aquel momento, un foso profundo de desconfianza separó a Kessler y Manzoni, y Kessler propiamente tenía que haber esperado que el profeso lo mandase a casa con la excusa de que se negaba a colaborar; sin embargo, no sospechaba cuánto le temía Manzoni. Manzoni estaba convencido de que Kessler, gracias a Losinski, sabía más de lo que admitía. Por esto habría sido estúpido excluir al joven alemán; al contrario, el plan de Manzoni era confiar a Kessler tareas especiales para impedir que divulgara sus conocimientos. Cada orden dispone de un montón de esas funciones especiales adecuadas para hacer desaparecer a un clérigo durante años, si no para siempre.

Kessler debió de haberlo intuido -y observando más objetivamente su situación tal propósito era evidente-, en todo caso obró con mucha prudencia y desplegó una actividad desacostumbrada. Fracasó en el primer intento de sacar nuevas informaciones a través de la herencia de Losinski. Aunque el superior del convento de San Ignacio, un pequeño romano de pelo blanco llamado Pío, le dio autorización para rebuscar bajo su vigilancia en la habitación de Losinski (al fin y al cabo habían sido amigos), la celda del convento ya había sido minuciosamente registrada -lo que el superior negó con indignación-, en cualquier caso faltaban todos los documentos y sobre todo la carpeta, que daban pistas sobre las investigaciones. Incluso el saco con el calzado, con el que Losinski se había recreado más de la cuenta, había desaparecido.

Para Kessler, entre las huellas que había dejado Losinski, sólo había una que prometía éxito: la casa cerca del Campo dei Fiori. Naturalmente debía contar con que sería observado paso por paso. Por ello estableció un plan de cómo podría sacudirse posibles perseguidores. El plan era tan sencillo como geniaclass="underline" exploró a pie un complicado trayecto desde San Ignacio al Campo dei Fiori, sin aproximarse a ningún destino concreto; un día después montó a última hora de la tarde una bicicleta que había pedido prestada al portero. Con ella iba más rápido entre el intenso tráfico romano que con cualquier otro medio de transporte.

Kessler desapareció con su bicicleta por la entrada tenebrosa y fría del edificio. Y mientras subía las escaleras anchas y gastadas hacia la vivienda que tan a menudo había visitado Losinski, pensaba en lo que le esperaba. No lo sabía, sólo seguía una sensación que le decía que las frecuentes visitas a esta casa estaban de algún modo relacionadas con su descubrimiento. Ni siquiera sabía cómo conseguiría entrar, excepto con la indicación de que era amigo de Losinski y había sobrevivido milagrosamente al atentado.

Al mismo tiempo le vino a la memoria una conversación que hacía tiempo había mantenido con Manzoni. Trataron de Losinski y las palabras del profeso resonaban todavía en su oído: debía tener cuidado con Losinski, pues aunque Losinski era un científico extraordinario, en el fondo de su corazón era un hereje, y Manzoni podía imaginarse que Losinski traicionase a nuestro Señor Jesús por treinta monedas de plata como Judas Iscariote.

Después de todo lo que había averiguado de Losinski, estas palabras adquirían otro peso. Parecía como si Manzoni y Losinski se hubiesen diferenciado menos en el saber que en la disposición de divulgar este saber. El silencio, en sí, no es ningún pecado, en cualquier caso ninguno de los diez mandamientos lo prohíbe; sin embargo, la Iglesia ha conseguido pecar más callando, que otros con palabras malvadas.

Sin detenerse apretó Kessler el timbre que estaba junto a la puerta pintada de blanco en el tercer piso. En el interior se aproximaban pasos, la puerta se abrió en un breve resquicio, y la cara ancha de un hombre asomó por la abertura:

– ¿Qué quiere? ¿Quién es usted?

– Mi nombre es Kessler. Soy un amigo de Losinski -dijo Kessler en voz baja. En este momento había olvidado todo lo demás.

– Losinski no tenía amigos -replicó el hombre a través de la abertura de la puerta y se dispuso a cerrarla.

Entonces Kessler metió la mano y gritó encolerizado:

– ¡Soy el hombre que debía ser asesinado con él!

Durante un buen rato no sucedió nada. Luego se abrió lentamente la puerta y apareció la figura de un hombre rechoncho con una calva lisa. El hombre hizo un gesto con la mano invitándolo y Kessler entró. Se quedó parado en medio de la antesala con seis puertas en todas direcciones. El hombre rechoncho se le acercó y antes de darse cuenta le tiró del brazo. En el mismo momento se abrió una de las puertas y Kessler vio una mujer en silla de ruedas.

Capítulo noveno

LAS MAZMORRAS DE INOCENCIO
Redescubiertas

1

La conferencia de prensa semanal en la Sala d'Angeli del Vaticano terminaba aburrida como la mayoría de jueves. Ni tan sólo cincuenta periodistas acudieron a la invitación del padre Mikos Vilosevic, un clérigo yugoslavo que dirigía la oficina vaticana de prensa. El resto de los corresponsales acreditados en Roma sabía que Vilosevic nada tenía que decir, porque todo lo que ocurría detrás de los muros leoninos estaba de todos modos bajo estricto secreto.

Así tampoco habría sido digna de mención esta conferencia de prensa, que trataba de la posible canonización de una monja sudamericana que pagó con su vida la labor social realizada durante siete años en los suburbios de Río, si Desmond Brady, director de la delegación en Roma de la emisora norteamericana NBC y generalmente bien informado sobre los asuntos internos del Vaticano, no hubiera formulado al final la pregunta: