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– Padre, ¿qué hay de los rumores según los cuales Su Santidad está trabajando en una nueva encíclica?

– No tengo conocimiento de ello. Lo siento.

– La encíclica debe llevar por título Fides Evangelii -Brady no cedía.

La indicación alarmó a los periodistas presentes. De nuevo parecía confirmarse que el americano de Atlanta disponía de los mejores contactos en el Vaticano, que llegaban, así se murmuraba, hasta la antesala del Papa.

Vilosevic había confiado en borrar del mapa el asunto con una respuesta breve, pero ahora recibía la presión del resto de periodistas y no hacía buen papel como defensor de su supuesta ignorancia.

– Caballeros -dijo Vilosevic-, todos ustedes conocen el parecer de la Iglesia, según el cual las cuestiones relativas a la doctrina católica son asunto interno de la Iglesia y no de la opinión pública.

Esto dio pie a Cesare Bonato, de la agencia italiana de noticias ANSA, para gritar Chiachierone!, que quiere decir tanto como charlatán y que, de haber entendido Vilosevic la observación, le habría costado una seria reprimenda; pero al insulto añadió la pregunta de si él, Vilosevic, quería indicar con ello que el asunto estaba sometido a secreto papal, lo que en el argot de la curia significa el grado máximo de confidencialidad.

Disgustado y con un deje de estar ofendido, replicó el funcionario vaticano:

– No hay ninguna encíclica y por ello no puede estar sometida a secreto papal. Gracias por su atención.

Con ello terminó propiamente el ritual de la conferencia de prensa semanal en el Vaticano. Vilosevic y sus dos asistentes, dos curas jóvenes, uno de Roma y otro veronés, se disponían a abandonar el pódium cubierto de blanco (en la Iglesia católica nada funciona sin pódium), cuando Bonato gritó fuerte, de modo que su voz no pasó inadvertida en el rumor general de voces:

– Padre Vilosevic, ¿el hecho de que desmienta usted una encíclica de Su Santidad no significa acaso que existe?

La formulación retorcida de Bonato desató la risa, pero respondía exactamente a la dicción que utilizan con preferencia los funcionarios del Papa. Vilosevic conocía a Bonato y sabía que era experto en cuestiones eclesiásticas, cosa que sólo domina quien estuvo a punto de ser sacerdote antes de haber cedido a la tentación en forma de mujer. Por esto Vilosevic fue presuroso al encuentro de Bonato con la esperanza de poder entablar cara a cara el siguiente diálogo; sin embargo, apenas estuvieron uno frente al otro, fueron rodeados por los demás periodistas como Jesús y Filipo ante la milagrosa multiplicación de los panes.

– ¿Qué quiere decir con ello? -preguntó nervioso Vilosevic.

– Bueno sí -respondió Bonato con aquella amabilidad apropiada para invertir la apariencia externa-, todos sabemos que la política de ocultación del Vaticano es una forma especial de vida y esto no hace nuestro trabajo precisamente fácil.

– ¡Les digo a ustedes todo lo que sé! -protestó Vilosevic, pero en sus ojos inseguros podía leerse que no estaba convencido de lo que decía.

– …lo que le permiten decir -corrigió Desmond Brady al padre-. Y no es mucho tras un muro de silencio.

En un momento cambió la atmósfera. Se extendió la irritación y el padre miró a sus asistentes en busca de ayuda; pero éstos no parecían menos desconcertados de cómo debían afrontar la situación. Sobre todo les daba miedo Brady, un periodista extremadamente crítico, que ya una vez arremetió contra la política de ocultación del Vaticano y afirmó que ni los nazis ni los comunistas consiguieron envolverse con un velo tan grueso de silencio como la curia romana. Pero los secretos no se pueden borrar del mundo, sólo se pueden callar, de modo que la afirmación de Brady no halló eco en el interior de los muros leoninos, ni siquiera palabras de protesta; se esfumó como el incienso en el Te Deum.

Vilosevic miró a Brady desafiante:

– ¿Qué quiere decir con ello?

– Me he expresado muy claramente, al contrario de usted, padre Vilosevic. Sin embargo -añadió con acentuada amabilidad- mi reproche no va dirigido a usted personalmente, usted lo sabe, pero la Secretaría de Estado y el Santo Oficio quizá deberían recordar alguna vez en qué época vivimos.

Cesare Bonato no se dio por satisfecho e hizo una observación capaz de poner colorados a los papistas:

– No sería la primera encíclica que no llega a los fieles a pesar de haber sido escrita para ellos. Pienso sólo en el papa Pío XI.

Esta observación alcanzó de lleno al padre Vilosevic como el golpe de un boxeador, pero los periodistas le habían rodeado; no tenía salida. El padre, Brady y la mayor parte del resto sabían a qué se refería Bonato: Pío XI preparó en 1938 una encíclica Humani Generis Unitas, que nunca fue publicada. Las circunstancias por las que nunca se publicó quedaron sin aclarar, sólo está claro que un decreto papal sobre el tema del racismo y el antisemitismo habría sido de enorme importancia en aquella época.

Acosado de este modo, Vilosevic se convirtió en agresor, atacó a Bonato:

– Quizá sus contactos en la curia son mejores que los míos. ¿Qué sabe usted de la nueva encíclica? Me interesaría saberlo.

La observación supuestamente irónica de Vilosevic iba dirigida a despertar la indignación de los demás periodistas y se produjo un barullo durante el cual se pudo extraer que desde hacía tiempo había insistentes rumores en torno a un pergamino recién descubierto de la época de Jesús de Nazaret, cuya traducción era mantenida bajo llave por el Santo Oficio igual que las profecías de Malaquías, cuyo contenido se conoce, pero que ninguna persona ordinaria había podido ver directamente.

– ¡Todo rumores! -gritó Vilosevic enfurecido y en la rabia se le hinchó una vena vertical de color oscuro en la frente que le daba un aspecto casi diabólico.

– ¡Díganme la fuente de su información, entonces con gusto intercederé en su favor para obtener una declaración oficial!

Brady reía maliciosamente. Ningún periodista del mundo que tenga información confidencial revela el nombre de su informador, pues esto significaría el fin de esta fuente. También Bonato sólo tuvo para el portavoz de prensa del Vaticano una sonrisa conmiserativa. Sin embargo, esta discusión surgida de paso puso de relieve que cada uno de los periodistas presentes había oído sobre la extraña inquietud que desde hacía bastante tiempo se extendía por el Vaticano. Si bien cada uno sabía de oídas un motivo distinto. Un corresponsal español de radio habló de una enfermedad grave incurable de Su Santidad; el columnista del Messagero sabía incluso que el tercer secreto de la profecía de Fátima se había cumplido de forma terrible (sin decir naturalmente la causa de ese terror); el corresponsal en Roma de Der Spiegel creía saber que el celibato sería abolido este mismo año; y Larry Stone de News Week pretendía incluso saber que los obispos latinoamericanos abandonarían en masa la Iglesia, una especulación que, a pesar de la seriedad de Stone, fue acogida con una risotada.

Vilosevic aprovechó la inesperada hilaridad para abandonar de prisa la Sala d'Angeli, se recogió la sotana, una actitud que parecía poco digna para un padre, pero muy apropiada para dar pasos más largos y, en consecuencia, aumentar la velocidad. En este porte se precipitó por el largo corredor de piedra hasta la escalera de mármol que conduce al tercer piso del palacio apostólico, donde detrás de puertas blancas, todas cerradas por dentro menos una, residía el cardenal secretario de Estado.