El único momento realmente tenso fue a las puertas de Solanthus, donde se planteó la duda de si los centinelas iban a acribillarlos a flechazos o no. Gerard bendijo la voz estridente de Odila y su tono zumbón, porque enseguida la reconocieron y, bajo su palabra, les permitieron entrar a ambos.
Después siguieron horas de responder preguntas y más preguntas a los altos mandos solámnicos. El sol ya empezaba a salir, y seguían con lo mismo.
Gerard apenas había dormido la noche precedente; sumado a la tensión del día anterior y la aventura nocturna, estaba completamente agotado. Les había contado todo lo que había visto y oído dos veces, y se disponía a sujetarse los párpados para que no se le cerraran cuando las siguientes palabras de Odila fueron como una explosión que lo despertó por completo.
—Vi la mente de Dios —dijo.
Gerard gimió y se recostó pesadamente en la silla. Había intentado advertirle que no sacara a colación ese tema, pero, como siempre, la mujer no le había hecho caso. Sólo ansiaba una cama, incluso la de su celda, cuya oscuridad fresca, silenciosa, sin kender, le parecía muy apetecible. Ahora iban a pasarse todo el día allí.
—¿Qué quieres decir exactamente, lady Odila? —preguntó lord Tasgall.
Tenía treinta años más que Gerard; llevaba largo el encanecido cabello y lucía el bigote tradicional de un solámnico. A diferencia de algunos Caballeros de la Rosa que Gerard conocía, lord Tasgall no era, como alguien había expresado desdeñosamente en cierta ocasión, un caballero «solémnico». Aunque la expresión de su semblante era apropiadamente seria para la grave situación que atravesaban, las arrugas gestuales marcadas en las comisuras de los labios y de los ojos atestiguaban que tenía sentido del humor. Obviamente respetado por quienes servían a su mando, lord Tasgall parecía ser un líder de hombres sensato y prudente.
—La chica llamada Mina me tocó la mano y vi... eternidad. No hay otro modo de describirlo. —Odila hablaba en voz baja, vacilante, y saltaba a la vista que se sentía incómoda—. Vi una mente. Una mente que abarcaba el cielo nocturno y que lo hacía parecer pequeño y restrictivo. Una mente que podía contar las estrellas y saber exactamente su número. Una mente que era tan minúscula como un grano de arena y tan inmensa como el océano. Vi la mente, y al principio experimenté gozo porque no estaba sola en el universo, y después sentí miedo, un miedo espantoso, porque era rebelde y desobediente y eso desagradaba a la mente. A menos que me sometiese, la mente se enfurecería aún más. No... no podía entenderlo. No lo entendí. Y sigo sin entenderlo.
Odila miró con impotencia a los lores caballeros, como si esperase respuestas.
—Lo que viste debió de ser una ilusión, un truco —contestó lord Ulrich con tono tranquilizador.
Lord Ulrich era un Caballero de la Espada, sólo unos pocos años mayor que Gerard. Era del tipo pícnico, con la cara arrebatada de quien es aficionado al alcohol, quizá más de lo que sería saludable para él. Tenía los ojos brillantes, la nariz colorada y una amplia sonrisa.
—Todos sabemos que los místicos oscuros provocan que los miembros de la caballería experimenten visiones falsas. ¿No es así, Maestro de la Estrella Mikelis? —preguntó lord Ulrich.
El Maestro de la Estrella asintió con la cabeza, casi de un modo ausente. El místico parecía agotado y ojeroso. Se había pasado la noche buscando a Goldmoon, y se quedó estupefacto cuando Gerard le dijo que se había marchado a lomos de un Dragón Azul, volando a Foscaterra para encontrar al hechicero Dalamar.
—¡Ay! —exclamó tristemente el Maestro de la Estrella—. Se ha vuelto loca. Completamente loca. El milagro de su recobrada juventud la ha trastornado. Una lección para todos nosotros, supongo, de que nos sintamos satisfechos con lo que somos.
Gerard se habría sentido inclinado a pensar lo mismo, sólo que la mujer había actuado la noche anterior como una persona cuerda que tiene controlada la situación. No hizo comentarios y se guardó sus reflexiones para sí mismo. Había llegado a sentir una gran admiración y respeto por Goldmoon, a pesar de haberla tratado sólo una noche. Deseaba guardar para sí el recuerdo del tiempo pasado juntos, como algo sagrado. El joven caballero cerró los ojos.
Un instante después, Odila le daba un codazo. Gerard despertó sobresaltado, se sentó erguido mientras parpadeaba y se preguntaba, desasosegado, si alguien había advertido la cabezada que había dado.
—Me inclino a convenir con la opinión de lord Ulrich —manifestó lord Tasgall—. Lo que viste, lady Odila, o creíste ver, no era un milagro, sino algún truco de una mística oscura.
La mujer sacudió la cabeza, pero contuvo la lengua, un hecho milagroso que Gerard agradeció.
—Me doy cuenta de que este tema podría debatirse durante días o incluso semanas sin llegar a una conclusión satisfactoria —añadió lord Tasgall—. No obstante, tenemos asuntos mucho más graves que requieren nuestra inmediata atención. También soy consciente de que los dos debéis de estar muy cansados después de la terrible experiencia por la que habéis pasado. —Sonrió a Gerard, que se puso rojo como la grana y rebulló inquieto en la silla—. En primer lugar, está el asunto de sir Gerard Uth Mondor. Veré ahora la carta del rey elfo, señor caballero.
Gerard sacó la misiva, un tanto arrugada pero todavía legible.
—No conozco la firma del monarca elfo —comentó lord Tasgall tras leer la carta—, pero sí el sello real de Qualinesti. Pero, ¡ay!, me temo que poco podemos hacer por ellos cuando más necesitan de ayuda.
Gerard agachó la cabeza. Habría querido discutir, pero la presencia de tropas enemigas, acampadas fuera de Solanthus, haría infructuoso cualquier argumento que pudiese esgrimir.
—Tendrá una carta de un elfo —argüyó lord Nigel, Caballero de la Corona—, pero eso no quita que fuera apresado yendo en compañía de un Dragón Azul. Me cuesta conciliar ambas cosas.
Lord Nigel había entrado en los cuarenta; era una de esas personas que no quieren tomar una decisión hasta haber rumiado largo y tendido el asunto y haberlo considerado desde todas las perspectivas, tres veces.
—Yo le creo —intervino Odila, con su habitual modo directo—. Lo vi y lo oí en la cueva con la Primera Maestra. Tuvo la oportunidad de marcharse y no la aprovechó. Oyó los cuernos, supo que nos atacaban, y regresó para ayudar a defender la ciudad.
—O para traicionarla —replicó lord Nigel, ceñudo.
—Gerard me dijo que si no le permitíais llevar su espada, como un verdadero caballero, haría cualquier cosa para ayudar, desde apagar fuegos a ocuparse de los heridos. Es digno de encomio, no de un castigo.
—Estoy de acuerdo —manifestó lord Tasgall—. Creo que todos lo estamos. —Miró a los otros dos.
Lord Ulrich asintió con la cabeza al momento y dedicó una sonrisa y un guiño a Gerard. Lord Nigel frunció el entrecejo, pero profesaba un gran respeto a lord Tasgall, de modo que asintió, acatando su dictamen.
—Sir Gerard Uth Mondor, se retiran todos los cargos presentados contra ti —dijo lord Tasgall, sonriente—. Lamento no disponer de tiempo para limpiar públicamente tu nombre, pero cursaré un edicto a fin de que todos sepan tu inocencia.
Odila miró a Gerard sonriente y le dio un golpe en la pierna por debajo de la mesa, recordándole que le debía una. Resuelta esa cuestión, los caballeros se dedicaron al problema del enemigo.
A despecho de la información recibida sobre el reducido número del ejército adversario que había puesto cerco a la ciudad, los solámnicos no se tomaron el asunto a la ligera. Sobre todo cuando Gerard les dijo que esperaban refuerzos.
—Quizá la muchacha se refería a algún ejército procedente de Palanthas, milord —sugirió respetuosamente Gerard.
—No. —Lord Tasgall sacudió la cabeza—. Tenemos espías en Palanthas, y nos habrían informado de cualquier movimiento masivo de tropas, y no ha habido ninguno. También tenemos exploradores vigilando las calzadas, y no han visto nada.