Caballeros y soldados —un contingente de cinco mil hombres— estuvieron preparados para marchar. Aquí y allí el silencio se rompía por el apagado relincho de un animal excitado, por una tos nerviosa de uno de los hombres de infantería o por el tintineo amortiguado de un yelmo al ponérselo un caballero.
Gerard buscó a Odila. Por su condición de Dama de la Rosa, ocupaba su puesto en las primeras filas. Vestía una armadura similar a las de los otros caballeros, pero Gerard la localizó de inmediato por las dos largas trenzas negras que asomaban bajo el reluciente yelmo. La risa de la mujer sonó un instante, pero enseguida la reprimió.
—Qué mujer. Haría payasadas hasta en su propio funeral —musitó, y soltó una queda risa. Después, al darse cuenta de lo agorero de su comentario, deseó para sus adentros no haberlo hecho.
Lord Tasgall, Caballero de la Rosa, se situó al frente, entre su estado mayor, llevando un pañuelo blanco en la mano. Lo alzó bien alto para que todos pudiesen verlo y después lo bajó. Los oficiales ordenaron marchar a los soldados y los caballeros se pusieron en movimiento. Gerard ocupó su puesto en las últimas filas, entre los más jóvenes y los armados caballeros más recientemente. No le importaba. Le habría dado igual tener que caminar con los soldados de infantería. El ejército de Solanthus se puso en marcha con un sonido de roce, de algo arrastrándose, cual un inmenso dragón sin alas que se deslizara sobre el suelo, alumbrado por la luna. Las puertas interiores, cuyos goznes se habían engrasado bien, se abrieron sin ruido, empujadas por hombres silenciosos.
Una serie de puentes salvaban el foso. Después de que el último soldado de infantería hubiese cruzado los puentes, éstos se levantaron, y las puertas se cerraron y atrancaron, a la par que se guarnecían las troneras.
El ejército se dirigió a las puertas exteriores que atravesaban la gruesa muralla que rodeaba la ciudad. Los goznes de estas puertas también se habían engrasado. Mientras pasaba bajo la muralla, Gerard vio arqueros agazapados en las sombras de las almenas para evitar ser detectados. Esperaba que no tuvieran que intervenir esa noche. El ejército solámnico debería ser capaz de barrer al ejército de los caballeros negros antes de que tuviera tiempo de reaccionar. Aun así, los lores caballeros hacían bien en no correr ningún riesgo.
Una vez que la infantería y la caballería dejaron atrás las últimas puertas y éstas se hubieron cerrado, atrancado y guarnecido, el caballero coronel hizo un alto y giró la cabeza para mirar a las tropas a su mando. Alzó otro pañuelo blanco, y éste lo dejó caer.
Los caballeros rompieron el silencio. Alzaron las voces en un canto que ya era antiguo en tiempos de Huma, y después espolearon a sus caballos, lanzándolos a galope tendido. El canto enardeció a Gerard, que se sorprendió a sí mismo entonándolo con entusiasmo, pronunciando lo primero que se le venía a la cabeza en las estrofas que no recordaba. La orden dada a la caballería era dividirse, la mitad de los caballeros cargando hacia el este y la otra mitad hacia el oeste. El plan era rodear el dormido campamento y empujar a las tropas enemigas hacia el centro, donde serían atacadas por la infantería, que cargaría directamente hacia ese punto.
Gerard no apartó la vista del campamento enemigo. Esperaba que se despertara con el ruido atronador del trapaleo de cascos. Esperaba que se encendiesen antorchas, que los centinelas diesen la voz de alarma, que los oficiales gritasen órdenes y que los hombres corrieran a coger las armas.
Pero, curiosamente, el campamento permaneció en silencio. Ningún centinela gritó y, ahora que Gerard se fijaba, no veía ninguna hilera de caballos estacados. En el campamento no se produjo ningún movimiento, ningún ruido, y empezó a pensar que lo habían abandonado durante la noche. Pero ¿por qué un ejército de varios centenares de hombres iba a marcharse dejando atrás tiendas y suministros?
¿Se habría dado cuenta la chica de que había tratado de abarcar más de lo que podía? ¿Había decidido escabullirse en la noche y así salvar su pellejo y el de sus hombres? Al recordarla, al recordar su fe en el dios Único, Gerard lo dudó.
Los Caballeros de Solamnia continuaron la carga, abriéndose a ambos lados del campamento en un amplio círculo. Siguieron cantando, pero el canto había perdido su magia, no podía disipar la inquietud que iba apoderándose de sus corazones. Aquel silencio era extraño, y no les gustaba. Olía a trampa.
A lord Tasgall, que dirigía la carga, se le planteaba un problema. ¿Procedería según lo planeado? ¿Cómo reaccionaría ante esa nueva e inesperada situación? Veterano de muchas campañas, lord Tasgall también era consciente de que ni siquiera la mejor estrategia sobrevivía al contacto con el enemigo. En este caso, sin embargo, el problema parecía ser la ausencia de contacto con el enemigo. Tasgall supuso que la chica había recobrado el sentido común, simplemente, y se había marchado. De ser así, sus tropas y él sólo habrían perdido unas pocas horas de sueño. Sin embargo, no podía darlo por hecho. Cabía la posibilidad de que fuera una trampa. Más valía pecar de precavido. Cambiar la estrategia sólo causaría confusión en sus hombres. El caballero coronel llevaría adelante el plan, pero alzó la mano para ralentizar la carga de la caballería a fin de que no se lanzara descuidadamente a lo que quiera que estuviera aguardando.
Podría haberse ahorrado la molestia. Los caballeros no estaban preparados para lo que les esperaba. Nunca habrían podido estarlo.
Otra canción se alzó en el aire, un canto que era secundario del principal de ellos, un canto que sonaba como contrapunto del suyo. Lo entonaba una persona, y Gerard, que ya había oído su voz, reconoció a Mina.
Marionetas
Los soldados del flanco derecho empezaron a gritar y a señalar. Gerard se giró para ver qué ocurría.
Una espesa niebla había aparecido por el oeste y se desplazaba rápidamente sobre la hierba en agitados remolinos, desdibujando todo lo que tocaba, tapando las estrellas, engullendo la luna. Los que observaban no distinguían nada dentro de la bruma, nada detrás. Llegó a la muralla occidental de la ciudad y pasó sobre ella. Las torres del lado occidental de Solanthus desaparecieron como si nunca hubiesen existido. Llegaron gritos apagados de esa parte de la ciudad, pero sonaban tan lejanos que nadie pudo discernir qué ocurría.
Al ver el avance de aquella niebla extraña y anormal, lord Tasgall detuvo la carga y, con un gesto de la mano, llamó a sus oficiales. Lord Ulrich y lord Nigel se separaron de las filas y galoparon hacia él. Gerard se acercó lo suficiente para oír lo que decían.