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—Los dos somos guerreros, gobernador —contestó Laurana mientras sacaba el brazo de la manga de la bata—. He vivido y luchado con hombres en circunstancias en las que no podía permitirme ser pudorosa. Sois muy amable al ofreceros a curarme.

El gobernador rozó la piel caliente y vio su mano —tosca, grande, de gruesos dedos y torpe— en marcado contraste con el esbelto y blanco hombro de la elfa, la piel suave como la seda, el rojo de la sangre y el calor del irregular tajo. La retiró prestamente y apretó el puño.

—Me temo que os haré daño, señora —dijo, al sentirla encogerse con su roce—. Lo siento. Soy rudo y torpe. No sé hacerlo de otro modo.

Laurana se cogió el cabello y lo echó por encima del hombro para que no le estorbara mientras le limpiaba la herida.

—Gobernador Medan, mi hijo os explicó su plan para la defensa de Qualinost. ¿Creéis que funcionará?

—Es un buen plan, señora —contestó el hombre mientras le vendaba el hombro—. Si los enanos acceden a hacer su parte, incluso existe una posibilidad de que tengamos éxito. Sin embargo, no confío en los enanos, como advertí a su majestad.

—Se perderán muchas vidas —dijo tristemente Laurana.

—Sí, señora. Los que se queden para cubrir la retirada posiblemente no podrán escapar a tiempo. Será una batalla gloriosa —añadió al tiempo que hacía un nudo a la venda—. Como en los viejos tiempos. Yo, por lo menos, no pienso perdérmela.

—¿Daríais vuestra vida por nosotros, gobernador? —preguntó la elfa, volviéndose para mirarlo a los ojos—. Vos, un humano y nuestro enemigo, ¿moriréis defendiendo a los elfos?

El hombre fingió observar con atención la herida, para eludir la penetrante mirada. No respondió de inmediato, sino que lo pensó largos segundos.

—No reniego de mi pasado, señora —dijo finalmente—. Ni lamento las decisiones tomadas. Desciendo de plebeyos. Mi padre era siervo, y yo habría seguido el mismo camino, habría sido un analfabeto sin educación, pero lord Ariakan me encontró. Me dio conocimientos, instrucción y, lo más importante, me dio fe en un poder más grande que yo. Quizá no podáis entenderlo, señora, pero veneré a su Oscura Majestad con todo mi corazón. La Visión que me dio sigue viniendo a mí en sueños, aunque no comprendo por qué, ya que ella se marchó.

—Lo entiendo muy bien, gobernador —aseguró Laurana—. Estuve en presencia de Takhisis, la Reina de la Oscuridad. Todavía siento el mismo sobrecogimiento, el mismo respeto reverencial que experimenté entonces. Aunque sabía que su poder era maligno, resultaba terriblemente imponente su contemplación. Tal vez se debió a que, cuando osé intentar mirarla a los ojos, me vi a mí misma. Vi su oscuridad dentro de mí.

—¿Dentro de vos, señora? —Medan sacudió la cabeza.

—Era el Áureo General, gobernador —dijo seriamente la elfa—. Un bonito título. La gente me aclamaba en las calles. Los niños me regalaban ramos de flores. Sin embargo, ordené que esas mismas gentes entraran en batalla, dejé huérfanos a muchos de esos niños. Por mi culpa murieron millares de personas cuando podrían haber vivido para llevar una existencia feliz y fructífera. Tengo las manos manchadas con su sangre.

—No lamentéis vuestros actos, señora. Hacerlo es egoísta. Vuestro arrepentimiento despoja a los muertos de un honor que les pertenece. Luchasteis por una causa que sabíais que era justa y apropiada. Os siguieron a la batalla, a su muerte, si queréis, porque vieron esa causa resplandeciendo en vos. Por eso os llamaban el Áureo General —añadió—. No por vuestro cabello.

—Aun así, me gustaría resarcirlos en cierta medida.

Guardó silencio, absorta en sus reflexiones. Medan hizo intención de marcharse, pensando que ella querría descansar, pero Laurana lo detuvo.

—Hablábamos de vos, gobernador —dijo mientras posaba la mano en su brazo—. Del motivo por el que estáis dispuesto a dar vuestra vida por los elfos.

Mirándola a los ojos, el hombre habría respondido que estaba dispuesto a dar su vida por una elfa, por no lo hizo. Su amor no sería bien recibido, mientras que su amistad sí lo era. Se consideraba bienaventurado por ello y, en consecuencia, no intentó aspirar a más.

—Lucho por mi patria, señora —se limitó a contestar.

—La patria es la tierra en la que uno nace, gobernador.

—Precisamente, señora. Mi patria está aquí.

Su respuesta la complació; en sus azules ojos se reflejaba la comprensión y de repente brillaron al llenarse de lágrimas. Toda ella rebosaba calidez, dulzura y fragancia; pasaba por un momento de debilidad, estaba baja de moral, trastornada y herida. Él se incorporó bruscamente, tan deprisa que tiró la palangana con el agua que había usado para limpiarle el corte.

—Lo siento, señora. —Se inclinó para secar el líquido vertido, agradecido de tener la oportunidad de hurtar el rostro. Cuando se levantó evitó mirarla—. Él vendaje no está demasiado fuerte, ¿verdad, señora?

—No, no lo está.

—Bien. Entonces, con vuestro permiso, seño i, he de regresar al cuartel general para ver si ha habido más informes sobre el avance del ejército.

Inclinó la cabeza, giró sobre sus talones y salió apresuradamente, dejándola con sus pensamientos.

Laurana se cubrió el hombro con la manga de la bata. Flexionó los dedos y frotó con las yemas las viejas callosidades de las palmas.

—Restituiré algo —musitó.

5

Vuelo de Dragón

Los establos de los caballeros negros estaban situados a una distancia considerable de Qualinost, lo que no era de extrañar, pensó Gerard, puesto que albergaban un Dragón Azul. Nunca había estado allí, ya que no se le había presentado la ocasión, y sólo tenía una vaga idea de su ubicación. Las indicaciones facilitadas por Medan eran fáciles de seguir, sin embargo, y guiaron certeramente al caballero.

Consciente de la necesidad de actuar deprisa, avanzó al trote. No obstante, poco después empezó a faltarle el resuello. Las heridas sufridas en la lucha contra el draconiano le dolían, apenas había dormido, y la pesada armadura era un lastre más. La idea de que al final de su penoso avance tendría que vérselas con un Dragón Azul no aliviaba precisamente sus músculos doloridos ni aligeraba el peso de la armadura, sino todo lo contrario.

Olió los establos antes de verlos. Estaban rodeados por una empalizada y había guardias en la entrada. Alerta y recelosos, le dieron el alto en el momento que oyeron sus pisadas. Respondió con el santo y seña correcto y entregó las órdenes de Medan. Los guardias las miraron detenidamente y observaron de hito en hito a Gerard, a quien no conocían. Sin embargo, no había la menor duda sobre la autenticidad del sello del gobernador, de modo que lo dejaron pasar.

Los establos albergaban caballos, grifos y dragones, aunque en distintos emplazamientos. En la parte baja, unas construcciones de madera desperdigadas acogían a los caballos. Los grifos tenían sus nidos en lo alto de un risco; estos animales preferían las alturas, además de que había que tenerlos lejos de los caballos para que los equinos no se pusieran nerviosos con el olor de las bestias. El Dragón Azul, según le informaron a Gerard, estaba en una cueva situada en la base del risco.

Uno de los mozos de cuadra se ofreció a llevar a Gerard hasta el dragón, a lo que el caballero, caída el alma a los pies de manera que tenía la impresión de pisarla con cada paso que daba, accedió. No obstante, tuvieron que esperar debido a la llegada de otro Azul con su jinete. El reptil aterrizó en un claro, cerca de las cuadras, desatando el pánico entre los caballos. El guía de Gerard lo dejó solo y corrió a tranquilizar a los animales. Otros mozos de cuadra lanzaron imprecaciones al jinete del dragón, y le gritaron que había aterrizado en el lugar equivocado mientras agitaban los puños en su dirección.

El jinete no les hizo caso. Se bajó de la silla y acabó bruscamente con las recriminaciones.

—Me envía lord Targonne —anunció en tono seco—. Traigo órdenes urgentes para el gobernador militar Medan. Traed uno de los grifos para que me lleve al cuartel general y atended a mi dragón. Quiero que esté descansado y alimentado para el vuelo de regreso. Salgo mañana.