Gerard confesó, colorado hasta la raíz del pelo, que no.
—Espero que no sea difícil —añadió, recordando claramente su aprendizaje para montar a caballo. Si se caía del dragón tantas veces como había dado con sus huesos en tierra desde el caballo...
—Filo Agudo es un veterano, señor caballero —manifestó el viejo, con orgullo—. Es un verdadero soldado disciplinado, que obedece órdenes, no temperamental como pueden serlo algunos Azules. El general y él combatieron juntos en equipo durante la Guerra de Caos y posteriormente. Pero cuando esos extravagantes dragones hinchados aparecieron y empezaron a matar a los de su propia especie, el gobernador escondió a Filo Agudo. A Filo Agudo no le hizo ninguna gracia, ojo. ¡Menudas broncas tuvieron! —El viejo sacudió la cabeza y miró a Gerard estrechando los ojos—. Creo que, después de todo, empiezo a entender. He oído rumores de que la «Zorra Verde» se dirigía hacia aquí. —Se aceró a Gerard para hablar en un sonoro susurro—. Pero no se lo digáis a Filo Agudo, señor. Si pensara que tendría una oportunidad de vérselas con esa bestia verde que mató a su compañera, se quedaría y lucharía, dijera lo que dijera el gobernador. Lleváoslo lejos, a un lugar seguro, señor caballero. Buena suerte a los dos.
Gerard abrió la boca para decir que él y Filo Agudo regresarían para luchar tan pronto como hubiera entregado su mensaje, pero volvió a cerrarla por miedo a hablar demasiado. Que el viejo pensara lo que quisiera.
—¿Le... importará a Filo Agudo que yo no sea el gobernador? —preguntó vacilante—. No me gustaría incomodarlo. Podría rehusar transportarme.
—Filo Agudo está entregado al gobernador, señor, pero una vez que entienda que Medan os ha enviado, os servirá bien. Por aquí, señor. Os presentaré.
El Azul escuchó atentamente mientras Gerard explicaba, tartamudeando y casi trabándose la lengua, su misión y le mostraba las órdenes de Medan.
—¿Cuál es nuestro destino? —demandó Filo Agudo.
—No se me ha concedido permiso para revelar eso todavía —contestó en tono de disculpa el caballero—. Te lo diré cuando estemos en el aire.
El dragón inclinó la cabeza para indicar su disposición a obedecer. Por lo visto no era muy hablador, y tras aquella única pregunta se sumió en un disciplinado silencio.
Se tardó un rato en ensillarlo, no porque Filo Agudo dificultase la operación en ningún sentido, pero colocar la silla y el arnés, con sus innumerables correas y hebillas, era una tarea compleja que llevaba mucho tiempo.
Gerard se vistió con la «indumentaria de cuero», que consistía en una túnica acolchada de con mangas largas, que se puso encima de un par de pantalones gruesos. Se protegió las manos con guantes y se metió un capuchón que recordaba el de un verdugo y que le tapaba la cabeza y el cuello. Todas las prendas eran de cuero. La chaqueta le quedaba grande, los pantalones eran muy rígidos y el gorro, sofocante. Casi le resultaba imposible ver por las aberturas para los ojos y se preguntó para qué se habrían molestado en hacerlas. La insignia de los Caballeros de Neraka —el lirio de la muerte y la calavera— iba incorporada en los pespuntes del acolchado.
Aparte de eso y de su espada, nada más señalaba a Gerard como un caballero negro. Guardó la valiosa carta en una mochila de cuero, y ésta la ató fuertemente a la silla.
El sol estaba alto en el cielo para cuando dragón y jinete estuvieron dispuestos para emprender el viaje. Gerard montó torpemente, necesitando la ayuda de los mozos de cuadra y del dragón, que aguantaba su incompetencia con paciencia ejemplar. Avergonzado y rojo como la grana, el caballero apenas había agarrado las riendas cuando Filo Agudo dio un increíble salto y se alzó en el aire impulsado por los potentes músculos de sus patas traseras.
El tirón hizo que el estómago de Gerard se le bajara, más o menos, hasta sus botas, y el joven se aferró con tanta fuerza que los dedos se le quedaron dormidos. Sin embargo, cuando Filo Agudo extendió las alas y ascendió hacia el cielo matinal, el espíritu de Gerard se elevó asimismo.
Nunca había entendido por qué alguien querría formar parte de una escuadrilla de dragones. Ahora sí lo comprendía. La experiencia de volar resultaba excitante a la par que aterradora. A su mente acudieron los recuerdos de aquellos sueños infantiles suyos en los que volaba como las águilas. Incluso lo había intentado hacer, saltando del tejado del granero con los brazos extendidos, sólo para ir a estrellarse en un almiar, a punto de romperse el cuello. Un estremecimiento de placer calentó su sangre y disipó el miedo que agarrotaba su vientre.
Observó cómo se alejaba el suelo a sus pies y le maravilló la sensación de que era el mundo el que lo abandonaba, en lugar de al contrario.
Lo embelesaba el silencio, un silencio absoluto y total, no lo que se llamaba silencio en tierra firme. Ese silencio estaba compuesto por diversos sonidos pequeños que eran tan constantes que ya no se oían: el piar de los pájaros, el murmullo del viento entre las hojas, el sonido de voces distantes, el murmullo de las aguas de un arroyo.
Ahora Gerard no oía nada salvo el chasquido de los tendones de las alas del dragón, y cuando el animal flotaba en las corrientes ascendentes, ni siquiera eso. El silencio lo embargaba con una sensación de euforia, de paz. Ya no formaba parte del mundo. Flotaba por encima de sus inquietudes, sus aflicciones, sus problemas. Se sentía ingrávido, cómo si se hubiese despojado del lastre de carne y huesos. La idea de regresar al suelo, de recobrar el peso, de soportar de nuevo esa carga, de repente se le antojaba aborrecible. Podría haber volado para siempre, al lugar donde el sol se iba cuando se ponía, a los espacios donde la luna se escondía.
El dragón dejó abajo las copas de los árboles.
—¿Hacia dónde? —gritó Filo Agudo con voz retumbante, sacando a Gerard de su ensueño.
—Al norte —voceó el caballero. El viento, que pasó veloz junto a él, arrastró las palabras. El dragón giró la cabeza para oír mejor—. A Solanthus.
Los ojos de Filo Agudo lo miraron con recelo, y Gerard temió que rehusara obedecer. Solanthus era un territorio libre sólo de nombre. Los Caballeros de Solamnia habían transformado la ciudad en una plaza fuertemente fortificada, seguramente la más fortificada de todo Ansalon. El Azul podría preguntarse por qué se le ordenaba volar a una plaza fuerte enemiga, y si no le gustaba la respuesta quizá decidiera tirar a su jinete de la silla.
Gerard ya preparaba una explicación, pero fue el mismo dragón el que la facilitó.
—Ah, una misión de reconocimiento —dijo y ajustó el curso de vuelo.
Filo Agudo permaneció en silencio durante el viaje, cosa que le vino bien al solámnico, que estaba preocupado con sus propios pensamientos; unos pensamientos sombríos que oscurecían el maravilloso panorama del paisaje que iba quedando allá abajo, atrás. Había hablado confiada, positivamente, sobre ser capaz de persuadir a los caballeros solámnicos para que acudiesen en ayuda de Qualinesti, sin embargo, ahora que estaba en camino empezaba a dudar de poder convencerlos.
—Señor —llamó Filo Agudo—, mira ahí abajo.
Gerard así lo hizo, y el alma se le cayó a los pies.
—Desciende —ordenó al dragón. Ignoraba si el animal lo escuchaba, de modo que acompañó las palabras con un ademán de su mano enguantada—. Quiero verlo mejor.
El reptil inició el descenso volando en espiral, lentamente.
—Ya es suficiente —dijo Gerard, indicando con un gesto al dragón que se estabilizara en el aire.
El caballero se inclinó en la silla, agarrándose con fuerza, y miró sobre el ala izquierda del dragón.
Un vasto ejército avanzaba por tierra, tan numeroso que se extendía cual una inmensa serpiente negra hasta donde alcanzaba la vista. Una cinta azul que culebreaba entre los verdes bosques era sin duda el río de la Rabia Blanca, que formaba la frontera de Qualinesti. La cabeza de la serpiente negra ya lo había sobrepasado, y se internaba un buen trecho en el territorio.