El joven rey no contestó. Apretó los labios y miró a Samar con una expresión de dignidad herida.
—Y en cuanto a ti, Samar —continuó Kiryn, volviéndose hacia el guerrero elfo—, tu actitud es incorrecta. Silvanoshei es el rey coronado y ungido del pueblo silvanesti. Tú eres qualinesti, y es posible que las costumbres de tu gente sean distintas. Los silvanestis reverenciamos a nuestro rey. Cuando le desairas a él también nos desairas a todos nosotros.
Samar y el rey guardaron silencio unos segundos, mirándose el uno al otro, pero no como amigos que se han peleado y se alegran de hacer las paces, sino como dos espadachines que están midiéndose mientras se ven obligados a estrecharse las manos antes de iniciar el duelo. A Kiryn le dolió en lo más hondo la actitud de ambos.
—Hemos tenido un mal comienzo —dijo—. Empecemos de nuevo.
—¿Cómo se encuentra mi madre, Samar? —preguntó bruscamente Silvanoshei.
—Vuestra madre está bien... majestad —contestó Samar. Hizo una pausa deliberada antes del tratamiento—. Os envía su amor.
Silvanoshei asintió con la cabeza. Se notaba que le costaba un gran esfuerzo controlarse.
—La noche de la tormenta, pensé que... Parecía imposible que pudieseis sobrevivir.
—Al final resultó que la Legión de Acero había estado siguiendo los movimientos de los ogros, de modo que acudieron en nuestro auxilio. Al parecer —añadió Samar con voz áspera—, vos y vuestra madre habéis sufrido igualmente el uno por el otro. Al ver que no regresabais, os buscamos durante días. La única conclusión posible era que los ogros os habían capturado y os habían llevado con ellos para torturaros hasta mataros. Cuando el escudo cayó y vuestra madre entró en su patria, los Kirath salieron a nuestro encuentro. Su alegría no tuvo límites al enterarse de que no sólo estabais vivo, sino que erais rey, Silvanoshei. —Su tono se endureció—. Entonces llegaron los informes sobre vos y esa mujer humana...
Silvanoshei asestó una mirada fulminante a Kiryn.
—Ahora entiendo la razón de que lo hayas traído aquí, primo. Para sermonearme.
—Silvanoshei... —empezó Kiryn.
Entonces Samar se adelantó y agarró al monarca por el hombro.
—Sí, voy a sermonearte —dijo, obviando el tratamiento—. Te comportas como un mocoso consentido. Tu honorable madre no creía esos rumores, llamó embusteros a los Kirath que se lo contaron. ¿Qué pasó? Te he oído hablar sobre esa humana. ¡He escuchado de tus propios labios que los rumores son ciertos! Estás melancólico y lloriqueas por ella mientras un gran ejército de caballeros negros cruza la frontera. Un ejército que esperaba cerca del escudo para entrar cuando éste cayera.
»Y, ¡hete aquí, el escudo cae! ¿Cómo es que ese ejército se hallaba allí, Silvanoshei? ¿Una coincidencia? ¿Acaso los caballeros negros llegaron justo en el preciso momento en que, quién lo hubiera dicho, el escudo cayó? No, Silvanoshei, los caballeros negros estaban en la frontera porque sabían que el escudo iba a desaparecer. Ahora esa fuerza, un contingente de cinco mil hombres, marcha sobre Silvanost y tú has abierto las puertas de la ciudad a la mujer que los trajo aquí.
—¡Eso no es cierto! —replicó acaloradamente el joven monarca, sin hacer caso a los intentos de Kiryn para que se calmara—. Mina vino a salvarnos. Sabía la verdad sobre Cyan Bloodbane, sabía que el dragón era el creador del escudo y que éste nos estaba matando. Cuando morí a manos del dragón, ella me devolvió la vida. Ella... —Silvanoshei enmudeció, sintiendo la lengua pegada al paladar.
—Ella te dijo que bajaras el escudo —abundó Samar—. Te dijo cómo hacerlo.
—¡Sí, bajé el escudo! —espetó, desafiante, el joven—. ¡Hice lo que mi madre había intentado conseguir durante años! Sabes que es cierto, Samar. Mi madre supo ver lo que era realmente el escudo. Sabía que no estaba levantado para protegernos, y tenía razón. Su función era acabar con todos nosotros. ¿Qué querías que hiciese, Samar? ¿Dejar el escudo puesto? ¿Contemplar cómo absorbía la vida de mi pueblo?
—Podrías haberlo dejado un poco más, el tiempo suficiente para comprobar si tu enemigo se estaba concentrando en tu frontera —adujo cáusticamente el qualinesti—. Los Kirath te lo habrían advertido si te hubieses molestado en escucharlos, pero no, preferiste prestarle oídos a una humana, la cabecilla de aquellos que se ocuparán de destruiros a ti y a tu pueblo.
—Fui yo quien tomó la decisión —respondió Silvanoshei con dignidad—. Actué por mi cuenta. Hice lo que habría hecho mi madre de estar en mi lugar. Lo sabes, Samar. Ella misma me contó que en cierta ocasión se había lanzado contra el escudo montada en un grifo en un intento de hacerlo añicos. Lo intentó una y otra vez, saliendo despedida en el aire...
—¡Basta! —Samar lo interrumpió, impaciente—. Lo hecho, hecho está. —Había perdido ese asalto y lo sabía. Guardó silencio un momento, pensativo. Cuando volvió a hablar, había un cambio en su voz, un dejo de disculpa en su tono—. Eres joven, Silvanoshei, y es atribución de la juventud cometer errores, aunque éste, me temo, quizá resulte fatal para nuestra causa. Sin embargo, no nos hemos rendido. Todavía podemos reparar el daño que, aunque con la mejor intención, has causado. —El guerrero sacó de debajo de su capa otra prenda igual con capucha.
»Los caballeros negros caminan por nuestra sagrada ciudad con total impunidad. Los vi entrar. Vi a esa humana. Vi a nuestras gentes, especialmente a los jóvenes, caer en su embrujo. Están ciegos a la verdad, y nuestra tarea será abrirles los ojos. Ocúltate bajo esta capa, Silvanoshei. Nos marcharemos por el pasadizo secreto por el que he entrado y huiremos de la ciudad aprovechando la confusión.
—¿Partir? —Silvanoshei miró a Samar estupefacto—. ¿Por qué habría de marcharme?
Samar iba a contestar, pero Kiryn se adelantó con la esperanza de salvar su plan.
—Porque estás en peligro, primo. ¿Os es que crees que los caballeros negros permitirán que sigas siendo rey? Y, si lo hacen, te convertirás en su marioneta, como tu primo Gilthas. Sin embargo, como rey en el exilio, serás una figura influyente que unirá al pueblo...
«¿Irme? No puedo irme —se dijo el joven rey para sus adentros—. Ella regresa conmigo. Está más cerca a cada momento. Quizás esta noche la estreche entre mis brazos. No me marcharía aunque supiera que la propia muerte viene por mí.»
Miró a Kiryn y a Samar y no vio unos amigos, sin extraños que conspiraban contra él. No podía fiarse de ellos. No podía fiarse de nadie.
—Decís que mi pueblo corre peligro —manifestó mientras se volvía hacia el ventanal, como si estuviese contemplando la ciudad. En realidad la buscaba a ella—. Mi pueblo está en peligro y queréis que huya y me ponga a salvo dejándolo que se enfrente sólo a esa amenaza. ¿Qué clase de rey es el que hace algo así, Samar?
—Un rey vivo, majestad —respondió el guerrero—. Un rey que piensa en su pueblo lo bastante como para vivir para ellos, en lugar de para sí mismo. La gente lo entenderá y te honrará por esa decisión.
Silvanoshei giró la cabeza para mirarlo fríamente.
—Te equivocas, Samar. Mi madre huyó, y el pueblo no la honró por ello. La despreció. No cometeré el mismo error. Agradezco tu visita, Samar. Tienes mi permiso para marcharte.
Tembloroso, sorprendido por su propia temeridad, volvió de nuevo la cara hacia el ventanal y miró a través de él sin ver.
—¡Cachorro ingrato! —La ira casi ahogaba a Samar, que apenas podía hablar—. ¡Vendrás conmigo aunque tenga que llevarte a rastra!
Kiryn se interpuso entre el rey y el guerrero.
—Creo que será mejor que os marchéis, señor —dijo con voz tranquila y mirada firme. Estaba furioso con los dos; furioso y desilusionado—. O me veré obligado a llamar a la guardia. Su majestad ha tomado una decisión.