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Los Kirath pronosticaron lo peor. Hablaron de campos de esclavos, de saqueos e incendios, de tormento y tortura. Instaron a los elfos a luchar hasta que la muerte se hubiese llevado hasta el último de ellos. Mejor morir libres, decían los Kirath, que vivir como esclavos.

Transcurrió una semana y ni un solo elfo varón fue sacado a rastra de su casa para torturarlo. No se había ensartado en picas a ningún bebé elfo. Ninguna mujer elfa había sido violada y abandonada para que muriera entre un montón de basura. Los caballeros negros ni siquiera entraron en Silvanost, sino que acamparon fuera de la ciudad, en el campo de batalla donde las tropas de Mina habían luchado y perdido y la propia Mina había sido hecha prisionera. La primera orden dada a los soldados de los caballeros negros fue no incendiar Silvanost, e incinerar los restos del Dragón Verde, Cyan Bloodbane. Un destacamento incluso luchó y derrotó a una partida de ogros, que, eufóricos al descubrir la desaparición del escudo, habían intentado llevar a cabo su propia invasión. Muchos jóvenes elfos llamaban salvadores a los caballeros negros.

Los niños elfos se habían curado y jugaban en la hierba, que ahora crecía verde, bajo el brillante sol. Las mujeres elfas paseaban por sus jardines, disfrutando de las flores que antes se consumían bajo el escudo pero que ahora empezaban a rebrotar. Los hombres elfos caminaban por las calles libremente y sin restricciones. El rey, Silvanoshei, seguía siendo el dirigente. Todos los asuntos se consultaban con los Cabezas de Casas. Un observador mal informado habría pensado que eran los caballeros negros quienes se habían rendido a los silvanestis.

Habría sido injusto decir que los Kirath se sentían decepcionados. Eran leales a su pueblo y se alegraban —y la mayoría daba las gracias por ello— de que hasta entonces el baño de sangre que habían esperado no se hubiese producido. Algunos de los miembros de mayor edad de los Kirath afirmaban que lo que les estaba ocurriendo a los elfos era mucho peor que eso. No les gustaba ese hablar continuamente sobre un dios Único. También desconfiaban de los caballeros negros, que, sospechaban, no eran tan amantes de la paz como daban a entender. Los Kirath habían oído rumores sobre compañeros emboscados que habían desaparecido, transportados a lomos de Dragones Azules, y de los cuales nunca más se había sabido nada.

Alhana Starbreeze y sus fuerzas habían cruzado la frontera cuando el escudo cayó, y ahora ocupaban un territorio al norte de la capital, más o menos a mitad de camino entre Silvanost y la frontera. Nunca permanecían en un sitio mucho tiempo, sino que se trasladaban de un campamento a otro, ocultando sus desplazamientos, camuflándose en los bosques que muchos de ellos, incluida la propia Alhana, antaño conocían y amaban. No es que Alhana temiese realmente que sus tropas y ella fueran descubiertas; los cinco mil hombres de los caballeros negros tenían trabajo más que suficiente con controlar Silvanost. El comandante sería un necio si dividiese sus tropas y las enviara a territorio desconocido, buscando elfos que habían nacido y crecido en los bosques. Pero Alhana había sobrevivido tanto tiempo porque nunca corría riesgos, de modo que los elfos siguieron desplazándose de un lado para otro.

No pasaba un solo día en el que Alhana no anhelara ver a su hijo. Yacía despierta por la noche haciendo planes para entrar a escondidas en la ciudad, donde su vida corría peligro, no sólo por parte de los Caballeros de Neraka, sino de su propio pueblo. Conocía Silvanost, conocía el palacio, ya que había sido su hogar. Por la noche los planes parecían factibles y estaba decidida a llevarlos a cabo. Por la mañana, cuando se los contaba a Samar, el guerrero señalaba todas las dificultades y le exponía todas las posibilidades de que la aventura terminara en desastre. Siempre acababa imponiendo su criterio, no tanto porque Alhana temiera lo que pudiera ocurrirle a ella si la descubrían, sino por lo que podría ocurrirle a Silvanoshei. Se mantenía informada de lo que pasaba en Silvanost a través de los Kirath; observaba, esperaba y se reconcomía, y, como todos los demás elfos, se preguntaba qué tramaban los caballeros negros.

A los Kirath, a hombres y mujeres como Rolan, Alhana Starbreeze, Samar y sus exiguas fuerzas de resistencia, les parecía que sus compatriotas habían vuelto a caer presa del hechizo de una pesadilla como la que se apoderó del país durante la Guerra de la Lanza. Excepto que esta ilusión era un sueño vivido con los ojos abiertos y no se la podía combatir, porque hacerlo sería luchar contra los soñadores. Los Kirath y Alhana hacían los planes que podían para cuando llegara el día en que el sueño terminara y los soñadores despertasen a una realidad de pesadilla.

El general Dogah y sus tropas estaban acampados en las afueras de Silvanost. Mina y sus caballeros se habían instalado en la Torre de las Estrellas, ocupando un ala del edificio, la misma que anteriormente perteneció al gobernador militar Konnal. Todos los elfos sabían que su joven rey estaba enamorado de Mina. La historia de cómo le había devuelto la vida a Silvanoshei se había plasmado en una canción que entonaban los jóvenes por todo Silvanesti.

Hasta entonces, los silvanestis jamás habían tolerado un matrimonio entre uno de los suyos y un humano. A Alhana Starbreeze se la había declarado elfa oscura por contraer matrimonio con «uno de otra estirpe», un qualinesti. Sin embargo, los jóvenes, los que eran más o menos de la edad de su monarca, habían llegado a adorar a Mina. Ésta no podía caminar por las calles sin que la multitud la asediara. El palacio estaba rodeado de día y de noche por jóvenes elfos que esperaban vislumbrarla un momento. Les complacía y halagaba la idea de que amara a su rey, y estaban convencidos de que cualquier día se haría pública la noticia de la boda.

Silvanoshei esperaba lo mismo. Soñaba que la joven entraba en palacio y era conducida a la sala del trono, donde él estaría sentado con majestuoso porte. En sus sueños, ella se echaba en sus brazos ansiosamente, con adoración. Eso había ocurrido hacía cinco días, pero ella aún no había pedido verlo. A su llegada, se había dirigido directamente a su alojamiento y allí se había quedado.

Habían pasado cinco días y no la había visto ni había hablado con ella. Se inventaba excusas para disculparla: le daba miedo verlo, temía que sus tropas no lo entendieran, iría por la noche y le confesaría su amor por él y entonces le haría prometer que guardaría el secreto. Yació despierto por las noches a la espera de que ocurriera así, pero ella no apareció y el sueño de Silvanoshei empezó a marchitarse, al igual que el ramo de rosas y violetas que había escogido cuidadosamente del jardín real para ella.

En el exterior de la Torre de las Estrellas los jóvenes elfos empezaron a corear el nombre de la joven. Las palabras que tan dulces habían sonado a sus oídos hacía sólo unos días ahora se le clavaron como cuchillos. De pie junto al ventanal, escuchando el eco de ese nombre resonando en el vacío de su corazón, tomó una decisión.

—Voy a verla —dijo.

—Primo... —empezó Kiryn.

—¡No! —gritó Silvanoshei, cortando la reprimenda que sabía se avecinaba—. ¡Ya os he escuchado bastante a ti y a esos necios consejeros! «Ella debe venir a vos», me habéis repetido. «Sería indecoroso que fueseis vos, majestad. Sois vos quien le hacéis el honor. Os pondríais en una situación comprometida.» Os equivocáis. Todos vosotros. Lo he pensado mucho, y creo saber cuál es el problema. Mina quiere venir a verme, pero sus oficiales no la dejan. Ese enorme minotauro y todos los demás. ¡Quién sabe si no la estarán reteniendo a la fuerza!

—Primo —insistió suavemente Kiryn—, recorre las calles de Silvanost, va y viene libremente por palacio. Se reúne con sus oficiales y, por lo que he oído, hasta los de más alto rango delegan en ella todos los asuntos. Debes afrontarlo, primo. Si ella hubiese querido verte, lo habría hecho.

Silvanoshei se estaba poniendo sus mejores ropas y fingió no oírlo o realmente no lo oyó. Kiryn había presenciado con alarma la obsesión de su primo por esa chica. Había imaginado desde el principio que ella lo estaba utilizando para sus propios fines, aunque ignoraba cuáles eran tales fines. En parte, la razón por la que había esperado que Silvanoshei buscara la seguridad en el bosque con el movimiento de resistencia era que se apartase de Mina, que rompiese el control que ejercía sobre él. Su plan había fracasado, y ya no sabía qué más hacer.