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Su majestad estaba de un humor excelente, y su alegría contagió a todos los que trabajaban en palacio. Tanto el cuerpo de servicio como el resto del personal sentían afecto por Silvanoshei; habían notado su aspecto desmejorado y les inquietaba su salud, de modo que se sintieron muy complacidos al advertir el cambio operado en él, sin plantearse nada más. Si un banquete lo sacaba de su abatimiento, entonces darían el festín más espléndido que jamás se había visto en Silvanost.

Kiryn no se sentía tan complacido por el cambio, ya que lo veía con inquietud. Sólo él notó que en la alegría de Silvanoshei había algo de frenético, que el color de sus mejillas no era el tono sonrosado de la salud, sino que parecía grabado a fuego en la pálida tez. No podía preguntarle al rey, puesto que estaba inmerso en los preparativos del gran acontecimiento, supervisando cada detalle para asegurarse de que todo fuera perfecto, eligiendo personalmente las flores que adornarían la mesa. Afirmaba que no tenía tiempo para charlar.

—Ya verás, primo —le dijo a Kiryn, haciendo un breve alto en su ir y venir a todo correr para cogerle la mano y apretársela—. Ella me ama. Ya lo verás.

A la única conclusión que pudo llegar Kiryn era que Silvanoshei y Mina habían estado en contacto y que ella lo había tranquilizado devolviéndole de algún modo la certeza de que lo quería. Ésa era la única explicación del cambio de comportamiento de Silvanoshei, aunque pensando bien todo lo que Mina había dicho la víspera, le resultaba difícil creer que aquellas palabras crueles hubiesen sido una comedia. Sin embargo, era humana, y a los humanos no había quien los entendiese.

Incluso los banquetes reales siempre se celebraban al aire libre, a medianoche, bajo las estrellas. En los viejos tiempos, antes de la Guerra de la Lanza, antes de la llegada de Cyan Bloodbane y la aparición de la pesadilla, hileras e hileras de mesas se instalaban en los jardines de la Torre para acomodar a todos los elfos de la Casa Real. Muchos nobles habían muerto combatiendo la pesadilla. Muchos otros habían perecido, víctimas de la enfermedad consumidora provocada por el escudo. De los que habían sobrevivido, la mayoría rechazó la invitación, una terrible afrenta al joven rey. Es decir, lo habría sido si Silvanoshei le hubiese dado importancia. Se limitó a decir, entre risas, que no echaría de menos a los viejos necios. Tal como estaban las cosas, sólo hicieron falta dos largas hileras de mesas, y los elfos mayores de la Casa de la Servidumbre, que recordaban la pasada gloria de Silvanesti, lloraron mientras pulían la delicada plata y colocaban los platos de porcelana finísima sobre los manteles de delicado encaje.

Silvanoshei estaba vestido y preparado mucho antes de la medianoche. Le pareció que las horas previas al banquete pasaban como si fuesen montadas en caracoles por lo lentas que transcurrieron. Le preocupaba que todo no estuviese perfecto, aunque había ido a comprobar el arreglo de las mesas ocho veces y no fue tarea fácil convencerlo para que no lo hiciese una novena. El sonido discordante de los músicos que afinaban sus instrumentos le pareció la música más dulce, ya que significaba que sólo faltaba una hora. Amenazó con dar un revés al ministro de protocolo, que dijo que de ningún modo el rey podía hacer su regia aparición hasta que no hubiesen entrado todos los invitados. Silvanoshei fue el primero en llegar y encantó y apabulló a sus invitados al darles la bienvenida personalmente.

Llevaba el anillo de rubíes en una cajita enjoyada, dentro de una bolsa de terciopelo, que guardaba bajo el jubón azul y la camisa de seda blanca. Comprobaba constantemente si la caja seguía en su sitio, poniendo la mano sobre su pecho tan a menudo que algunos de los invitados se fijaron y se preguntaron inquietos si su joven monarca sufriría alguna dolencia cardiaca. Sin embargo, no habían visto a su majestad tan jubiloso desde su coronación, y no tardaron en contagiarse de su alegría y olvidaron sus temores.

Cuando Mina llegó, a medianoche, su júbilo fue completo. La joven llevaba un vestido de seda blanca, sencillo, sin adornos. La única joya que lucía era el colgante que llevaba siempre, un disco liso, sin decoraciones ni grabados. También ella se mostraba muy animada; saludó por su nombre a los elfos que conocía y aceptó gentilmente sus bendiciones y agradecimiento por los milagros que había realizado. Era tan esbelta como cualquier doncella elfa y casi igual de hermosa, a decir de los elfos jóvenes, lo que, viniendo de esta raza, era un gran cumplido que rara vez se hacía a una humana.

—Agradezco el honor que me hacéis esta noche, majestad —dijo Mina cuando se acercó para inclinarse ante Silvanoshei.

Él no le dejó que hiciera reverencia alguna; la cogió de la mano y la hizo levantarse.

—Ojalá hubiese tenido más tiempo para prepararlo mejor. Algún día verás una verdadera celebración elfa. —«Nuestra boda», entonó su corazón.

—No me refiero al banquete —dijo ella mientras desechaba las mesas bellamente adornadas, las flores fragantes y las miles de velas que iluminaban la noche—. Os doy las gracias por el honor que me hacéis esta noche. El regalo que vais a darme es algo que he deseado desde hace mucho tiempo, y para el que me he estado preparando. Confío en ser digna de él —añadió quedamente, casi con tono reverente.

Silvanoshei se quedó estupefacto y, durante un instante, sintió disminuir el placer de su regalo; tenía que haber sido una maravillosa sorpresa. Entonces el alcance de sus palabras penetró en su mente. El honor que le haría. El regalo que deseaba desde hacía mucho. Su esperanza de ser digna de ello. ¿Qué otra cosa podía significar sino que se refería al regalo de su amor?

Extasiado, besó fervorosamente la mano que le ofrecía. Se prometió a sí mismo que al cabo de unas horas besaría sus labios.

Los músicos dejaron de tocar. Sonaron unas campanillas anunciando la cena. Silvanoshei ocupó su lugar a la cabecera de la mesa, llevando a Mina de la mano y situándola a su derecha. Los otros elfos y los oficiales humanos ocuparon sus sitios o, al menos, eso supuso el joven rey; aunque no habría podido jurar ni eso, ni si había alguien más presente ni si las estrellas alumbraban el cielo ni si había hierba bajo sus pies.

Sólo era consciente de Mina. Kiryn, sentado enfrente de Silvanoshei, intentó hablar con su primo, pero el rey no escuchó una sola palabra. No bebía vino; se bebía a Mina con los ojos. No comía fruta; devoraba a la joven humana. La pálida luna no alumbraba la noche; Mina la iluminaba. La música era discordante comparada con la voz de ella. El ámbar de sus ojos lo envolvía. Existía en una dorada embriaguez de felicidad y, como ebrio de vino de miel, no cuestionó nada. Por su parte, Mina hablaba con los vecinos de mesa, encantándolos con su fluido elfo y su conversación sobre el Único y los milagros que ese dios realizaba. Apenas se dirigió a Silvanoshei, pero su mirada ambarina se posaba a menudo sobre él, y esa mirada no era cálida ni amorosa, sino fría, expectante.

Eso podría haberlo hecho sentirse inquieto, pero el joven monarca tocó la caja que guardaba junto a su corazón para tranquilizarse, evocó las palabras de Mina, y su inquietud desapareció.

«Turbación pudorosa», se dijo, y la observó mientras hablaba de ese dios Único, orgulloso de verla salir airosa entre sabios y eruditos elfos como su primo.

—Perdóname si te hago una pregunta sobre ese dios Único, Mina —dijo Kiryn con deferencia.

—No sólo te perdono, sino que te animo a hacerla —contestó la joven con una leve sonrisa—. No temo las preguntas, aunque algunos podrían temer las respuestas.

—Eres un oficial de los Caballeros de Takhisis...

—De Neraka —lo corrigió ella—. Somos Caballeros de Neraka.

—Sí, he oído que vuestra organización ha hecho ese cambio al haber partido Takhisis...

—Como lo hizo el dios de los elfos, Paladine.

—Cierto. —La expresión de Kiryn era muy seria—. Aunque se sabe que las circunstancias de la marcha de uno y otro son distintas. Aun así, eso no es relevante para mi pregunta. En su breve historia, los caballeros negros, sea cual fuere su denominación, han sostenido que los elfos son sus acérrimos e implacables enemigos. Nunca han mantenido en secreto su manifiesto de que planean purgar el mundo de elfos y apoderarse de sus tierras para sí mismos.