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—Kiryn —intervino en tono enfadado Silvanoshei—, éste no es precisamente un tema para...

Mina puso su mano sobre la del rey, que sintió el roce como fuego en la carne, llamas que quemaban y cauterizaban por igual.

—Dejad hablar a vuestro primo, majestad —dijo la muchacha—. Continúa, por favor.

—En consecuencia, no entiendo por qué conquistáis nuestra tierra y nos... —Hizo una pausa, el gesto severo.

—¿Y os dejamos vivir? —terminó Mina por él.

—No sólo eso —dijo Kiryn—, sino que curáis a nuestros enfermos en nombre de ese dios Único. ¿Qué pueden importarle a ese dios, un dios de nuestros enemigos, los elfos?

Mina se recostó en el respaldo. Tomó la copa de vino e hizo girar el delicado recipiente de cristal entre sus dedos, observando cómo las velas parecían arder en el caldo.

—Supongamos que soy la dirigente de una gran urbe. Dentro de las murallas de la ciudad viven miles de personas que esperan que yo las proteja. Bien, en esa ciudad hay dos familias muy poderosas que se odian. Ambas se han jurado destruir a la otra. Luchan entre sí cada vez que se encuentran, creando conflictos y enemistad en mi ciudad. Digamos que un peligro amenaza de repente a mi ciudad, que la atacan fuerzas poderosas del exterior. ¿Qué ocurre? Si esas dos familias siguen luchando entre ellas, sin duda la ciudad caerá. Pero si las dos familias acuerdan unirse y combatir juntas contra ese enemigo, tendremos una oportunidad de derrotar a nuestro adversario en común.

—Y ese adversario en común sería... ¿quién? ¿Los ogros? —preguntó Kiryn—. Antes eran vuestros aliados, pero he oído que desde que os atacaron...

Mina sacudió la cabeza.

—Los ogros llegarán a conocer al dios Único. Acudirán a unirse a la batalla. Vamos, sé directo —lo animó, sonriéndole—. ¡Los elfos sois siempre tan comedidos! No temas herir mis sentimientos. No me enfadaré. Haz la pregunta que realmente quieres plantearme.

—De acuerdo. Eres responsable de desenmascarar al dragón. Eres responsable de su muerte. Nos descubriste la verdad sobre el escudo. Nos has dado la vida cuando podrías habérnosla quitado. Nada es gratis, se dice. Toma y daca. ¿Qué esperas que te demos a cambio? ¿Qué precio hemos de pagar por todo esto?

—Servir al Único —contestó Mina—. Eso es todo lo que se requiere de vosotros.

—¿Y si elegimos no servir a ese dios? —preguntó Kiryn, serio y ceñudo—. Entonces, ¿qué?

—Es el Único quien nos elige, Kiryn —repuso Mina con la vista prendida en la gota de fuego que titilaba en el vino—. Nosotros no lo elegimos a Él. Los vivos le sirven. Y también los muertos. Especialmente los muertos —añadió en un tono tan bajo, suave y nostálgico que sólo Silvanoshei la oyó.

Ese tono y su extraña expresión le asustaban.

—Vamos, primo —dijo el rey, lanzando a Kiryn una mirada iracunda, de advertencia—. Dejemos a un lado esas discusiones filosóficas. Me producen dolor de cabeza. —A continuación hizo una seña a los criados—. Servid más vino, traed fruta y pasteles. Y decidles a los músicos que vuelvan a tocar. Quizás así no lo oigamos —le dijo a Mina con una risa.

Kiryn guardó silencio, pero siguió mirando a Silvanoshei con expresión preocupada.

Mina no escuchó al joven rey. Sus ojos recorrían la multitud. Celoso de que cualquiera le robara la atención de la muchacha, Silvanoshei se dio cuenta enseguida de que buscaba a alguien. Siguió su mirada, reparó en dónde se detenía y vio que estaba localizando a todos sus oficiales. Sus ojos se posaron en cada uno de ellos, y todos y cada uno de ellos respondieron, ya fuera dándose por enterados con una mirada o, como en el caso del minotauro, con una ligera inclinación de la astada cabeza.

—No tienes que preocuparte, Mina —dijo Silvanoshei, dando un tono algo cortante a su voz para mostrar que estaba molesto—. Tus hombres se están comportando bien, mejor de lo que había esperado. El minotauro sólo ha roto su copa de vino, ha partido un plato, ha hecho un agujero en el mantel y ha eructado lo bastante fuerte para que se lo haya oído en Thorbardin. En conjunto, una velada muy satisfactoria.

—Nimiedades —musitó ella—. Tan intrascendente. Tan sin sentido.

Mina aferró la mano de Silvanoshei de repente, y el joven rey sintió como si los dedos de la joven le apretaran el corazón. Sus ojos ambarinos lo miraron.

—Los preparo para lo que ha de venir, majestad. Imagináis que el peligro ha pasado, pero os equivocáis. El peligro nos rodea. Están los que nos temen, los que buscan nuestra destrucción. No debemos abandonarnos a la autocomplacencia, dejándonos arrullar con música agradable y buen vino. Por ello recuerdo a mis oficiales su deber.

—¿Qué peligro? —preguntó Silvanoshei, muy alarmado—. ¿Dónde?

—Cerca —contestó la muchacha, atrayéndolo hacia el ámbar—. Muy cerca.

—Mina, iba a esperar a darte esto —dijo Silvanoshei—. Tenía preparado un discurso... —Sacudió la cabeza—. Las palabras que realmente quiero decirte están en mi corazón, y tú las conoces. Las has oído en mi voz. Las has visto cada vez que me ves a mí.

Metió la temblorosa mano en la pechera del jubón y extrajo la bolsa de terciopelo. De ella sacó la caja de plata y la puso sobre la mesa, delante de Mina.

La muchacha miró la caja largos instantes. Estaba muy pálida. Él la oyó soltar un suave suspiro.

Al ver que no hacía intención de tocarla, Silvanoshei la cogió y la abrió.

Los rubíes del anillo relucieron a la luz de las velas, cada uno brillando como una gota de sangre, la sangre del corazón de Silvanoshei.

—¿Querrás aceptarlo, Mina? —preguntó con desesperada ansiedad—. ¿Querrás aceptar este anillo y llevarlo puesto por mí?

Mina extendió la mano, una mano fría y firme.

—Aceptaré el anillo y lo llevaré puesto. Por el Único.

Se lo colocó en el índice de la mano izquierda.

La alegría de Silvanoshei no tenía límites. Al principio le molestó que metiera a ese dios suyo en el asunto, pero tal vez sólo se limitaba a pedir su bendición. Él estaría dispuesto a pedírsela también. Estaría dispuesto a hincarse de rodillas ante ese dios Único si con ello ganaba a Mina.

La observó expectante, aguardando a que la magia del anillo hiciese efecto en ella, esperando que lo mirara con adoración.

Mina contempló el anillo y lo hizo girar para ver cómo destellaban los rubíes. Para Silvanoshei no existía nadie más, sólo ellos dos. Los demás sentados a su mesa, todos los que asistían al banquete, todas las personas del mundo eran un conjunto borroso de luz de velas, música y fragancia a rosas y gardenias, y todo ello era Mina.

—Ahora, Mina, tienes que besarme —dijo, extasiado.

La muchacha se inclinó hacia él. La magia del anillo funcionaba. Podía sentir que lo amaba. La rodeó con los brazos, pero antes de que sus labios llegaran a tocarse, los de ella se abrieron en un ahogado gemido. Su cuerpo se puso tenso, sus ojos se desorbitaron.

—¡Mina! —gritó, aterrado—, ¿qué te ocurre?

Ella soltó un grito de dolor, sus labios formaron una palabra, intentó hablar, pero la garganta se le cerró y sufrió arcadas. Cogió el anillo, frenética, e intentó sacárselo del dedo, pero una convulsión sacudió su cuerpo, que se retorció con dolores atroces. Se dobló sobre la mesa, con los brazos extendidos, derribando vasos y tirando platos. Exhaló un sonido inarticulado, de animal, que era espantoso de oír. Entonces se quedó inmóvil. Aterradoramente inmóvil, con los ojos fijos y abiertos, las pupilas ambarinas prendidas acusadoramente en Silvanoshei.

Kiryn se levantó de la silla en un acto involuntario. No tenía plan alguno, sus ideas eran un confuso remolino. Su primer pensamiento fue para Silvanoshei, que debía intentar fraguar de algún modo su huida, pero abandonó la idea de inmediato. Imposible con todos esos caballeros negros alrededor. En ese momento, aunque no lo supo conscientemente, Kiryn abandonó a Silvanoshei. El pueblo silvanesti era ahora responsabilidad suya. No podía hacer nada para salvar a su primo, pero quizá sí podría salvar a su gente. Los Kirath debían enterarse de lo ocurrido. Había que advertirles para que se prepararan y emprendieran las acciones que fueran necesarias.