Los otros elfos que se sentaban a la mesa del rey estaban paralizados por la impresión, demasiado aturdidos para moverse, incapaces de comprender lo que acababa de pasar. El tiempo pareció ir más y más lento, hasta detenerse del todo. Nadie respiraba, nadie parpadeaba, ningún corazón palpitaba; la incredulidad tenía petrificados a todos.
—¡Mina! —gritó Silvanoshei con desesperación, y alargó las manos para cogerla.
De repente estalló un pandemónium. Los oficiales de Mina, bramando de rabia, se abrieron paso entre la multitud aplastando sillas, tirando mesas, derribando a cualquiera que se encontraba en su camino. Los elfos chillaban. Algunos de los más astutos agarraron a la esposa o al esposo y huyeron a todo correr. Entre ellos se encontraba Kiryn. Cuando los caballeros negros rodeaban la mesa donde Mina yacía inmóvil, Kiryn lanzó una última y afligida mirada a su desdichado primo y, acongojado por un mal presentimiento, desapareció en la noche.
Una mano enorme, cubierta de pelaje marrón, aferró el hombro del rey con una fuerza aplastante. El minotauro, cuyo bestial rostro se crispaba en una mueca horrenda de furia y dolor, levantó a Silvanoshei de la silla y, barbotando una maldición, lanzó al joven elfo hacia un lado como quien aparta un desecho.
Silvanoshei se estrelló contra un emparrado ornamental y cayó trastabillando en el agujero donde antes se levantaba el Árbol Escudo. Yació aturdido, falto de resuello, y entonces unas caras sombrías, caras humanas, desfiguradas por una rabia asesina, lo rodearon. Unas manos lo sacaron sin contemplaciones del agujero; un fuerte dolor le recorrió el cuerpo y soltó un gemido. Quizá tenía un hueso roto, o tal vez los tenía rotos todos. Pero el verdadero dolor provenía de su corazón destrozado.
Los caballeros arrastraron a Silvanoshei hasta la mesa, donde el minotauro tenía posada la mano en el cuello de Mina.
—No hay pulso. Está muerta —dijo, cubiertos los labios de espuma. Se giró y apuntó con el dedo a Silvanoshei—. ¡Ahí está su asesino!
—¡No! —gritó el joven rey—. ¡La amaba! Le di mi anillo...
El minotauro cogió la mano inerte de Mina, dio un violento tirón al aro de rubíes y lo sacó del dedo. Acercó el anillo a Silvanoshei y lo sacudió delante de sus narices.
—Sí, le diste un anillo. ¡Un anillo envenenado! ¡Le diste el anillo que la mató!
De uno de los rubíes sobresalía una aguja minúscula, en la que brillaba una gotita de sangre.
—La aguja funciona con un resorte —anunció el minotauro, que ahora sostenía en alto la joya para que la vieran todos—. Cuando la víctima toca el anillo o lo gira sobre su dedo, se activa el mecanismo de la aguja y se clava en la carne, descargando el mortal veneno en la corriente sanguínea. Apuesto —añadió, sombrío—, que descubriremos que el veneno es de una clase cuyo uso es bien conocido para los elfos.
—Yo no lo hice... —gritó Silvanoshei, ahogado por la pena—. Fue el anillo... Yo no podría...
La lengua se le quedó pegada al paladar. Volvió a ver a Samar en sus aposentos. Samar, que conocía todos los pasadizos secretos de palacio. Samar, que había intentado obligarlo a huir, que no había ocultado su odio y su desconfianza hacia Mina. Sin embargo, la nota había sido escrita por la mano de una mujer. Su madre...
Un puñetazo, propinado por el minotauro, lo lanzó hacia atrás, pero en realidad Silvanoshei no lo sintió a pesar de que le rompió la mandíbula. El verdadero golpe era la certeza de su culpabilidad. Amaba a Mina y la había matado.
El siguiente puñetazo del minotauro lo sumió en la negrura de la inconsciencia.
11
El despertar
Las estrellas se apagaron lentamente con la llegada del amanecer, cada una de ellas un reluciente puntito de fuego sofocado por el fuego más intenso del sol de Krynn. El alba no llevó esperanza alguna a las gentes de Silvanost. Habían pasado un día y una noche desde la muerte de Mina. Por orden del general Dogah, la ciudad había sido acordonada y sus puertas cerradas. A los habitantes se les advirtió que permanecieran en sus casas por su propia seguridad, y los elfos obedecieron de buena gana. Las patrullas recorrían las calles, y los únicos sonidos que se oían eran el rítmico ruido de pasos de pies calzados con botas y alguna que otra orden seca de un oficial.
Fuera de Silvanost, en el campamento de los Caballeros de Neraka, los tres oficiales superiores llegaron ante la que había sido la tienda de mando de Mina. Habían acordado una reunión al amanecer y casi era la hora. Llegaron al mismo tiempo y se miraron entre sí incómodos, con irresolución. Ninguno quería entrar en la tienda vacía, donde aún seguía vivo el recuerdo de la muchacha. Ella estaba presente en cada objeto, y esa presencia sólo hacía más tangible su ausencia. Finalmente, Dogah, sombrío el semblante, apartó la lona de la puerta y entró. Lo siguió Samuval y por último Galdar.
Dentro de la tienda, el capitán Samuval encendió una lámpara de aceite, ya que las sombras de la noche todavía anidaban en el interior. Los tres miraron en derredor con gesto taciturno. Aunque Mina se había instalado en palacio, prefería vivir y trabajar entre sus tropas. La tienda de mando original y unos cuantos muebles se habían perdido mientras huían de los ogros. Esta tienda era de manufactura elfa, con colores alegres. Los humanos consideraban que parecía más apropiada para arlequines que para militares, pero, aunque a regañadientes, les impresionaba el hecho de que era muy ligera, fácil de guardar y de montar, y protegía de los elementos mucho mejor que las tiendas suministradas por los caballeros oscuros.
Estaba amueblada con una mesa, tomada prestada de palacio, varias sillas y un catre, ya que Mina se quedaba a dormir allí a veces, cuando trabajaba hasta muy tarde. Nadie había entrado en la tienda desde el banquete, no se habían tocado sus pertenencias. Un mapa, con anotaciones hechas por ella, seguía extendido sobre la mesa. Pequeños tacos cuadrados y triangulares indicaban movimientos de tropas. Galdar le echó una ojeada falta de interés, creyendo que era un mapa de Silvanesti. Al darse cuenta de su error, suspiró y sacudió la astada cabeza. Una abollada taza de hojalata, medio llena de oscuro té, sujetaba la esquina oriental del mundo. Una vela apagada sostenía la parte noroeste. Había estado trabajando hasta la hora de ir al banquete. Un churrete de cera derretida se había deslizado por el costado de la vela y se había derramado sobre el Nuevo Mar. Un gruñido sordo retumbó en el pecho de Galdar, que se frotó el hocico y apartó la vista.
—¿Qué es eso? —preguntó Samuval mientras se acercaba para echar una ojeada al mapa—. Que me condene —exclamó al cabo de un momento—. Solamnia. Parece que nos aguarda una larga marcha.
—¡Marcha! —El minotauro frunció el entrecejo—. Mina está muerta. Le toqué el cuello para sentir el pulso, pero no le latía. ¡Creo que algo salió mal!
—¡Chitón! Los guardias —advirtió Samuval mientras dirigía un vistazo hacia la lona de la entrada. La había cerrado, pero fuera montaban guardia dos soldados.
—Diles que se retiren —indicó Dogah.
Samuval se dirigió a la salida y asomó la cabeza al exterior.
—Presentaos en la tienda comedor y regresad dentro de una hora.
Se quedó parado un momento para mirar la tienda que había junto a la de mando. Era en la que Mina había dormido durante el singular periplo al que los había guiado, y en la que ahora yacía de cuerpo presente. Él la había tendido en el catre, vestida con su túnica blanca y los brazos contra los costados. Sus armas y armadura se habían colocado a sus pies. Las lonas de la entrada se habían recogido para que todos pudiesen verla y rendirle homenaje. Los soldados y los caballeros no sólo habían ido, sino que se habían quedado. Los que estaban libres de servicio la habían velado durante todo el día después de su muerte y durante la larga noche. Cuando el servicio les reclamaba, otros los sustituían. Los hombres guardaban silencio; nadie hablaba.