—Y yo —abundó Dogah.
—No la desobedeceré —dijo Galdar, eligiendo cuidadosamente sus palabras—, pero, afrontémoslo, sus instrucciones están supeditadas a cierto suceso y, hasta el momento, su predicción no se ha cumplido.
—Pronosticó un atentado contra su vida —argüyó el capitán Samuval—. Anuncio que el estúpido elfo sería el instrumento. Ambas cosas han ocurrido.
—Sin embargo, no vaticinó el uso de un anillo que inoculaba veneno —adujo Galdar con voz ronca—. Visteis la aguja. Visteis que le pinchó la piel.
Tamborileó los dedos sobre la mesa mientras miraba a sus compañeros estrechando los ojos. Tenía algo en mente, algo desagradable a juzgar por su ceño, pero parecía dudar si decirlo o no.
—Vamos, Galdar —instó Samuval por fin—. Suéltalo de una vez.
—De acuerdo. —El minotauro miró alternativamente al uno y al otro—. Ambos la habéis oído decir que incluso los muertos sirven al Único.
Dogah rebulló intranquilo en la silla, que crujió bajo su peso, y Samuval hurgó con la uña la cera derretida de la vela, pero ninguno de ellos respondió.
—Prometió que el Único frustraría la tentativa de sus enemigos —continuó Galdar—, pero no prometió que volveríamos a verla viva...
—Saludos, tienda de mando —gritó una voz—. Traigo un mensaje de lord Targonne. Pido permiso para entrar.
Los tres oficiales intercambiaron miradas. Dogah se levantó presuroso y desató las lonas de la puerta para dar paso al mensajero. Éste llevaba la armadura de jinete de dragones e iba cubierto de polvo. Tras saludar, entregó a Dogah un estuche de pergaminos.
—No requiere respuesta, milord —aclaró el mensajero.
—De acuerdo, puedes retirarte. —Dogah miró el sello del estuche y de nuevo intercambió una mirada con sus compañeros.
Cuando el mensajero se hubo ido, Dogah rompió el sello con un golpe seco contra la mesa. Los otros dos aguardaron expectantes mientras abría el estuche y sacaba el pergamino. Desenrolló el papel, le echó una ojeada y luego alzó la vista de la hoja; en sus ojos había un brillo de triunfo.
—Va a venir —dijo—. Mina tenía razón.
—Alabado sea el Único —exclamó el capitán Samuval, que soltó un suspiro de alivio y le dio un codazo a Galdar—. ¿Qué dices ahora, amigo?
El minotauro se encogió de hombros y asintió sin decir palabra. Cuando los otros dos se hubieron marchado, llamando a voces a sus ayudantes y dando órdenes de disponerlo todo para la llegada de su señoría, Galdar se quedó solo en la tienda donde persistía el espíritu de Mina.
—Cuando toque tu mano y sienta tu carne cálida de nuevo, entonces alabaré al Único —le susurró—. Pero no antes.
Hacía más o menos una hora que había amanecido cuando lord Targonne llegó, acompañado por seis escoltas. Su señoría montaba un Dragón Azul, al igual que los otros. A diferencia de muchos altos mandos de los Caballeros de Neraka, Targonne no tenía un dragón a su servicio exclusivo, sino que prefería utilizar cualquiera de los establos. Esto reducía los gastos de su propio bolsillo, o eso era lo que siempre argumentaba. En realidad, si hubiese querido tener su propio dragón lo habría hecho y habría cargado el coste de mantenimiento y alimentación a los cofres de la caballería. La verdadera razón era que no lo tenía porque ni le gustaban ni confiaba en los grandes reptiles. Quizá se debía a que, como mentalista, Targonne sabía perfectamente que el desagrado y la desconfianza eran mutuos.
No le hacía gracia volar a lomos de un reptil y lo evitaba siempre que podía, prefiriendo hacer los viajes a caballo. En aquella ocasión, sin embargo, cuanto antes se consumiera en llamas esa molesta chica, mejor, y con tal de que fuera así Targonne estaba dispuesto a sacrificar su comodidad. Se había hecho acompañar por otros jinetes de dragones no porque quisiera alardear ni por temor a un ataque, sino porque estaba convencido de que su dragón iba a hacer algo para ponerlo en peligro, ya fuera metérsele en la cabeza hacer un picado, o provocar que le cayese un rayo encima o tirarlo al vacío a propósito. Quería una escolta de jinetes para que pudieran rescatarle.
Sus oficiales sabían todo eso. De hecho, Dogah lo comentó entre risas con Galdar y Samuval mientras observaban a los Dragones Azules descender en círculos para aterrizar. Todo el ejército de Mina estaba en formación en el campo de batalla, con excepción de los pocos que seguían trabajando en la pira. El funeral de la muchacha se realizaría a mediodía, la hora que ella misma había señalado.
—¿Crees que realmente arriesgarían el cuello por salvar a ese viejo buitre avaro? —preguntó Samuval, que seguía con la mirada las evoluciones aéreas de los Azules—. Por lo que he oído, a la mayoría de su personal le gustaría verlo rebotar contra las rocas mientras cae a una sima sin fondo.
—Targonne se hace acompañar sólo por oficiales a los que debe grandes sumas de dinero para asegurarse de que lo rescatarán, llegado el caso —gruñó Dogah.
Los reptiles tomaron tierra, levantando una gran nube de polvo con sus alas; de esa nube salieron los jinetes de dragones que, al ver la guardia de honor esperando, se encaminaron hacia allí. El cuadro de oficiales de Mina salió al encuentro de su señoría.
—¿Cuál de ellos es? —preguntó Samuval, ya que no conocía personalmente al cabecilla de los Caballeros de Neraka. La mirada curiosa del capitán pasó sobre los altos y fornidos caballeros de semblante severo que se dirigían hacia ellos con rápidas zancadas.
—El alfeñique que va en el medio —dijo Galdar.
Creyendo que el minotauro le tomaba el pelo, Samuval rió con incredulidad y miró a Dogah; advirtió que éste contemplaba en tensión al tipo bajito, que agitaba la mano para apartar el polvo y casi iba doblado por la mitad a causa de la tos. También Galdar observaba con fijeza al hombrecillo mientras abría y cerraba los puños.
Targonne no tenía mucha presencia; era retacón y algo patizambo. No le gustaba llevar armadura completa porque le hacía rozaduras y la única concesión a su rango era el peto. Éste, una pieza cara, de artesanía, estaba hecho del mejor acero y repujado con oro, apropiado para su elevada posición. Debido al hecho de que tenía los hombros caídos, el pecho hundido y era un poco cargado de espaldas, el peto no le encajaba muy bien, se descolgaba hacia adelante, dando la desdichada impresión de que era un babero atado al cuello de un niño en lugar de la armadura de un gallardo caballero.
Samuval no se sintió impresionado por el aspecto de Targonne; sin embargo, había oído comentarios sobre el carácter despiadado y cruel de su señoría, de manera que no le pareció raro que sus dos compañeros se mostraran tan aprensivos con esa reunión. Todos sabían que Targonne había sido el responsable de la prematura muerte de la anterior cabecilla de los caballeros, Mirielle Abrena, y de un gran número de sus partidarios, aunque nadie mencionaba tal cosa en voz alta.
—Targonne es astuto, taimado y perspicaz, además de poseer la sorprendente habilidad de sondear profundamente la mente de las personas —advirtió Dogah—. Algunos afirman incluso que utiliza esa habilidad para infiltrarse en la mente de sus enemigos y someterlos a su voluntad.
No era de extrañar, pensó Samuval, que el fornido Galdar, que habría podido levantar a Targonne y lanzarlo al aire como a un niño, estuviera jadeando de nerviosismo. El apestoso olor bovino del minotauro era tan intenso que Samuval se movió contra el viento para no vomitar.
—Estad preparados —advirtió Galdar en un bajo retumbo.
—Dejadle que escudriñe nuestras mentes. Se llevará una sorpresa con lo que encontrará en ellas —dijo secamente Dogah, que se adelantó y saludó a su superior.
—Vaya, Galdar, me alegra volver a verte —comentó Targonne con tono agradable. La última vez que había visto al minotauro, éste había perdido el brazo derecho en la batalla. Incapaz de combatir, Galdar había rondado por Neraka con la esperanza de encontrar un empleo. Targonne podría haberse librado de la inútil criatura, pero consideraba al minotauro una curiosidad.