—Sí que podría serlo, milord —convino tranquilamente Dogah.
La base de la pira la formaban seis enormes árboles. Las cuadrillas de trabajo habían rodeado con cadenas los troncos para arrastrarlos hasta el centro del campo de batalla y después los habían empapado con cualquier clase de líquido inflamable que pudieron encontrar. El lugar apestaba a aceites, resinas y licores, así como a la savia de los árboles. En lo alto de la pila de troncos, los hombres habían echado más madera, arbustos y leña conseguidos en el bosque. La pira alcanzaba casi dos metros y medio de altura y tres de longitud. Los soldados habían subido a lo alto con escaleras de mano para cubrir la parte superior con ramas de sauce, entretejiéndolas como un enrejado verde. Sobre esa plataforma tenderían el cuerpo de Mina.
—¿Dónde está el cadáver? Me gustaría presentar mis respetos —dijo Targonne en tono fúnebre.
Lo condujeron a la tienda donde Mina yacía de cuerpo presente, guardada por un grupo de soldados silenciosos que se apartaron para dejarlo pasar. Targonne clavó agujas mentales en varios mientras pasaba entre ellos, y sus pensamientos fueron clarísimos, muy fáciles de leer: sensación de pérdida, dolor, pena, ardiente rabia, deseo de venganza. Le complació en extremo; él podía encauzar pensamientos como ésos para sus propios propósitos.
Contempló el cadáver y no se conmovió en absoluto ni se despertó en él sentimiento alguno salvo una irritada sorpresa de que esa virago se las hubiese ingeniado para cosechar una adhesión tan leal, incluso fanática. Interpretó su papel ante la audiencia, sin embargo, y saludó y pronunció las palabras apropiadas. Quizá los hombres notaron cierta falta de sinceridad en su voz, ya que no lo vitorearon como él consideraba que merecía. En realidad casi no le hicieron caso. Eran los hombres de Mina, y si hubiesen podido seguirla a la muerte para volverla a la vida, lo habrían hecho.
—Bien, Dogah —dijo, cuando se encontraron dentro de la tienda de mando—, cuéntame las circunstancias de este trágico asunto. Fue el rey elfo quien la mató, según tengo entendido. ¿Qué habéis hecho con él?
Dogah relató sucintamente los acontecimientos ocurridos dos noches antes.
—Interrogamos al joven elfo, que se llama Silvanoshei. Es un taimado. Finge estar loco de dolor. Un consumado actor, milord. El anillo provenía de su madre, la bruja Starbreeze. Sabemos por informadores infiltrados en el cuerpo de servicio del rey que uno de sus espías, un tal Samar, hizo una visita secreta al rey no hace mucho. No nos cabe duda de que entre ambos tramaron este asesinato. El elfo hizo todo un alarde de estar enamorado de Mina, que se compadeció de él y aceptó el anillo que le ofrecía. La joya estaba envenenada, milord. Murió de forma casi instantánea.
»En cuanto al rey elfo, lo tenemos prisionero. Galdar le rompió la mandíbula, así que ha resultado difícil sacarle gran cosa, pero nos las hemos arreglado. —Dogah esbozó una sonrisa desagradable—. ¿Le gustaría a vuestra señoría verlo?
—Colgado, tal vez —contestó Targonne y soltó una risilla, divertido por su pequeña gracia—. Destripado y descuartizado. No, no, no siento el menor interés por ese desgraciado. Haz lo que te plazca con él. Entrégaselo a los hombres, si quieres. Sus aullidos ayudarán a mitigar su dolor.
—Sí, milord. —El general se levantó de la silla—. Ahora he de ocuparme de los preparativos para el funeral. Pido permiso para retirarme.
—Claro —accedió Targonne, agitando la mano—. Infórmame cuando todo este listo. Pronunciaré un discurso. Sé que a los hombres les gustará eso.
Dogah saludó y se marchó, dejando solo a Targonne en la tienda de mando. El Señor de la Noche revolvió los papeles de Mina, leyó su correspondencia personal y se guardó las cartas que parecían implicar a varios oficiales en conspiraciones contra él. Examinó detenidamente el mapa de Solamnia y sacudió la cabeza con sorna. Lo que había encontrado le revelaba que había sido una traidora, una intrigante peligrosa y una necia. Enorgullecido de su brillante plan y de su éxito, se acomodó en la silla para echar una corta siesta y recuperarse de los rigores del viaje.
Fuera de la tienda, los tres oficiales conferenciaban.
—¿Qué crees que está haciendo ahí dentro? —preguntó Samuval.
—Revolviendo en las cosas de Mina —repuso Galdar a la par que lanzaba una mirada funesta a la tienda de mando.
—Para lo que le va a servir —comentó Dogah.
Los tres intercambiaron una mirada, incómodos.
—Esto no va como se planeó. ¿Qué hacemos ahora? —demandó el minotauro.
—Lo que le prometimos a ella que haríamos —contestó ásperamente Dogah—. Prepararnos para el funeral.
—¡Pero no se suponía que se llegaría a esto! —gruñó Galdar, insistente—. Es hora de que Mina ponga fin a la situación.
—Lo sé, lo sé —murmuró el general mientras echaba una ojeada sombría a la tienda donde yacía Mina, pálida e inmóvil—. Pero no lo ha hecho y no tenemos más opción que seguir adelante con ello.
—Podríamos retrasar la ceremonia —sugirió Samuval, que se mordía el labio inferior, pensativo—. Podríamos inventar alguna excusa...
—Caballeros. —Lord Targonne asomó en la entrada de la tienda—. Me pareció oíros hablando aquí fuera. Creo que tenéis que ocuparos de ciertas tareas relacionadas con el funeral, así que no es momento de entretenerse con charlas. Sólo vuelo de día, jamás cuando ha oscurecido. He de partir esta tarde, ya que no puedo quedarme más tiempo holgazaneando por aquí, de modo que espero que la ceremonia se lleve a cabo a mediodía, como estaba previsto. Ah, por cierto —añadió, volviendo a sacar la cabeza de la tienda—, si creéis que habrá problemas para encender la pira, os recuerdo que tengo siete Dragones Azules a mis órdenes que estarían encantados de prestaros ayuda.
Desapareció tras la lona de la entrada, dejando a los tres oficiales mirándose entre sí con inquietud.
—Ve y tráela, Galdar —dijo Dogah.
—No tendrás intención de ponerla sobre esa pira, ¿verdad? —siseó el minotauro entre los dientes apretados—. ¡No! ¡Me niego!
—Ya has oído a Targonne, Galdar —intervino, sombrío, Samuval—. Eso era una amenaza, por si no lo has entendido. Si no le obedecemos, ¡la pira funeraria no será a lo único que esos condenados dragones prendan fuego!
—Escúchame, Galdar —añadió Dogah—, si no seguimos adelante con la ceremonia, Targonne ordenará a sus oficiales que lo hagan ellos. No sé qué puede haber salido mal, pero hemos de seguir hasta el final con esto. Mina lo habría querido así. Eres su segundo al mando, así que te corresponde llevarla a la pira. ¿O quieres que uno de nosotros te sustituya?
—¡No! —replicó el minotauro con un seco chasquido de dientes—. Yo la llevaré. ¡Nadie más! ¡Lo haré yo! —Parpadeó; tenía los ojos enrojecidos—. Pero sólo lo hago porque ella lo ordenó. En caso contrario, dejaría que los dragones redujeran a cenizas el mundo entero, a mí con él. Si está muerta, no veo razón para seguir viviendo.
Dentro de la tienda de mando, Targonne escuchó esa manifestación y tomó nota mental de librarse del minotauro en cuanto se le presentase la ocasión.
12
El funeral
A paso lento y solemne, Galdar se encaminó hacia las andas funerarias llevando el cuerpo de Mina en sus brazos. Las lágrimas corrían por el rostro desolado del minotauro, que tenía la garganta tan constreñida por la congoja que no podía hablar. La cargaba acunada en sus brazos, con la cabeza recostada en el brazo derecho que ella le había restituido. Su cuerpo estaba frío y su piel tenía una palidez cadavérica, sus labios una tonalidad azulada. Los párpados cerrados ocultaban la mirada fija de unos ojos muertos.
Cuando había entrado en la tienda donde yacía el cuerpo de la joven, Galdar había intentado, subrepticiamente, hallar alguna señal de vida en ella. Acercó el brazal metálico a sus labios con la esperanza de ver el tenue vaho del aliento en el metal. Al alzarla en sus brazos había confiado en percibir el leve latido de su corazón.