—¡Mina! —entonaron los Dragones Azules como un himno—. ¡Mina!
—¡Mina! —Galdar sollozó y cayó de rodillas en el suelo.
—¡Mina! —susurró el general Dogah con alivio.
—¡Mina! —clamó el capitán Samuval como un grito vindicador.
Detrás de ellos, en la oscuridad, los elfos corearon el nombre haciendo de él un canto.
—Mina... Mina...
Los soldados se unieron a ese canto.
—Mina... Mina...
La oscuridad se disipó; el sol brilló, cálido y resplandeciente. El extraño dragón descendió a través de las capas celestiales; su llegada produjo tal pavor y sobrecogimiento que fueron muy pocos los que pudieron alzar sus miradas amedrentadas hacia él. Los que lo hicieron, Galdar entre ellos, vieron un dragón como jamás se había columbrado en Krynn. No pudieron mirarlo mucho tiempo, porque su contemplación parecía quemarles los ojos y les hacía llorar como si estuviesen mirando al sol.
El dragón era blanco, pero no el blanco de los reptiles que vivían en territorios de nieves y hielos perpetuos, sino el blanco del fuego de la más ardiente forja. El blanco que es la esencia totalmente opuesta al negro. El blanco que no es ausencia de color, sino la fusión de todos los colores del espectro.
El extraño dragón descendía más y más hacia el suelo, sin que sus alas agitaran el aire, y tampoco tembló el suelo por el impacto cuando aterrizó. Los Dragones Azules, los siete al completo, inclinaron las cabezas y extendieron las alas rindiéndole homenaje.
—¡La muerte! —clamaron al unísono, como una sola voz cruel y terrible—. ¡Los muertos regresan!
Ahora podían ver que el dragón no era una criatura viva, sino un ser fantasmal, un dragón formado por los espíritus de los reptiles cromáticos que habían muerto durante la Era de los Mortales, asesinados por los de su propia especie.
El dragón espectral alzó su garra delantera, la giró con la palma hacia arriba, y la acercó a lo alto de la pira. Mina se subió a ella, y el dragón espectral la bajó reverentemente al suelo ennegrecido, chamuscado y cubierto de ceniza.
—¡Mina! ¡Mina!
Los soldados golpeaban con el pie en el suelo, batían las espadas contra los escudos, gritaban hasta quedarse roncos, y el canto siguió resonando. Las voces elfas habían hecho de su nombre un madrigal cuya belleza embrujaba hasta los corazones humanos más duros y empedernidos.
Mina los miró a todos con una complacencia que caldeaba el ámbar de sus ojos, de manera que resplandecían como el oro más puro. Abrumada por la demostración de amor y adoración, parecía no saber cómo reaccionar. Finalmente, aceptó el homenaje agitando la mano casi con timidez y con una sonrisa agradecida.
Extendió las manos y estrechó las de Dogah y Samuval, tan llenos de gozo que no podían hablar. Después Mina se acercó a Galdar y se detuvo ante él.
El minotauro cayó de hinojos, la cabeza tan inclinada que los cuernos rozaban el suelo.
—Galdar —dijo suavemente la muchacha.
Él levantó la cabeza, y Mina le tendió la mano.
—Cógela, Galdar —le pidió.
El minotauro cogió su mano, sintió la carne cálida al tacto.
—Alaba al Único, Galdar, como prometiste.
—¡Alabado sea el Único! —susurró el minotauro, ahogado por la emoción.
—¿Vas a dudar siempre, Galdar? —le preguntó Mina.
Él la miró con aprensión, temeroso de su ira, pero vio que su sonrisa era afectuosa y benévola.
—Perdóname, Mina —balbuceó—. No volveré a dudar, lo prometo.
—Sí que la harás, Galdar —afirmó la joven—, pero no estoy enfadada. Sin escépticos no habría milagros.
Él le besó la mano.
—Levántate, Galdar —ordenó Mina, cuya voz se endureció al igual que el ámbar de sus ojos—. Levántate y prende al que buscaba mi muerte.
Mina señaló al asesino.
No apuntó con el dedo al desdichado Silvanoshei, que la miraba de hito en hito con aturdida sorpresa e incredulidad.
Su índice apuntaba a Targonne.
13
Vengar a los muertos
Morgham Targonne no creía en los milagros. Los había visto todos en sus tiempos, había visto el humo y había visto los espejos. Como todo lo demás en este mundo, los milagros se podían comprar y vender en el mercado como el pescado, y como pescado pasado, dicho fuera de paso, ya que todos apestaban. Tenía que admitir que el espectáculo que acababa de presenciar era bueno, mejor que la mayoría. No podía explicarlo, pero estaba convencido de que existía una explicación. Debía encontrarla. Y la buscaría en la mente de esa chica.
Lanzó una sonda mental a la pelirroja cabeza de Mina tan rápida y directa como una flecha. Cuando descubriera la verdad, la desenmascararía ante sus bobalicones seguidores. Les revelaría lo terriblemente peligrosa que era y ellos se lo agradecerían...
En su mente vio eternidad, esa que no es para ser contemplada jamás por ningún mortal.
Ninguna mente mortal puede abarcar la pequeñez que contiene la inmensidad.
Ningún ojo mortal puede ver esa cegadora luz para la esclarecedora oscuridad.
La carne mortal se marchita en el fuego gélido del ardiente hielo.
Los espíritus mortales no pueden comprender la vida que empieza en la muerte ni la muerte que vive en la vida.
Ciertamente, ninguna mente mortal como la de Targonne. Una mente que dividía el honor por la ambición y multiplicaba el beneficio por la avaricia. Las cifras que eran la suma de su vida estaban partidas por la mitad, y divididas por dos otra vez, y otra vez más, y al final era una mera fracción.
Los grandes se sienten humildes incluso con un atisbo de eternidad. Los ruines tiemblan de miedo. Targonne estaba aterrorizado. Era una rata en aquella insondable inmensidad, una rata acorralada que no podía encontrar un rincón.
Empero, incluso al final, la rata acorralada es una rata astuta. La astucia era lo único que le quedaba a Targonne. Miró alrededor y vio que no tenía ningún amigo, ningún aliado. Los únicos que tenía eran aquellos que lo servían por miedo o ambición o necesidad, y todos y cada uno de esos insignificantes intereses no eran más que polvo barrido por una mano inmortal. Su culpabilidad era obvia hasta para el más necio. Podía negarla o aceptarla.
Torpemente, con el borde del flojo peto golpeando contra sus huesudas rodillas, Targonne se arrodilló ante Mina en una actitud de humildad abyecta.
—Sí, es cierto —lloriqueó, derramando con esfuerzo un par de lagrimillas—. Planeé tu muerte. No tenía otra opción. Se me ordenó que lo hiciera. —Mantenía la cabeza inclinada humildemente, pero se las arregló para echar una ojeada para ver cómo se recibía su alegato—. Malystryx ordenó tu muerte. Te teme, y con razón.
Pensó que era el momento de levantar la cabeza y compuso el gesto para que armonizara con sus palabras.
—Me equivoqué, lo admito. Temía a Malystryx. Pero ahora veo que ese temor era infundado. Ese dios tuyo, el dios Único... un dios magnífico, maravilloso y poderoso. —Enlazó las manos ante sí—. Perdóname. Déjame servirte, Mina. ¡Déjame servir a tu dios!
Miró los ojos ambarinos y se vio a sí mismo, un insignificante insecto corriendo frenéticamente hasta que el ámbar fluyó sobre él y lo dejó inmovilizado.
—Predije que algún día te arrodillarías ante mí —manifestó Mina, y su tono no era petulante, sino dulce—. Te perdono. Y, lo que es más importante, el Único te perdona y acepta tu servicio.
Targonne, sonriendo para sus adentros, empezó a levantarse.
—Galdar —siguió Mina—, tu espada.
El minotauro desenvainó la enorme y curva espada y le enarboló. La mantuvo suspendida sobre la cabeza de Targonne un momento, lo suficiente para dar tiempo al cobarde a entender lo que iba a pasar. El grito de terror de Targonne, el chillido de una rata moribunda, se cortó de golpe por el barrido de la cuchilla que le separó la cabeza del tronco. La sangre salpicó a Mina. La cabeza rodó a sus pies y se paró, cara abajo, en un horripilante charco de sangre, barro y ceniza.