Galdar echó una ojeada hacia atrás y vio al joven elfo postrado en el suelo.
—¿Ese desgraciado llorica? Déjame que lo mate. —El minotauro puso la mano sobre la empuñadura de la espada que estaba manchada con la sangre de Targonne.
—¿Y hacer de él un mártir? —Mina sacudió la cabeza—. No, es mucho mejor para nosotros que se lo vea adorando al Único, sin hacer caso a los lamentos de su pueblo, porque esos lamentos se convertirán en maldiciones. No temas, Galdar —añadió mientras se ponía unos suaves guantes de montar—. El Único se ha ocupado de que Silvanoshei no sea ya una amenaza.
—¿Quieres decir que el Único le hizo esto? —inquirió el minotauro.
—Por supuesto, Galdar. El Único guía el destino de todos nosotros. El de Silvanoshei, el tuyo, el mío. —Los ojos ambarinos se quedaron prendidos en él largamente y luego añadió en voz queda, casi para sí misma:— Sé lo que sientes. También yo tuve dificultad en aceptar la voluntad del Único, tan contraria a la mía propia. Luché y me resistí contra ella durante mucho tiempo. Te contaré una historia y quizás así lo entiendas.
»Una vez, cuando era una niña, un pájaro entró volando en el lugar donde vivía. Las paredes eran de cristal y el pájaro podía ver el exterior, el sol, el cielo azul y la libertad. Se lanzaba contra el cristal intentando frenéticamente regresar al aire libre, bajo la luz del sol. Tratamos de cogerlo, pero no nos dejaba acercarnos a él. Por fin, herido y agotado, el pájaro cayó al suelo y se quedó allí tendido, tembloroso. Goldmoon lo recogió, le acarició las plumas y curó sus heridas. Luego lo llevó fuera y lo liberó.
»Yo era como ese pájaro, Galdar. Me lanzaba contra las paredes de cristal creadas por mí, y cuando estuve magullada y herida el Único me recogió, me curó y ahora me guía y me lleva, como lo hace con todos nosotros. ¿Lo entiendes, Galdar?
El minotauro no estaba seguro de entenderlo, de querer entenderlo, pero contestó afirmativamente porque deseaba complacerla, que se borrara el ceño de su frente y que la luz volviera a sus ojos ambarinos. Ella lo miró larga e intensamente y luego se volvió a la par que ordenaba enérgicamente:
—Llama a los hombres. Que recojan su equipo y se preparen para emprender el viaje a Solamnia.
—Sí, Mina.
La joven se detuvo y se volvió a mirarlo. Sus labios se curvaron ligeramente.
—No me has preguntado cómo llegaremos allí, Galdar —dijo.
—No, Mina. Si me dices que vuele, espero que me crezcan alas.
La joven rió alegremente. Su ánimo era excelente, chispeante y vivaz. Señaló hacia el horizonte.
—Ahí tienes, Galdar —dijo—. Así es como volará un minotauro.
El sol descendía hacia el poniente, hundiéndose en un halo de fuego y sangre. Galdar contempló un espectáculo emocionante en su terrible belleza. Los dragones llenaban el cielo, y el sol resplandecía en alas rojas y azules, brillando a través de ellas como lo haría un fuego a través de cristales de colores. Las escamas de los Dragones Negros rutilaban con oscuros reflejos irisados, las de los Verdes como esmeraldas esparcidas sobre cobalto.
Dragones Rojos, poderosos y enormes; Azules, ágiles y veloces; Negros, sanguinarios y crueles; Blancos, fríos y hermosos; Verdes, tóxicos y mortíferos. Dragones de todos los colores, machos y hembras, viejos y jóvenes acudían a la llamada de Mina. Muchos de esos reptiles habían permanecido escondidos en la profundidad de sus cubiles, a causa del pánico a Malys y Beryl, así como a Khellendros, uno de los suyos que se había vuelto contra ellos. Se habían escondido por miedo a que sus cráneos acabaran en uno de los tótems de los grandes señores dragones.
Entonces había estallado la gran tormenta. Por encima de los vientos aterradores, los rayos desgarradores y los truenos restallantes, esos dragones habían oído una voz diciéndoles que se prepararan, que estuviesen listos para acudir cuando fueran convocados.
Hartos de vivir con miedo, ansiosos de venganza por las muertes de sus parejas, sus hijos, sus compañeros, respondieron a la llamada y ahora volaban hacia Silvanesti, sus escamas multicolores formando un terrible arco iris sobre la patria ancestral de los elfos.
Las escamas de los reptiles rutilaban con el sol, de manera que sus cuerpos parecían cuajados de gemas incrustadas. A su paso, las sombras que proyectaban ondeaban debajo de ellos, deslizándose sobre colinas y granjas, lagos y bosques.
Los elfos experimentaron el terror de su llegada y muchos se desplomaron inconscientes mientras otros huían enloquecidos por el miedo. Dogah envió a sus hombres tras ellos, instándolos a asegurarse de que ningún elfo escapara a territorio agreste.
Los hombres de Mina corrieron a recoger sus equipos y todas las provisiones que pudieran transportarse a lomos de dragones. Llevaron a Mina sus mapas, y la joven dijo que no necesitaba nada más. Estaban preparados y esperando para montar cuando el primer dragón empezó a descender en círculos y aterrizó en el campo de batalla. Galdar se subió a un gigantesco Rojo, y Samuval eligió a un Azul, mientras que Mina montó al extraño reptil, al que llamaba «dragón de la muerte».
—Viajaremos en la oscuridad —anunció la muchacha—. No brillará la luz de la luna ni de las estrellas esta noche, para que nuestro viaje permanezca en secreto.
—¿Cuál es nuestro destino? —preguntó Galdar.
—Un lugar donde los muertos se reúnen —contestó—. Un lugar llamado Foscaterra.
Su dragón extendió las fantasmales alas y se alzó en el aire sin esfuerzo, como si no pesara más que las cenizas que flotaban arremolinadas de la pira donde se incineraba el cadáver de Targonne. Los otros reptiles, llevando a los soldados de Mina sobre sus espaldas, levantaron el vuelo. Por el oeste aparecieron nubes que taparon el sol y se concentraron densamente alrededor de los numerosos dragones.
Dogah regresó a la tienda de mando. Tenía trabajo que hacer: requisar almacenes donde guardar las riquezas incautadas; establecer campos de trabajo para esclavos, centros para los interrogatorios, prisiones, y burdeles para tener entretenidos a los hombres. Mientras se hallaba en Silvanost había reparado en un templo dedicado a una antigua deidad, Mishakal. Establecería el culto al dios Único allí, decidió. Un lugar muy apropiado.
Mientras hacía sus planes, podía oír los gritos de los elfos a los que, probablemente en ese momento, se estaba despachando al servicio del Único.
Fuera del campo de batalla, Silvanoshei seguía en el mismo sitio donde lo había dejado Mina. Había sido incapaz de apartar los ojos de ella. Desesperado, la había visto marcharse, aferrado al jirón de esperanza que le había dado del mismo modo que un niño se aferra a la vieja manta que mantiene lejos a los terrores nocturnos. No oyó los gritos de su pueblo. Sólo oía la voz de Mina.
«El dios Único. Abraza su fe y volveremos a estar juntos.»
14
El elegido del único
Diez elfos de los Kirath y otros diez del ejército de Alhana se habían escondido en el bosque aledaño a Silvanost para presenciar el funeral. Seguían ocultos allí cuando llegaron los dragones. Con las capas mágicas de los Kirath que los hacía invisibles para cualquiera que pudiera estar buscándolos, los elfos pudieron acercarse bastante a la pira funeraria. Presenciaron todo lo que ocurrió pero no pudieron hacer nada para impedirlo, no pudieron hacer nada para salvar a su gente. Eran muy pocos. La ayuda llegaría después. Ellos se encontraban allí con una misión, un solo propósito: rescatar a su joven rey.
En derredor sólo se oía muerte: los gritos de dolor de los tocones de árboles moribundos; el siseante aullido del fantasma de Cyan Bloodbane. Esos elfos que habían luchado valerosamente contra la pesadilla de Lorac, que habían combatido contra ogros sin flaquear, al oír el canto de muerte sintieron sudorosas las palmas de las manos y el estómago atenazado.
Esos elfos escondidos en el bosque recordaron la pesadilla, pero esta vez era peor, ya que la pesadilla había sido un sueño de destrucción mientras que ahora era real. Vieron a sus compatriotas llorar la muerte de la extraña chiquilla humana, y cuando los caballeros arrojaron las antorchas en la pira, los elfos escondidos no se alegraron, ni siquiera en el fondo de sus corazones. Se limitaron a presenciar la escena en cauteloso silencio.