Agazapados entre las ramas cortadas de un álamo vivo, al que se había dejado para marchitarse y morir lentamente, Alhana Starbreeze vio las llamas chisporrotear en la pira y el humo empezar a alzarse hacia el cielo. Mantuvo la mirada fija en su hijo, Silvanoshei, al que habían arrastrado hasta allí cargado de cadenas y que ahora parecía al borde del colapso. Junto a ella, Samar murmuró algo. El elfo se había opuesto a que fuera con el grupo, pero esta vez ella no cedió y se salió con la suya.
—¿Qué has dicho, comandante? —susurró Kiryn.
—Nada —contestó Samar mientras miraba de soslayo a Alhana.
Nunca hablaría mal del hijo de Alhana a nadie, guardándose sus opiniones para sí mismo, y en especial a Kiryn, que nunca dejaba de defender a Silvanoshei, afirmando que el rey era presa de un extraño poder.
A Samar le caía bien Kiryn. Admiraba al joven por haber tenido lucidez, recursos y previsión para escapar del calamitoso banquete, buscar a los Kirath y alertarlos sobre lo que había ocurrido. Pero Kiryn era silvanesti, y aunque afirmaba haber permanecido leal a Alhana durante todos esos años, Samar no confiaba en él.
Una mano tocó su brazo y, sin poder evitarlo, Samar dio un respingo y no pudo reprimir un escalofrío. Giró la cabeza, medio enfadado, aunque si hubiese oído a la exploradora hacer algún ruido al aproximarse, la habría reprendido severamente por semejante descuido.
—¿Y bien? —gruñó—. ¿Qué has descubierto?
—Es cierto lo que hemos oído —dijo la elfa en tono más bajo incluso que un susurro—. Silvanoshei fue el responsable de la muerte de la chica humana. Le dio un anillo, una joya que, según dijo a la gente, había recibido de su madre. El anillo estaba envenenado y la humana murió casi instantáneamente.
—¡Yo no envié ese anillo! —protestó Alhana al reparar en las frías miradas de los Kirath, a quienes se les había estado diciendo durante años que Alhana Starbreeze era una elfa oscura. Quizás algunos lo habían creído incluso—. Yo lucho cara a cara contra mis enemigos, no los enveneno. ¡Sobre todo cuando sé que mi pueblo sufrirá las consecuencias!
—Esto suena a traición —comentó Samar—. A traición humana. El tal lord Targonne tiene fama de haber llegado a lo más alto trepando por una escalera hecha con los cadáveres de sus enemigos. Esta chica era sólo un travesano más...
—¡Comandante, mira! —señaló la exploradora.
Los elfos escondidos en las sombras del bosque doliente y moribundo contemplaron con asombro que la chica humana se levantaba, viva e incólume, en la ardiente pira. Los humanos lo proclamaron un milagro. Los elfos se mostraron escépticos.
—Ah, ya me parecía a mí que tenía que haber algún truco en todo esto —comentó Samar.
Entonces apareció el extraño dragón de la muerte, y los elfos intercambiaron miradas sombrías.
—¿Qué es eso? —se preguntó en voz alta Alhana—. ¿Qué augura?
Samar no tenía respuesta. En sus cientos de años de vida, había deambulado por casi todos los rincones de Ansalon y no había visto nada como esa horrible criatura.
Los elfos oyeron a la chica acusar a Targonne, y aunque muchos no entendían su lengua, pudieron deducir la importancia de sus palabras por la expresión del rostro del hombre condenado. Presenciaron cómo su cuerpo descabezado se desplomaba en el suelo sin hacer comentarios ni mostrar sorpresa. Un comportamiento tan brutal sólo podía esperarse de los humanos.
Cuando la flota de dragones multicolores formó un horrible arco iris en el cielo sobre Silvanesti, el canto de muerte subió de tono hasta convertirse en un himno chillón. Los elfos se agazaparon en las sombras y temblaron cuando el miedo al dragón se apoderó de ellos. Se aplastaron contra los árboles muertos; no podían hacer otra cosa que pensar en la muerte, ni veían otra imagen que la de su propio fin.
Los dragones se marcharon, llevándose a la extraña chica. Los Caballeros de Neraka cayeron sobre los silvanestis, llevando la salvación en una mano y la muerte en la otra.
A Alhana casi se le partió el corazón al oír los gritos de los primeros en caer víctimas de la ira de los caballeros negros. Empezaba a salir humo de la hermosa ciudad. Sin embargo, extendió la mano para retener a Rolan, de los Kirath, que se había incorporado, espada en mano.
—¿Dónde demonios vas? —demandó la elfa.
—A salvarlos o a morir con ellos —repuso Rolan, sombrío.
—Un gesto estúpido. ¿Vas a desperdiciar tu vida por nada?
—¡Tenemos que hacer algo! —gritó Rolan, que tenía el semblante lívido—. ¡Hemos de ayudarlos!
—Somos treinta —respondió Alhana—. Los humanos nos superan, docenas de ellos por cada uno de nosotros. —Volvió la vista hacia el claro y señaló a los silvanestis que huían—. Si nuestro pueblo les plantara cara y luchara, quizá podríamos ayudarlos, pero... ¡mira eso! ¡Míralos! ¡Algunos huyen dominados por el pánico, otros se quedan y entonan alabanzas a ese falso dios!
—La humana es lista —dijo Samar en voz queda—. Con su engaño y sus promesas ha seducido a nuestro pueblo, tan seguro como ha seducido a ese pobre chico perdidamente enamorado. No podemos hacer nada para ayudarlos. No ahora. No hasta que prevalezca la razón. Pero sí podemos ayudarlo a él.
Las lágrimas corrían por las mejillas de Rolan. Cada grito de muerte de un elfo parecía golpearlo, ya que su cuerpo se estremecía. Estaba irresoluto, parpadeando mientras contemplaba el humo que ascendía de Silvanost. Alhana no lloraba. Ya no le quedaban lágrimas.
—¡Samar, mira! —señaló Kiryn—. Silvanoshei. Se lo llevan. Si vamos a hacer algo, más vale que lo hagamos rápido, antes de que lleguen a la ciudad y lo encierren en alguna mazmorra.
El joven rey estaba de pie en el campo de batalla, a la sombra de la pira de Mina, y parecía aturdido hasta rayar la insensibilidad. No miraba para ver qué le ocurría a su pueblo. No hacía movimiento alguno. Contemplaba fijamente, como petrificado, el punto donde ella había estado. Cuatro humanos —soldados, no caballeros— se habían quedado para vigilarlo. Dos lo agarraron y empezaron a tirar de él, llevándoselo casi a rastra, mientras los otros dos los seguían alertas, con las espadas desenvainadas.
Sólo cuatro. Los demás caballeros y soldados habían salido corriendo para llevar a cabo el sometimiento y el saqueo de Silvanost, situada a menos de dos kilómetros de distancia. Su campamento se había quedado vacío, con excepción de esos cuatro y el príncipe.
—Haremos lo que hemos venido a hacer —dijo Alhana—. Rescataremos al príncipe. Ahora es nuestra oportunidad.
Samar se incorporó de su escondite, lanzó un penetrante grito que imitaba el del halcón, y el bosque pareció cobrar vida cuando los elfos guerreros salieron de las sombras.
Samar indicó con un gesto a sus guerreros que avanzaran. También Alhana se incorporó, pero se quedó parada un momento y puso la mano en el hombro de Rolan.
—Perdóname, Rolan de los Kirath —dijo—. Conozco tu dolor y lo comparto. Hablé con precipitación. Hay algo que sí podemos hacer.
Rolan la miró, con los ojos todavía brillantes de lágrimas.
—Podemos jurar que regresaremos para vengar a los muertos —concluyó Alhana.
Rolan asintió con gesto fiero.
Aferrando su arma, Alhana corrió para alcanzar a Samar, e instantes después ambos se reunían con el grupo de guerreros elfos, que salieron en silencio y sin ser vistos de las sombras susurrantes.
Los soldados que retenían a Silvanoshei lo llevaban de vuelta a Silvanost. Los cuatro hombres estaban molestos y rezongaban que se habían perdido la diversión de saquear e incendiar la ciudad elfa.