Silvanoshei se las había arreglado para mantener el paso de los demás, aunque al final de la jornada respiraba trabajosamente, los músculos le ardían y sus manos estaban cubiertas de sangre, que resbalaba de los cortes de las muñecas. Se cayó más de una vez y, finalmente, porque su madre se lo suplicó, permitió que otros elfos lo ayudaran. No salió una sola queja de sus labios, y siguió adelante con una resolución tal que incluso se ganó la aprobación de Samar.
Una vez que llegaron a la orilla del río y a una relativa seguridad, los elfos empezaron a golpear sus grillos con hachas. Silvanoshei permaneció sentado e inmóvil, sin encogerse, aunque las afiladas palas a veces pasaban peligrosamente cerca de sus pies o sus piernas, con riesgo de cortárselos. Saltaban chispas del hierro, pero las cadenas no se rompían y, finalmente, después de que las palas de las hachas estuvieron melladas, los elfos no tuvieron más remedio que darse por vencidos. Sin una llave no podían quitar las manillas ni los grilletes que ceñían las muñecas y los tobillos de Silvanoshei.
Alhana le aseguró a su hijo que una vez que hubiesen llegado al campamento el herrero haría una llave que encajara en los rodetes de las cerraduras y se los quitarían.
—Hasta entonces, haremos en barca el resto del camino. El viaje no será tan penoso para ti, hijo mío.
Silvanoshei se encogió de hombros, con indiferencia. Soportaba el dolor y la incomodidad con gran entereza. Acompañado por el tintineo de las cadenas, el joven se tendió en el suelo, arropado con una manta, sin protestar.
Alhana se sentó a su lado. Un gran silencio envolvía la noche, como si todas las criaturas estuvieran conteniendo el aliento, asustadas. Sólo el río seguía hablando, la rápida corriente pasando veloz junto a ellos, susurrando para sí en un profundo y dolido murmullo al saber el terrible espectáculo que le esperaba aguas abajo, detestando tener que seguir viajando pero incapaz de detener su fluir.
—Debes de estar agotado, hijo mío —musitó Alhana en voz muy baja—, y no te tendré despierto mucho tiempo, pero quiero decirte que lo entiendo. Has vivido momentos muy difíciles, has experimentado acontecimientos que habrían abrumado a los hombres mejores y más sabios, y tú sólo eres un joven. Tengo que confesar que temía encontrarte destrozado por lo que ha ocurrido hoy. Me daba miedo que estuvieras tan enredado en las trampas de la bruja humana que nunca podrías librarte de ella. Sus trucos son impresionantes, pero no debes dejarte engañar por ellos. Es una bruja y una charlatana, y hace que la gente vea lo que quiere ver. El poder de los dioses ha desaparecido de este mundo, y no veo ningún indicio de su reaparición.
Alhana hizo una pausa por si Silvanoshei quería comentar algo, pero el joven guardó silencio. Sus ojos, en los que se reflejaba el brillo de las estrellas, estaban abiertos de par en par, contemplando la oscuridad.
—Sé que debes de estar sufriendo por lo que ocurre ahora en Silvanost —siguió Alhana, decepcionada por su mutismo—. Te prometo, como le prometí a Rolan de los Kirath, que regresaremos con tropas suficientes para liberar a nuestro pueblo y expulsar a las legiones de la oscuridad de la ciudad. Volverás a ser rey. Ése es mi más caro deseo. Has demostrado, con el coraje y la fuerza que veo en ti esta noche, que eres merecedor de ser depositario de esa sagrada confianza, de asumir esa gran responsabilidad.
Un atisbo de sonrisa asomó a los labios de Silvanoshei.
—De modo que, ¿he demostrado mi valía ante ti, madre? ¿Por fin crees que soy digno del legado de mi linaje?
—No tenías que demostrarme tu valía, Silvanoshei —contestó Alhana, que lamentó lo que había dicho en el mismo momento de pronunciar las palabras. Vaciló, intentando explicarse—. Si te he dado esa impresión, nunca estuvo en mi ánimo tal cosa. Te quiero, hijo mío. Estoy orgullosa de ti. Creo que los extraños y terribles acontecimientos en los que has tomado parte te han obligado a madurar rápidamente. Y lo has hecho, cuando podrías haberte derrumbado.
—Me alegro de haber conseguido que tengas tan buena opinión de mí, madre —dijo Silvanoshei.
Alhana estaba perpleja y dolida por su actitud fría y despegada. No lo entendía pero, tras pensarlo un poco, la atribuyó al hecho de que había tenido que soportar mucho y debía de encontrarse agotado. El semblante de Silvanoshei estaba relajado y tranquilo; sus ojos permanecían clavados en el cielo nocturno con tal intensidad que habríase dicho que contaba todos los puntitos luminosos que lo alumbraban.
—Mi padre solía contarme una historia, madre —comentó el joven justo cuando Alhana iba a levantarse. Rodó para ponerse de lado, haciendo que las cadenas tintinearan, un sonido discordante en la quietud de la noche—. La historia de una mujer humana... No recuerdo su nombre. Se presentó ante los elfos qualinestis en otra época de conflictos y peligro, llevando una vara de cristal azul y proclamando que iba allí enviada por los dioses. ¿Recuerdas la historia, madre?
—Su nombre era Goldmoon —respondió Alhana—. Es una historia verdadera.
—¿La creyeron los elfos cuando dijo que venía portando un regalo de los dioses?
—No, no la creyeron —contestó Alhana, preocupada.
—Muchos elfos la tildaron de bruja y de charlatana, entre ellos mi propio padre. Sin embargo, sí traía un regalo de los dioses, ¿no es cierto?
—Hijo mío, hay una diferencia...
—Estoy muy cansado, madre. —Silvanoshei se cubrió los hombros con la manta y se giró, de manera que le dio la espalda—. Que tu reposo sea grato —añadió.
—Que duermas bien, hijo mío —deseó Alhana, agachándose para besarle la mejilla—. Seguiremos hablando de esto por la mañana, pero querría recordarte que los caballeros negros están matando elfos en nombre de ese supuesto dios Único.
Sólo tuvo la respuesta del tintineo de las cadenas. O rebullía por sentirse incómodo o se estaba acomodando para dormir; Alhana lo ignoraba, ya que no veía el rostro de su hijo.
La elfa hizo la ronda por el campamento para comprobar si los que hacían su turno de guardia se encontraban en sus puestos. Tras asegurarse de que todos se mantenían vigilantes y alertas, se sentó al borde del río y pensó, abrumada por la desesperación y la rabia, en el terror que reinaba esa noche en Silvanost.
El río se lamentó y lloró con ella hasta que a Alhana le pareció empezar a oír palabras en los murmullos del agua.
El río abandonó sus orillas; las aguas oscuras se desbordaron, subieron, y la cubrieron.
Alhana despertó con un sobresalto y se encontró con que ya era de día. El sol había subido por encima de las copas de los árboles. Unas nubes suaves se desplazaban ligeras por el cielo, ora ocultando el astro, ora descubriéndolo, de manera que parecía un ojo haciendo guiños por una broma compartida.
Furiosa por haber sido tan indisciplinada como para permitirse dormir cuando el peligro los rodeaba, se incorporó de un brinco. Para su consternación descubrió que no era la única que se había quedado dormida en su puesto. Los que estaban de guardia dormían de pie, con la barbilla apoyada en el pecho, los ojos cerrados, las armas caídas.
Samar yacía a su lado; tenía la mano extendida, como si hubiese estado a punto de decirle algo, pero el sueño lo había vencido antes de que tuviese tiempo de pronunciar una sola palabra.
—¡Samar! —llamó al tiempo que lo sacudía por el hombro—. ¡Samar! Algo extraño nos ha pasado.
El guerrero se despertó de inmediato y enrojeció de vergüenza al ver que había faltado a su deber. Lanzó un furioso grito que despertó a todos los elfos.
—No he cumplido con mi cometido —dijo con amarga pesadumbre—. ¡Es un milagro que nuestros enemigos no se hayan aprovechado de nuestra debilidad para degollarnos! Tenía la intención de partir con el alba. Nos espera una larga jornada, y al menos hemos perdido dos horas de viaje. Tenemos que darnos...