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—¡Samar! —gritó Alhana en un tono que le rompió el corazón—. ¡Ven, deprisa! ¡Mi hijo!

La elfa señalaba la manta vacía y cuatro argollas rotas, las mismas que las hachas no habían podido cortar. En el suelo, cerca de la manta, se veían las huellas profundas de dos pies calzados con botas, así como las de los cascos de un caballo.

—Lo han cogido —dijo Alhana, aterrada—. ¡Se lo han llevado durante la noche!

Samar rastreó las huellas del caballo hasta el borde del agua, donde desaparecían. Recordó, con sorprendente claridad, el caballo rojo que había galopado hacia el bosque sin jinete.

—Nadie lo apresó, mi reina —dijo—. Alguien vino a buscarlo, y me temo que él se marchó de buen grado.

Alhana miró el río veteado por los rayos del sol, lo vio chispeante y resplandeciente en la superficie, pero oscuro, violento y peligroso por debajo. Recordó con un escalofrío las palabras que había oído cantar al río la noche anterior.

Duérmete, amor, que todo duerme.

15

Prisioneros, fantasmas, los muertos y los vivos

Palin Majere ya no estaba prisionero en la Torre de la Alta Hechicería. Es decir, lo estaba y no lo estaba. No estaba prisionero al no encontrarse confinado a una única habitación de la Torre; tampoco estaba atado, encadenado ni inmovilizado físicamente de ningún modo. Podía deambular libremente por la Torre, pero no más allá. No podía abandonar la construcción. Una puerta en la planta baja era el único acceso que permitía la entrada o la salida de ella, y estaba encantada, sellada a cal y canto por un hechizo de cerrojo.

Palin disponía de su propio cuarto, con una cama, pero sin silla ni escritorio. La habitación tenía puerta, pero no ventana; había una chimenea, pero no fuego, y el ambiente era frío y húmedo. Para comer había hogazas de pan, apiladas en lo que otrora fue la despensa de la Torre, junto con cuencos de loza —la mayoría de los cuales estaban rajados y desportillados— llenos de frutos secos. Palin reconoció el pan creado con magia, no hecho por el panadero, ya que carecía de sabor, tenía una textura esponjosa y no estaba dorado. Para beber, había agua en jarras que se rellenaban continuamente. El agua era salobre y tenía un olor desagradable.

Palin había sido reacio a bebería, pero no encontró otra cosa, de modo que, tras realizar un conjuro para asegurarse de que no contenía algún tipo de poción, la utilizó para bajar los trozos de pan que se quedaban atascados en su garganta. Realizó un hechizo que hizo aparecer un fuego, pero que no ayudó a aliviar la lobreguez del ambiente.

Por la Torre de la Alta Hechicería rondaban fantasmas. No los de los muertos que le habían robado su magia; algún tipo de conjuro de salvaguarda los mantenía a raya. Estos otros fantasmas eran del pasado. En un recodo, se encontraba con su propio fantasma dentro de la Torre, llegando a ella para someterse a la temida Prueba. En otro, imaginaba ver el de su tío, que había pronosticado un gran futuro para el joven mago. Allí, topaba con el fantasma de Usha cuando la conoció: bella, misteriosa, cariñosa, tierna. Eran fantasmas de pesadumbre, sombras de promesa y esperanza, ambas muertas. Fantasmas de amores, ya estuvieran muertos o moribundos.

El más terrible era el fantasma de la magia. Le susurraba desde las grietas de la escalera de piedra, desde los hilos rotos de la alfombra, desde el polvo de las cortinas de terciopelo, desde el moho seco y muerto muchos años atrás pero que nunca se había desprendido de las paredes.

Tal vez a causa de la presencia de los fantasmas, Palin se sentía como en casa en la Torre, curiosamente. Se sentía más en su ambiente allí que en su propia casa luminosa, espaciosa y confortable de Solace. No le gustaba admitir tal cosa ante sí mismo. Hacía que se sintiera culpable.

Tras varios días de deambular solo por la Torre, encerrado consigo mismo y con los fantasmas, comprendió por qué aquel lugar frío y temible era su hogar. Allí, en la Torre, había sido un hijo de la magia. Allí, la magia lo había guardado, guiado, amado, cuidado. Aun ahora, a veces podía percibir el tenue olor del perfume de pétalos de rosa y evocaba aquellos momentos, aquellos tiempos felices. Allí, en la Torre, todo guardaba silencio. Nadie le demandaba nada. Nadie esperaba nada de él. Nadie lo miraba con lástima. No decepcionaba a nadie.

Fue entonces cuando comprendió que tenía que marcharse. Tenía que escapar de ese lugar o se convertiría en otro fantasma más entre muchos otros.

Puesto que gran parte de los cuatro días que llevaba encerrado se los había pasado deambulando por la Torre, casi como un fantasma rondando por los lugares que está condenado a frecuentar, estaba familiarizado con la estructura física del edificio, muy semejante a como la recordaba, pero con ciertas diferencias. Cada Señor de la Torre cambiaba el edificio para acomodarlo a sus necesidades. Raistlin había hecho suya la Torre cuando entró en ella como el Amo del Pasado y del Presente. No la había compartido con nadie, excepto con un aprendiz, Dalamar, los espectros que le servían y los Engendros Vivientes, unas pobres criaturas deformes que arrastraban sus miserables y mal concebidas vidas en el subsuelo, en la Cámara de la Visión.

A la muerte de Raistlin, Dalamar fue nombrado Señor de la Torre de la Alta Hechicería. La Torre se encontraba en la ciudad de Palanthas, que se consideraba el centro del mundo conocido. Anteriormente, la Torre de la Alta Hechicería había sido un lugar siniestro, símbolo de mal agüero y de terror. Dalamar era un mago atrevido, a pesar de ser elfo y Túnica Negra (o tal vez precisamente por ser elfo y Túnica Negra). Quería hacer ostentación del poder de los magos, no ocultarlo, así que había abierto la Torre a los estudiantes, añadiendo habitaciones en las que sus aprendices pudieran vivir y estudiar.

Amigo de la comodidad y del lujo, como cualquier elfo, había llevado a la Torre muchos objetos coleccionados en sus viajes: los maravillosos y los horrendos, los bellos y los espantosos, los sencillos y los curiosos. Esos objetos habían desaparecido, al menos que Palin supiera. Quizá Dalamar los había amontonado en sus aposentos, que también estaban cerrados mágicamente, pero Palin lo dudaba. Tenía la impresión de que si entraba en las habitaciones de Dalamar las hallaría tan vacías como todas las demás estancias oscuras y silenciosas de la Torre. Esas cosas eran parte del pasado. O se habían roto en el catastrófico solevantamiento de la Torre en su traslado de Palanthas, o su propietario se había deshecho de ellos llevado por el dolor y la ira. Palin se decantaba por esto último.

Recordaba muy bien cuando le llegó la noticia de que Dalamar había destruido la Torre, antes que permitir que el gran Dragón Azul, Khellendros, se apoderara de ella. Los ciudadanos de Palanthas despertaron con una ensordecedora explosión que sacudió las casas, abrió grietas en las calles y rompió los cristales de las ventanas. Al principio, la gente creyó que los dragones atacaban, pero después de la conmoción inicial no ocurrió nada más.

A la mañana siguiente, se quedaron estupefactos y sobrecogidos —y por lo general complacidos— al ver que la Torre de la Alta Hechicería, considerada desde hacía mucho una monstruosidad y un nido del Mal, había desaparecido. En su lugar había un estanque reflectante en el que si uno miraba, se decía que podía ver la Torre bajo las negras aguas. Así, muchos empezaron a hacer circular el rumor de que el edificio había sufrido una implosión, hundiéndose en el suelo. Palin jamás había creído esos rumores, ni, como había discutido con su vieja amiga y colega, la hechicera Jenna, creía que Dalamar estuviera muerto ni la Torre destruida.

Jenna había estado de acuerdo con él, y si alguien podía saberlo, era ella, pues había sido amante de Dalamar durante muchos años y era la última que lo había visto antes de su marcha, hacía casi cuatro décadas.