Allí estaban amigos y enemigos. Espíritus goblins caminaban al lado de espíritus humanos. Los de draconianos se deslizaban cerca de los de elfos. Minotauros y enanos deambulaban hombro con hombro. Ningún espíritu hacía caso de otro, no era consciente de los demás o no parecía conocer su existencia. Cada cual seguía su propio camino, concentrado en una búsqueda, una búsqueda imposible, según parecía, ya que en los rostros de todos ellos Palin percibía el deseo vehemente de hallar lo que fuera, desánimo y desesperación.
—Me pregunto qué estarán buscando —dijo Tasslehoff.
—Una salida —contestó Palin.
Se echó al hombro una mochila en la que llevaba varios de los panes hechos con magia y un odre de agua. Tomando una decisión, sin darse tiempo para pensarlo bien por miedo a cambiar de idea, se dirigió a la puerta principal de la Torre.
—¿Adónde vas? —inquirió Tas.
—Fuera.
—¿Me llevas contigo?
—Por supuesto.
Tas miró con ansia la puerta, pero se quedó atrás, cerca de la escalera.
—No vamos a regresar a la Ciudadela para buscar el ingenio de viajar en el tiempo, ¿verdad?
—Querrás decir lo que queda de él —repuso amargamente Palin—. No. Si es que hay alguna pieza que no esté dañada, cosa que dudo, los draconianos de Beril habrán recogido los fragmentos y ahora estarán en poder de la Verde.
—Bien —dijo Tas, soltando un suspiro de alivio. Absorto en colocar bien los saquillos para el viaje, no reparó en la mirada fulminante del mago—. De acuerdo, te acompaño. La Torre es un lugar muy interesante para hacer una visita, y me alegro de haber venido, pero al cabo de un tiempo se vuelve aburrido. ¿Dónde crees que está Dalamar? ¿Por qué nos trajo aquí para después desaparecer?
—Para alardear de su poder ante mí —contestó Palin, deteniéndose delante de la puerta—. Imagina que estoy acabado. Quiere quebrantar mi espíritu, obligarme a que me humille y le suplique que me libere. Pues se va a encontrar con que ha atrapado un tiburón en su red, no un pececillo de agua dulce. Hubo un tiempo en que creí que quizá podría sernos de cierta ayuda, pero ya no. No pienso ser un peón en su juego de khas. —Miró intensamente al kender—. No llevarás encima ningún objeto mágico, ¿verdad? Nada que hayas encontrado en la Torre.
—No, Palin —contestó el kender con los ojos muy redondos en un gesto de inocencia—. No he descubierto nada. Como he dicho antes, ha sido un aburrimiento.
—¿Nada que hayas encontrado y que tenías intención de devolver a Dalamar, por ejemplo? —insistió el mago—. ¿Nada que se haya caído en tus saquillos cuando no estabas mirando? ¿Nada que recogieras para que nadie se tropezara con ello?
—Bueno... —Tas se rascó la cabeza—. Quizá...
—Esto es muy importante, Tas —dijo Palin en tono serio. Echó una ojeada a la ventana—. ¿Ves los muertos ahí fuera? Si llevamos algo mágico intentarán cogérnoslo. Mira, me he quitado todos los anillos y el pendiente que Jenna me dio. He dejado mis bolsitas con los ingredientes de hechizos. Sólo como medida de seguridad, ¿por qué no dejas también tus saquillos aquí? Dalamar te los cuidará —añadió en tono tranquilizador, ya que el kender aferraba contra sí sus bolsas y lo miraba horrorizado.
—¿Que deje mis saquillos? —protestó, angustiado, como si Palin le hubiese pedido que dejara su cabeza o su copete—. ¿Volveremos a buscarlos?
—Sí. —Decir una mentira a un kender no era mentir realmente, sino más bien actuar en defensa propia.
—En ese caso, supongo... Puesto que es tan importante... —Tas se desprendió de los saquillos, despidiéndose de cada uno de ellos con una palmadita, y los amontonó a buen recaudo en un rincón oscuro, debajo de la escalera—. Espero que nadie los robe.
—Me parece poco probable. Quédate ahí, junto a la escalera, donde no estorbes. Y no me interrumpas. Voy a lanzar un conjuro. Avísame si viene alguien.
—¿Me sitúas en la retaguardia? ¿Cierro la marcha? —Tas estaba encantado con la idea y olvidó inmediatamente sus saquillos—. ¡Nadie me había puesto a retaguardia hasta ahora! Ni siquiera Tanis.
—Sí, tú te... eh... ocupas de la retaguardia. Vigila atentamente, y no me molestes sea lo que sea lo que me veas hacer o me oigas decir.
—De acuerdo, Palin, lo haré —prometió solemnemente el kender, que ocupó su posición, pero enseguida volvió dando brincos—. Perdona, Palin, pero puesto que estamos solos en la Torre, ¿contra quién se supone que tengo que proteger la retaguardia?
El mago se exhortó a tener paciencia para sus adentros antes de contestar.
—Si, por ejemplo, el hechizo de cerrojo mágico incluye salvaguardias, realizar un contraconjuro en la cerradura podría provocar que esos guardianes aparecieran.
—¿Te refieres a esqueletos, espectros y cadáveres andantes? —Tas parecía entusiasmado—. Oh, espero que pase... Es decir, espero que no ocurra eso —rectificó rápidamente al ver la expresión torva del mago—. Vigilaré, lo prometo.
Tas regresó a su puesto, pero no bien Palin empezaba a evocar las palabras del conjuro, sintió un tirón en la manga.
—¿Sí, Tas? —Palin luchó contra la tentación de arrojar al kender por la ventana—. ¿Qué pasa ahora?
—¿Es porque tienes miedo de los espectros y los cadáveres andantes por lo que no has intentado escapar hasta ahora?
—No, Tas. Es porque tenía miedo de mí mismo.
—Dudo que pueda guardarte la espalda contra ti mismo, Palin —comentó el kender tras reflexionar unos segundos.
—En efecto, Tas, no puedes. Y ahora, vuelve a tu puesto.
Palin calculó que disponía de quince segundos de paz antes de que la novedad de estar en retaguardia perdiera interés y Tasslehoff volviera a darle la lata. Se aproximó a la puerta, cerró los ojos y extendió las manos.
No tocó la puerta, sino la magia que la rodeaba. Sus dedos rotos... Recordaba un tiempo en que eran largos, delicados y ágiles. Buscó la magia, tanteó como un hombre ciego; al percibir un cosquilleo en las yemas de los dedos, lo embargó la emoción. Había hallado un hilo de magia; lo alisó y encontró otro, y otro más, hasta que el encantamiento vibró bajo su toque. El tejido mágico era suave y fino, un fragmento cortado de un relámpago y colgado sobre la puerta. No era un conjuro sencillo, pero tampoco excesivamente complejo. Uno de sus alumnos aventajados habría podido deshacerlo. Ahora era su orgullo el que estaba herido.
—Siempre me subestimaste —murmuró al ausente Dalamar. Tiró de un hilo, y el tejido de magia se deshizo en sus manos.
La puerta se abrió.
Un soplo de aire fresco, impregnado del penetrante olor de los cipreses, penetró en la Torre como habría hecho una persona en la boca de un ahogado para intentar devolverle la vida. Los espíritus que vagaban entre las sombras de los árboles interrumpieron su incesante ir y venir y centenares de ellos se volvieron al unísono para contemplar la Torre con sus ojos sombríos. Ninguno se movió hacia allí, ninguno hizo intención de aproximarse. Permanecieron suspendidos, vigilando, en el aire susurrante.
—No usaré magia —les dijo Palin—. Sólo tengo comida y agua en mi mochila. Me dejaréis en paz. —Llamó a Tas con un ademán, un gesto innecesario puesto que el kender brincaba ya a su lado—. Quédate cerca de mí, Tas. No es momento para salir a explorar por ahí. No debemos separarnos.
—Lo sé —contestó, excitado, el kender—. Todavía ocupo el puesto de retaguardia. ¿Adónde vamos, exactamente?
Palin miró al otro lado de la puerta. Años atrás había una escalera de piedra y un patio; ahora el primer escalón se apoyaba sobre una capa de agujas muertas de ciprés, que rodeaba la Torre como un foso seco. Los propios cipreses formaban un muro alrededor del pardo foso, y sus verdes ramas creaban un dosel bajo el que podrían caminar. Parados en las sombras de los árboles, vigilantes, se hallaban los espíritus de los muertos.
—Vamos a buscar un camino, un sendero, cualquier cosa que nos conduzca fuera de este bosque —contestó Palin.