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El elfo continuó paralizado en la silla.

—No —contestó Palin—. No está muerto.

—Pues es un modo muy raro de echar una siesta —comentó Tas—. Sentado bien derecho. Quizá, si le doy un pellizco...

—¡No lo toques! —advirtió bruscamente el mago—. Está en éxtasis.

—Sé dónde está eso —afirmó Tas—. Al norte de Flotsam, a unos ochenta kilómetros. Pero Dalamar no está en Estasis, Palin. Está aquí mismo.

Los ojos del elfo, que habían permanecido abiertos y sin ver, se cerraron de repente. Permanecieron así largo rato. Volvía del estado de éxtasis, del encantamiento que había llevado su espíritu fuera del mundo, dejando su cuerpo atrás. Aspiró aire por la nariz, manteniendo los labios firmemente apretados. Cerró los dedos e hizo un gesto como de dolor. Los abrió y los cerró y luego empezó a frotárselos.

—La circulación se detiene —dijo Dalamar mientras abría los ojos y miraba a Palin—. Es muy doloroso.

—Qué lástima me das —dijo Palin.

La mirada de Dalamar se dirigió a los dedos rotos y retorcidos del otro mago. No comentó nada y siguió frotándose las manos.

—¡Hola, Dalamar! —saludó alegremente Tas, contento de tener la oportunidad de meter baza en la conversación—. Me alegra volver a verte. ¿Te he dicho ya cuánto has cambiado desde la última vez que te vi, en el primer funeral de Caramon? ¿Quieres que te lo cuente? Hice un discurso realmente bueno, y luego se puso a llover y todo el mundo, que ya estaba triste, se puso aún más triste, pero entonces tú realizaste un conjuro, un hechizo maravilloso que hizo que las gotas de lluvia resplandecieran y el cielo se llenara con muchos arco iris...

—¡No! —espetó Dalamar a la par que hacía un gesto seco y cortante con la mano.

Tas se disponía a contar otras cosas del funeral, puesto que Dalamar no quería escuchar lo de los arco iris, pero el elfo le asestó una mirada muy peculiar y apuntó con la mano en su dirección.

«A lo mejor me voy a Estasis», pensó el kender, y ése fue el último pensamiento consciente que tuvo durante mucho, mucho rato.

16

Un kender aburrido

Palin colocó al comatoso kender en una de las sillas raídas, mohosas y cubiertas de polvo que había al fondo de la biblioteca, una zona envuelta en las sombras. Fingiendo que acomodaba a Tas, Palin aprovechó para observar detenidamente a Dalamar, que seguía sentado detrás del escritorio, con la cabeza apoyada en las manos.

A su llegada, sólo había tenido ocasión de ver al elfo de pasada, y le impresionó el deterioro físico operado en el otrora apuesto y vanidoso hechicero elfo: el negro cabello surcado de mechones grises, el rostro ajado, las delgadas manos con las venas azuladas semejando ríos dibujados en un mapa. Ríos de sangre, ríos de almas. Y ése, su amo... El Señor de la Torre.

Una idea repentina condujo a Palin hacia la ventana y oteó el suelo del bosque, allá abajo, donde los muertos seguían fluyendo en silenciosos remolinos entre los troncos de los cipreses.

—El conjuro de cerrojo en la puerta principal no era para impedirnos salir a nosotros, ¿verdad? —preguntó bruscamente. Como Dalamar no contestaba, Palin se dio la respuesta a sí mismo—. Su propósito era impedirles el paso a ellos. Si estoy en lo cierto, quizá quieras reemplazarlo.

El elfo oscuro abandonó la habitación con gesto adusto y regresó al cabo del rato. Palin no se había movido, y Dalamar se acercó a la ventana, junto a él, a fin de contemplar la niebla arremolinada de espíritus.

—Se apiñan alrededor de ti —empezó quedamente el elfo—. Sus manos frías como una tumba te agarran. Sus labios gélidos se pegan a tu carne. Sus brazos heladores te ciñen, clavando los dedos muertos en ti. ¡Lo sabes!

—Sí, lo se. —Se quitó de encima el horror recordado—. Tampoco tú puedes marcharte.

—Mi cuerpo no puede marcharse —lo corrigió Dalamar—. Mi espíritu es libre de vagar por ahí. Pero cuando parto, siempre debo regresar. —Se encogió de hombros—. ¿Qué era lo que solía decir el shalafi?. «Incluso los hechiceros deben pagar un precio.» Siempre hay un precio, ¿no es cierto? —preguntó mientras bajaba la vista a los dedos rotos de Palin.

El mago humano metió las manos en las mangas de la túnica.

—¿Y dónde ha estado tu espíritu? —preguntó.

—Viajando por Ansalon, investigando esa fantástica historia tuya de viajar en el tiempo.

—¿Historia? Yo no te he contado nada —replicó resueltamente Palin—. No he hablado contigo. Has ido a ver a Jenna, ella fue la que te lo contó. ¡Y luego afirma que hace años que no te ha visto!

—No te mintió, Majere, si es eso lo que insinúas, aunque admito que no te dijo toda la verdad. No me ha visto, al menos físicamente. Ha oído mi voz, y eso sólo recientemente. Preparé una reunión con ella después de la extraña tormenta que barrió todo Ansalon en una sola noche.

—Le pregunté si sabía dónde podía encontrarte.

—De nuevo te dijo la verdad. No sabe dónde encontrarme. No se lo dije. Nunca ha estado aquí. Nadie ha estado aquí. Eres el primero y, créeme —las cejas de Dalamar se fruncieron—, si tu situación no hubiese sido tan desesperada, no te encontrarías aquí ahora. No suspiro por tener compañía —añadió con una mirada sombría.

Palin guardó silencio, dudando si creerle o no.

—¡Oh, por la magia bendita, Majere, no te enfurruñes! —dijo Dalamar malinterpretando intencionadamente el silencio del otro mago—. Es indecoroso en un hombre de tu edad. ¿Cuántos años tienes, por cierto? ¿Sesenta, setenta, cien? Nunca sé calcular la edad de los humanos, pero me pareces bastante viejo. En cuanto a que Jenna «traicionara» tu confianza, te ha venido bien a ti, y también al kender, que lo hiciera, o de otro modo no me habría interesado por vosotros y ahora estarías bajo el tierno cuidado de Beryl.

—No pierdas el tiempo intentando zaherirme haciendo comentarios sobre mi edad —repuso tranquilamente Palin—. Sé que he envejecido. En los humanos es un proceso natural, pero no así en los elfos. Mírate en un espejo, Dalamar. Si los años me han pasado factura, contigo se han ensañado. En cuanto al orgullo —añadió, encogiéndose de hombros—, hace mucho que lo perdí. Resulta muy difícil conservarlo cuando ya ni siquiera se puede reunir suficiente magia para calentarte el té de la mañana. Creo que tienes razones para saber eso.

—Tal vez. Sé que he cambiado. La batalla que sostuve con Caos me robó siglos de vida, pero eso lo sobrellevé. Después de todo, salí victorioso. Victorioso y derrotado al mismo tiempo. Gané la guerra y caí derrotado por lo que vino después. La pérdida de la magia. Arriesgué mi vida por el bien de la magia —continuó con voz apagada—. La habría dado por ella, y ¿qué pasó? Que desapareció. Los dioses se marcharon y me dejaron despojado de poder, indefenso, sin recursos. Me dejaron... ¡reducido a un ser normal y corriente!

»Todo aquello a lo que había renunciado por la magia: mi país, mi gente, mi casa, solía considerarlo un intercambio justo. Mi sacrificio, y fue terrible, aunque sólo otro elfo lo entendería, había sido recompensado. Pero esa recompensa se esfumó y no me quedó nada. Nada. Y todo el mundo lo sabía.

»Fue entonces cuando empecé a oír rumores sobre que Khellendros, el Azul, iba a apoderarse de mi Torre, que los caballeros negros se disponían a atacarla. ¡Mi Torre! —Dalamar dio un feroz gruñido y su delicado puño se apretó. Luego, relajó la mano y soltó una risa chirriante.

»Te aseguro, Majere, que hasta unos gullys habrían tomado mi Torre y yo no habría podido hacer nada para impedírselo. Antaño era el hechicero más poderoso de Ansalon, y ahora, como bien dices, ni siquiera soy capaz de hacer que hierva el agua.

—No eres el único. —En la voz de Palin no había el menor asomo de compasión—. A todos nosotros nos afectó del mismo modo.

—No, ni hablar —replicó con ardor el elfo—. Lo tuyo no tiene ni punto de comparación. No sacrificaste lo que yo sacrifiqué. Tenías a tus padres. Tenías a tu esposa y a tus hijos.