Eso no representaba un problema, sin embargo, ya que tenía todos esos árboles a mano.
El kender se aupó y salió de la chimenea, localizó una gruesa rama y gateó cuidadosamente por ella, tanteando la resistencia para sostener su peso a medida que avanzaba. La rama era fuerte y ni siquiera crujió. Después de trepar por una chimenea, descender por un árbol era pan comido. Tasslehoff se deslizó por el tronco, se descolgó de rama en rama, y, finalmente, soltando un suspiro de alivio y júbilo, sus pies tocaron suelo firme y sólido.
Allí abajo la luz de la luna no era muy brillante, filtrándose apenas a través del denso follaje. Tas distinguía la silueta de la Torre, pero sólo porque era un manchón negro y grande perfilado contra los árboles. Atisbo, muy, muy arriba, un rectángulo de luz e imaginó que debía de ser la ventana de los aposentos de Dalamar.
—He llegado hasta aquí, pero aún no he salido del bosque —se dijo—. Dalamar le comentó a Palin que estábamos cerca de Solanthus. Recuerdo haber oído decir a alguien que los Caballeros de Solamnia tenían un cuartel general en Solanthus, así que ése parece un buen sitio para ir y enterarme de lo que ha sido de Gerard. Será un plomo y, desde luego, es feo y no le caen bien los kenders, pero es un caballero solámnico, y si hay algo que pueda afirmarse de los caballeros solámnicos es que no son de los que mandarían a nadie de vuelta al pasado para que le despachurrase el pie de un gigante. Encontraré a Gerard y le explicaré todo, y estoy seguro de que se pondrá de mi parte.
Tasslehoff recordó de repente que la última vez que había visto a Gerard, el joven estaba rodeado de caballeros negros que le disparaban flechas. Esa idea desanimó mucho al kender, pero entonces se le ocurrió que había muchos Caballeros de Solamnia, de modo que si uno estaba muerto siempre podía encontrarse a otro.
Ahora la cuestión era cómo salir del bosque.
Desde que puso los pies en el suelo, los muertos habían flotado alrededor como niebla que tuviese ojos, bocas, manos y pies, pasando a su lado y por encima, pero en realidad no había prestado atención ya que había estado muy ocupado pensando. Ahora sí se fijó. Aunque estar rodeado de gente muerta con sus rostros tristes y sus manos tirando de uno de sus saquillos no era la experiencia más agradable del mundo, pensó que quizá podrían compensar ser tan escalofriantes si le indicaban el camino.
—Esto, disculpe, señor... Señora, disculpe... Hobgoblin, camarada, ¿podrías decirme...? Perdona, pero ése es mi saquillo. Eh, chico, ¿si te doy una moneda me enseñarás...? ¡Kender! ¡Eh, compadre! Tengo que encontrar el camino para ir a... Maldición —dijo Tas tras pasar un tiempo intentando en vano conversar con los muertos—. Parece que no me ven. Miran a través de mí. Le preguntaría a Caramon, pero nunca está cuando uno lo necesita. Y no es mi intención insultar —añadió en tono irritado, al tiempo que trataba sin éxito de encontrar un sendero entre los cipreses que se apiñaban alrededor de él—, ¡pero realmente sois un montón de muertos! Muchos más de los necesarios.
Siguió buscando un camino —cualquier clase de camino—, pero sin fortuna. Caminar en la oscuridad resultaba difícil, aunque los muertos irradiaban una especie de brillo suave que al principio le pareció interesante a Tas, pero que después de un rato, contemplando la expresión perdida, doliente y aterrada de los espíritus, decidió que la oscuridad —cualquier oscuridad— sería preferible.
Al menos podría poner cierta distancia entre él y los dos magos. Si él, un kender que jamás se perdía, estaba desorientado entre esos árboles, no le cabía duda de que un simple humano y un elfo oscuro —por muy hechiceros que fuesen— se extraviarían, de modo que perdiéndose también los perdía a ellos.
Continuó caminando, chocando con los árboles y golpeándose la cabeza con las ramas bajas, hasta que tropezó con una raíz y cayó de bruces sobre la capa de agujas secas. Al menos las agujas tenían un olor dulce y estaban decentemente muertas —tan marrones y quebradizas—, no como otros muertos que él podría mentar.
Sus piernas agradecían que no las estuviera utilizando. Las agujas muertas resultaban cómodas después de que uno se acostumbraba a que le pincharan en diversos sitios; así que Tasslehoff decidió que, ya que estaba en el suelo, podía aprovechar la ocasión para descansar.
Se arrastró hasta el pie de un ciprés y se acomodó lo mejor posible, con la cabeza apoyada en un blando parche de musgo. No es de extrañar, pues, que en lo último que pensara, a punto de quedarse dormido, fuera en su padre.
Eso no quería decir que su padre estuviera cubierto de musgo. Se lo recordó porque solía decirle: «El musgo crece en la parte del árbol que está orientada hacia...».
Hacia...
Tas cerró los ojos. Vaya, si pudiera acordarse qué dirección...
—Norte —dijo, y se despertó.
Comprendiendo que ahora podía saber en qué dirección viajaba, estaba a punto de girarse y volver a dormirse cuando alzó los ojos y vio a uno de los espíritus plantado a su lado, mirándolo fijamente.
Era el fantasma de un kender, un kender que le resultaba vagamente familiar; claro que la mayoría de los kenders les resultaban familiares a sus congéneres ya que existen muchas posibilidades de que, en su constante deambular por el mundo, acaben encontrándose unos con otros en alguna ocasión.
—Oye, mira —dijo Tasslehoff mientras se sentaba—. No quiero ser descortés, pero me he pasado casi todo el día intentando escapar de la Torre de la Alta Hechicería y, como sin duda sabes bien, escapar de las torres de hechiceros agota a cualquiera. Así que, si no te importa, voy a dormirme otra vez.
Tas cerró los ojos, pero tenía la sensación de que el fantasma del kender continuaba allí, mirándolo. Y no sólo eso, sino que Tas seguía viéndolo en la parte interior de los párpados, y cuanto más lo pensaba más convencido estaba de que había conocido a ese kender antes.
El fantasma kender era un tipo apuesto, y vestía unas ropas que a otros quizá les parecieran chillonas y estrafalarias, pero que a Tas le encantaban. Llevaba cantidad de saquillos, lo cual no era raro. Lo inusitado era la expresión del kender: triste, perdida, solitaria, ansiosa.
Un escalofrío estremeció a Tas. No un escalofrío emocionante, excitado, como el que uno siente cuando está a punto de sacar el reluciente anillo del huesudo dedo de un esqueleto y el dedo se mueve. Éste era la clase de escalofrío desagradable, horrible, que estruja el estómago y comprime los pulmones, de manera que casi impide respirar. Tas pensó que abriría los ojos, y después pensó que no. Apretó los párpados para que no se abrieran por sí mismos, y se hizo un ovillo. Sabía dónde había visto antes a ese kender.
—Vete —musitó—. Por favor.
Sabía muy bien, aunque no podía verlo, que el fantasma no se había marchado.
—¡Vete, vete, vete! —gritó, frenético, y cuando eso tampoco funcionó, abrió los ojos y se incorporó de un salto para gritarle al espíritu—: ¡Márchate!
El fantasma miraba fijamente a Tasslehoff.
Tasslehoff se miraba fijamente a sí mismo.
—Dime —inquirió con voz temblorosa—. ¿Por qué estás aquí? ¿Qué quieres? ¿Estás... enfadado porque aún no he muerto?
El fantasma de sí mismo no contestó. Siguió mirando a Tas un poco más y luego dio media vuelta y se alejó, pero no como si quisiera hacerlo, sino como si algo lo obligara. Tas vio como su fantasma se unía a la arremolinada corriente de espíritus agitan os. Siguió mirando hasta que ya no pudo distinguir a su fantasma de los demás.
Sintió el ardiente escozor de las lágrimas en los ojos. El pánico se apoderó de él y corrió como jamás había corrido. Corrió y corrió, sin mirar hacia dónde iba, chocando con los arbustos, rebotando contra los troncos, cayendo, levantándose, corriendo de nuevo, corriendo y corriendo hasta que se desplomó y no pudo levantarse porque las piernas ya no lo sostenían.