Filo Agudo encontró lo que consideraba un sitio apropiado. Bajo la cobertura de un banco nuboso, realizó un aterrizaje sin complicaciones, descendiendo en amplios círculos hasta una amplia pradera, próxima a un bosque denso.
El dragón aplastó y pisoteó la hierba donde se posó, abriendo agujeros en el suelo con las garrudas patas y azotando el pasto con la cola. Cualquiera que se acercara por allí supondría enseguida que una enorme criatura había caminado por la zona, pero era un lugar apartado. Se divisaban algunas granjas en claros abiertos en el bosque. Una única calzada se extendía, sinuosa como una serpiente, entre la alta hierba, y estaba a varios kilómetros de distancia.
Gerard había avistado un arroyo desde el aire, y lo que más deseaba en ese momento era zambullirse en agua fría. Olía tan mal que casi le revolvía el estómago, y le picaba el cuerpo por la arena y el sudor seco. Se bañaría y se cambiaría de ropa; al menos, se libraría de las prendas de cuero, que lo identificaban como un caballero negro. Tendría que entrar en Solanthus como un mozo de labranza, descamisado, vestido sólo con los calzones. No tenía modo de demostrar que era un caballero solámnico, pero eso no le preocupaba. Su padre tenía amigos en la Orden, y casi con toda seguridad encontraría a alguien que lo conocería.
En cuanto a Filo Agudo, si el dragón preguntaba por qué habían ido allí, había preparado la explicación de que seguía las órdenes de Medan de espiar a la caballería solámnica.
El Azul no hizo ninguna pregunta. Estaba mucho más interesado en encontrar un sitio donde esconderse y descansar; ahora se encontraba en territorio de Skie. El enorme Dragón Azul había descubierto que podía conseguir fuerza y poder alimentándose con los de su propia especie, y los reptiles le temían y lo odiaban.
Gerard estaba ansioso de que el dragón encontrara un escondite. El Azul era grácil en el aire; volaba en silencio, casi sin mover las alas, aprovechando las corrientes ascendentes. En el suelo, era un monstruo torpe y pesado que pisoteaba y aplastaba todo bajo las enormes patas, tronchaba arbolillos con la fustigadora cola y hacía huir aterrorizados a los animales. Abatió a un ciervo de una dentellada y, asiéndolo por el cuello roto con los dientes, lo llevó consigo para devorarlo cuando le viniese bien.
Aquello no facilitó la conversación, pero el dragón respondió a las preguntas de Gerard referentes a Skie con gruñidos y gestos de asentimiento. Habían circulado extraños rumores sobre el poderoso Dragón Azul, que era el dirigente nominal de Palanthas y alrededores. Se contaba que el dragón había desaparecido, dejando al mando a un subalterno. Filo Agudo había oído los rumores, pero los descartó.
Tras examinar una depresión en una rocosa escarpa para ver si serviría como un lugar adecuado para descansar, Filo Agudo soltó el cadáver del ciervo junto a la orilla del arroyo.
—Creo que Skie está implicado en alguna oscura intriga que será su perdición —le dijo a Gerard—. En tal caso, será el castigo por matar a sus semejantes. Incluso si somos de su propia especie —añadió, con una ocurrencia tardía.
—Es un Azul, ¿verdad? —preguntó el caballero, que contemplaba anhelante la fresca corriente, esperando que el dragón se acomodara pronto.
—Sí, señor. Pero ha crecido tanto que es mucho más grande que cualquier Azul jamás visto en Krynn, más incluso que los Rojos, excepto Malystryx. Es un hinchado monstruo. Mis congéneres y yo lo hemos comentado a menudo.
—Sin embargo, combatió en la Guerra de la Lanza —dijo Gerard—. ¿Es apropiado este lugar? No parece que haya cuevas.
—Cierto, señor. Fue un leal servidor de nuestra desaparecida reina. Pero uno no puede menos de hacerse preguntas.
Al no encontrar una cueva lo bastante amplia para meterse en ella, Filo Agudo decidió que la depresión era un buen comienzo, y explicó que se proponía ensancharla arrancando trozos de roca de la cara de la escarpa.
Convencido de que el ruido de piedras resquebrajándose, el estallido de las explosiones y las retumbantes sacudidas debían de oírse en Solanthus, Gerard temió que se enviara a una patrulla para investigar.
—Si los solanthinos oyen algo, señor, creerán que es una tormenta que se aproxima, simplemente —dijo el dragón durante un descanso.
Una vez que hubo creado su cueva, que el polvo se posó y los numerosos y pequeños desprendimientos cesaron, Filo Agudo entró en la oquedad para descansar y disfrutar de su comida.
Gerard se dispuso a quitarle la silla, proceso que le llevó un buen rato puesto que no estaba familiarizado con el complejo arnés. El dragón le ofreció ayuda y, una vez conseguido el objetivo, el caballero arrastró la silla hasta un rincón de la cueva y dejó al Azul para que comiera y descansara.
Gerard recorrió un buen trecho corriente abajo, hasta encontrar un remanso para darse un baño. Se quitó las ropas de cuero y la ropa interior y penetró, desnudo, en el susurrante arroyo.
El agua estaba fría. Jadeó, tiritó y, apretando los dientes, se zambulló de cabeza. No era muy buen nadador, de modo que se mantuvo lejos de la parte profunda del arroyo, donde la corriente era rápida. El sol irradiaba calor; el frío le producía hormigueos en la piel, que resultaban tonificantes. Empezó a chapotear y a saltar, al principio para reanimar la circulación de la sangre y después porque disfrutaba haciéndolo.
Durante unos minutos, al menos, fue libre. Libre de todas las preocupaciones y ansiedades; libre de responsabilidades, de que cualquiera le dijera lo que tenía que hacer. Durante unos pocos minutos se permitió volver a ser un niño.
Intentó atrapar un pez con las manos. Chapoteó al estilo de un perro bajo las ramas colgantes de los sauces. Flotó boca arriba, disfrutando del cálido roce del sol en su piel y del refrescante contraste frío del agua. Se restregó los pegotes de barro y la sangre encostrada con un puñado de hierba, echando de menos un trozo de jabón de sebo de su madre.
Una vez limpio, pudo examinarse las heridas. Estaban inflamadas, pero sólo ligeramente infectadas. Las había tratado con el ungüento proporcionado por la reina madre, y se estaban curando bien. Torció el gesto al contemplar su imagen reflejada en el agua y se pasó la mano por la mandíbula. Tenía barba de varios días, de un color castaño oscuro, no rubia como su pelo. Su rostro ya era bastante feo sin barba, que le había crecido a trozos, de forma irregular, como manchones, y parecía una especie de planta maligna que trepaba por las mandíbulas.
Recordó cuando en su juventud intentó en vano dejarse crecer el sedoso y largo bigote que era el orgullo de la Orden solámnica. Resultó que su bigote crecía duro y tieso, saliendo en todas direcciones, como su rebelde cabello. Su padre, cuyo bigote era espeso y largo, se había tomado el fracaso de su hijo como una afrenta personal, culpando irracionalmente a lo que quiera que hubiese de rebelde dentro de Gerard y que se manifestaba a través de su pelo.
Gerard se volvió para vadear hasta donde había dejado las prendas de cuero y la mochila, con intención de coger la navaja y afeitarse. Un destello del sol reflejándose en metal casi lo cegó. Alzó la vista a lo alto del banco de la ribera y vio a un Caballero de Solamnia.
El caballero llevaba un coselete de cuero acolchado encima de una túnica, larga hasta la rodilla y ceñida a la cintura. El destello de metal procedía del casco, que le cubría la cabeza pero que no tenía visera. Una cinta roja ondeaba en la cimera del morrión, y el coselete acolchado estaba decorado con una rosa roja. Un arco largo asomaba detrás de sus hombros, indicando que el caballero había salido de caza, como demostraba el cadáver de un ciervo, cargado a lomos de una mula. El corcel del caballero se encontraba cerca, con la cabeza agachada, paciendo en la hierba.
Gerard se maldijo por haber bajado la guardia. De haber estado atento, en lugar de hacer el tonto como un colegial, habría oído acercarse al caballo y a su jinete.
Uno de los pies del caballero, que calzaba botas, estaba plantado firmemente sobre el talabarte y la espada de Gerard. El caballero empuñaba un espadón en la enguantada mano; en la otra sostenía un rollo de cuerda.