La mujer no había dejado de azuzarlo con la espada cada dos por tres, obligándolo a retroceder hasta que chocó contra el caballo. Furioso, apartó la espada con la mano, abriéndose un tajo en la palma.
—Me encanta oírte hablar, Neraka. Podría estar escuchándote todo el día, pero, por desgracia, entro de servicio dentro de pocas horas, así que monta de una vez y pongámonos en marcha.
Gerard estaba ahora tan encorajinado que faltó poco para que llamase al dragón. Filo Agudo despacharía en un santiamén a esa exasperante mujer, que parecía haber nacido con acero sólido dentro de la cabeza, en lugar de llevarlo puesto encima. Sin embargo, controló la ira y montó en el caballo. Plenamente consciente de lo que pensaba hacer con él, puso las manos a la espalda, con las muñecas juntas.
Tras envainar la espada, y manteniendo firmemente agarrada la cuerda ceñida a la garganta de Gerard, le ató las muñecas con la misma cuerda, ajusfándola de manera que si el joven movía los brazos o cualquier parte de su cuerpo acabaría estrangulándose a sí mismo. Y durante el proceso no dejó de hacer sus bromas jocosas, llamándolo Neraka, «dulce Neraka», «Neraka de mi corazón» y otras ternezas satíricas que eran irritantes en extremo.
Cuando todo estuvo listo, cogió las riendas del caballo y condujo al animal a través del bosque a buen paso.
—¿No vas a amordazarme? —demandó Gerard.
Ella miró hacia atrás.
—Tus palabras son como música en mis oídos, Neraka. Habla. Cuéntame más sobre el rey de los elfos. ¿Viste con tules verdes y le crecen alas en la espalda?
—Podría llamar al dragón —adujo Gerard—. No lo hago porque no deseo que sufras daño alguno, Dama de Solamnia. Eso prueba todo lo que he dicho, con que sólo lo pensaras un poco.
—Quizás —admitió ella—. Puede que estés diciendo la verdad, pero también es posible que no. Tal vez no llamas al dragón porque esas bestias son notoriamente imprevisibles y no son de fiar, y podría matarte a ti en lugar de a mí, ¿verdad, Neraka?
Gerard empezaba a entender por qué no lo había amordazado. No se le ocurría nada que decir que no lo incriminara o empeorara las cosas. El argumento de la mujer sobre la naturaleza maligna de los Dragones Azules era el mismo que él habría hecho antes de conocer a Filo Agudo. No le cabía duda de que si llamaba al dragón para que se ocupara de la dama solámnica, el reptil acabaría rápidamente con la mujer sin tocarle un pelo a él. Pero, aunque Gerard habría preferido tener a Filo Agudo como compañero de viaje cualquier día en lugar de esa irritante mujer, no toleraba la idea de que una compañera de caballería sufriese tan horrible muerte, por muy detestable que fuera.
—Cuando llegue a Solanthus, enviaré a una compañía para que mate al dragón —continuó la dama—. No puede encontrarse muy lejos de aquí. A juzgar por las explosiones que oí, no tendremos problemas en descubrir su escondrijo.
Gerard estaba razonablemente seguro de que Filo Agudo sabría cuidar de sí mismo, y eso le hizo preocuparse por la buena salud de sus compañeros de caballería. Decidió que el mejor curso de acción que podía adoptar era esperar hasta encontrarse ante el Consejo. Una vez allí, explicaría quién era y la misión que tenía. Estaba convencido de que el Consejo le creería, a pesar de la falta de credenciales. Sin duda habría alguien en el Consejo que lo conocería a él o a su padre. Si todo iba bien, regresaría junto a Filo Agudo, y los dos, junto con una fuerza de caballeros, volarían a Qualinesti. Después de que la Dama de Solamnia le hubiese ofrecido sus más humildes disculpas, por supuesto.
Dejaron atrás la arbolada ribera del arroyo y entraron en una pradera, no muy lejos de donde el dragón había aterrizado. Gerard veía a lo lejos la calzada que conducía a Solanthus. La parte alta de las torres de la ciudad asomaban justo por encima de la alta hierba.
—Allí está Solanthus, Neraka —dijo la mujer, señalando—. Aquel edificio alto, a tu izquierda, es...
—No me llamo Neraka. Mi nombre es Gerard Uth Mondor. ¿Cómo te llamas tú? —preguntó, añadiendo entre dientes:— Además de terrible.
—¡Te he oído! —entonó ella, que miró de nuevo hacia atrás—. Me llamo Odila Cabrestante.
—Cabrestante. ¿No es eso un tipo de artefacto mecánico a bordo de un barco?
—Lo es. Los míos son gente de mar.
—Piratas, sin duda —comentó él en tono cáustico.
—Tu ingenio es tan pequeño y arrugado como otras ciertas partes de tu cuerpo, Neraka —replicó, sonriendo ante su turbación.
Ya habían llegado a la calzada, y el ritmo del paso aumentó. Gerard tuvo oportunidad sobrada para estudiarla mientras caminaba a su lado, conduciendo por las riendas al caballo y a la mula. Era alta, bastante más que él, con una constitución musculosa y bien proporcionada. Su piel no tenía el color oscuro de los marinos ergothianos, sino un tono que recordaba la caoba, lo que indicaba una mezcla de razas entre sus antepasados.
Su cabello era largo y le caía en dos trenzas hasta la cintura. Gerard nunca había visto un pelo tan negro, tanto que tiraba al azul, como ala de cuervo. Sus cejas eran anchas, y la mandíbula angulosa. Los labios eran su mejor rasgo, llenos, en forma de corazón, muy rojos, y propensos a la risa, como ya había demostrado.
Gerard nunca admitiría que tenía algún rasgo bonito. Las mujeres no eran santo de su devoción, y las consideraba maquinadoras, intrigantes y materialistas. De las mujeres que más desconfiaba y que más le desagradaban, decidió que las damas de caballería de cabello negro y tez oscura que se reían de él ocupaban el primer lugar de su lista.
Odila siguió hablando, señalando las vistas de Solanthus basándose en la teoría de que el joven no vería mucho de la ciudad desde su celda en las mazmorras. Gerard no le hizo caso. Reflexionó sobre lo que iba a decir al Consejo de Caballeros, y cómo dar un mejor cariz a las circunstancias aparentemente siniestras —tenía que reconocer—, de su llegada. Ensayó las palabras elocuentes que utilizaría para presentar la petición de los asediados elfos. Esperó contra toda esperanza que alguien lo conociera. No tuvo más remedio que admitir que tampoco él, de haber estado en lugar de la irritante dama, le habría creído. Había sido un necio por olvidar la mochila.
Al recordar la desesperada situación de los elfos, se preguntó cómo les irían las cosas. Pensó en el gobernador Medan, en Laurana y en Gilthas, y se olvidó de sí mismo y de sus propios problemas, seriamente preocupado por aquellos que habían llegado a ser sus amigos. Tan ensimismado estaba, que no prestó atención a lo que lo rodeaba y se sorprendió al alzar los ojos y caer en la cuenta de que había caído la noche mientras iban de camino y que se encontraban ante la muralla exterior de Solanthus.
Gerard había oído que Solanthus era la ciudad mejor fortificada de todo Ansalon, superando incluso a la gran capital, Palanthas. Ahora, contemplando las enormes murallas, negras al perfilarse contra el cielo estrellado, murallas que sólo eran el anillo exterior de las defensas, estuvo completamente de acuerdo con esa opinión.
Lienzos de muralla rodeaban toda la urbe; su construcción consistía en varias hileras superpuestas de piedras, con arena embutida en los resquicios, revestidas con una gruesa capa de barro y luego cubiertas con más piedras. Al otro lado de los lienzos, en los que había poternas en varios puntos, se abría un foso, que podía salvarse a través de grandes puentes levadizos. Detrás del foso se alzaba otra muralla, ésta jalonada con troneras y aspilleras para los arqueros. Situadas a intervalos regulares, se veían enormes marmitas que podían llenarse de aceite hirviendo. Al otro lado de esta segunda muralla se habían plantado árboles y matorrales para que si cualquier enemigo conseguía tomar esa muralla, tuviera obstáculos para saltar desde el muro a la ciudad. Más allá se encontraban las calles y los edificios de la población, la mayoría de ellos construidos también de piedra.