Aun a una hora tan tardía, había gente en la torre de guardia de la puerta, esperando para entrar en la ciudad. Los guardias paraban a todos y les hacían preguntas, pero conocían bien a lady Odila, de manera que la mujer no tuvo que ponerse en la cola, sino que pasó entre jocosas chanzas sobre la magnífica «presa abatida» y su éxito en la caza.
Gerard soportó las bromas y los groseros comentarios sumido en un digno silencio. Odila aguantó con buen talante la chacota hasta que uno de los guardias, en el último puesto, gritó:
—Veo que habéis tenido que atar de pies y manos a este hombre para que no se os escape, lady Odila.
La sonrisa de la mujer se borró, los verdes ojos centellearon. Se volvió y asestó al guardia una mirada que le hizo ponerse colorado como un tomate, antes de regresar precipitadamente al interior de la garita.
—Imbécil —rezongó Odila, que sacudió las negras trenzas y fingió reír, pero a Gerard no le pasó inadvertido que el dardo verbal había acertado de lleno en algo íntimo y vital.
La mujer condujo al caballo entre la multitud que abarrotaba las calles. La gente miraba a Gerard con curiosidad, y cuando se fijaba en el emblema de la pechera, se mofaba y hacía alusiones en voz alta al filo ensangrentado del hacha del verdugo.
Una pequeña duda provocó en Gerard una momentánea inquietud, casi un instante de pánico. ¿Y si no era capaz de convencerlos de que decía la verdad? ¿Y si no le creían? Se imaginó conducido al tajo, clamando ser inocente, la negra capucha cubriéndole la cabeza, la pesada mano empujándole la cabeza contra el ensangrentado tajo, los momentos finales de terror esperando que cayera el hacha.
Gerard se estremeció. La escena era tan vivida que lo empapó un sudor frío. Recriminándose por dar suelta a su imaginación, se obligó a concentrarse en el presente.
Había supuesto, por alguna razón, que lady Odila lo llevaría inmediatamente ante el Consejo de Caballeros. En cambio, la mujer condujo al caballo a lo largo de un oscuro y estrecho callejón, al final del cual se alzaba un gran edificio de piedra.
—¿Dónde estamos? —preguntó.
—En la cárcel —contestó Odila.
El joven se quedó estupefacto. Había estado tan concentrado en lo que diría al Consejo de Caballeros que en ningún momento se le pasó por la cabeza la idea de que lo llevara a otro sitio.
—¿Por qué me traes aquí?
—Te daré dos opciones, Neraka. A ver si adivinas. Una, que asistimos a un cotillón, vas a ser mi pareja de baile, beberemos vino y haremos el amor toda la noche. Y dos —sonrió dulcemente—, vas a quedarte encerrado en una celda.
Frenó al caballo. En las paredes ardían antorchas; a través de una ventana cuadrada y con reja salía el brillo de la luz de un fuego. Los guardias, al oírlos aproximarse, salieron presurosos para hacerse cargo del prisionero. El jefe de la prisión salió limpiándose la boca con el dorso de la mano. Obviamente habían interrumpido su cena.
—Puesto a elegir, me quedo con la celda —dijo Gerard con acritud.
—Me alegro —contestó Odila mientras le daba una palmadita en el muslo—. Detestaría tener que desilusionarte. Ahora, muy a mi pesar, debo dejarte, dulce Neraka. Entro de servicio. No dejes que te consuma la añoranza echándome de menos.
—Por favor, lady Odila, si pudieras ser seria por una vez, tiene que haber alguien aquí que conozca el nombre de Uth Mondor. Pregunta por ahí respecto a mí. ¿Querrás hacerlo?
Odila lo miró un momento en silencio, intensamente.
—Podría resultar divertido —comentó.
Se volvió para hablar con el jefe de la prisión, y Gerard tuvo la sensación de que le había causado impresión, pero si era buena o mala, si haría lo que le había pedido o no, lo ignoraba por completo.
Antes de marcharse, Odila dio una detallada explicación de todos los delitos de Gerard: que lo había visto volar en un Dragón Azul, que había aterrizado a bastante distancia de la ciudad, que el dragón se había tomado muchas molestias para poder esconderse en una cueva. El jefe de la prisión asestó una mirada torva a Gerard y dijo que tenía una celda de seguridad en el sótano que estaba hecha a la medida de jinetes de Dragones Azules.
Con una última burla de despedida y agitando la mano, lady Odila montó en su caballo, agarró las riendas de la mula y salió del patio, dejando a Gerard a merced del jefe de la prisión y sus guardias.
En vano Gerard protestó, argumentó y exigió ver al caballero comandante o algún otro oficial. Nadie le hizo el menor caso. Dos guardias lo llevaron dentro con inflexible eficacia mientras otros dos guardias vigilaban, armados con gruesas porras rematadas con pinchos, por si intentaba escapar. Le cortaron las ataduras para reemplazarlas inmediatamente por grillos.
Lo condujeron a través de habitáculos exteriores, donde el jefe de la prisión tenía la oficina y el carcelero su banqueta y su mesa. Las llaves de las celdas colgaban en ganchos, alineadas en ordenadas hileras a lo largo de la pared. Gerard sólo pudo echar un fugaz vistazo a todo eso antes de que lo bajaran a empujones y tropezando por una escalera que llevaba directamente a un angosto corredor, en el subterráneo del edificio. Lo condujeron a su celda con antorchas —al parecer era el único prisionero en ese nivel— y lo metieron de un empellón. Le informaron que había un cubo para sus necesidades y un jergón de paja para dormir. Le darían dos comidas al día, por la mañana y por la noche. La puerta, una gruesa hoja de roble con un ventanuco en la parte superior, empezó a cerrarse. Todo ello ocurrió tan deprisa que Gerard, aturdido e incrédulo, no reaccionó.
El jefe de la prisión estaba en el corredor, delante de su celda, para asegurarse de que el prisionero quedaba a buen recaudo. Gerard se lanzó hacia adelante, interponiendo el cuerpo entre el muro y la puerta.
—¡Señor! —suplicó—. ¡He de hablar con el Consejo de Caballeros! ¡Diles que Gerard Uth Mondor está aquí! ¡Traigo noticias urgentes! ¡Información de...!
—Cuéntaselo al inquisidor —lo interrumpió fríamente el jefe de la prisión.
Los guardias dieron a Gerard un brutal empujón que lo lanzó hacia atrás trastabillando, en medio del tintineo de los grillos. La puerta se cerró, y el joven oyó los pasos subiendo la escalera. La luz de las antorchas disminuyó y desapareció. Otra puerta se cerró de golpe al final de la escalera.
Gerard se quedó solo en una oscuridad tan absoluta y en un silencio tan profundo que habríase dicho que lo habían expulsado del mundo, dejándolo flotando en la vacía nada que se decía había existido mucho antes de la llegada de los dioses.
18
El mensajero de Beryl
El gobernador Medan estaba sentado, impasible, detrás del escritorio de su despacho, situado en el enorme y feo edificio que los Caballeros de Neraka habían construido en Qualinost. El gobernador consideraba el edificio tan horrendo como los propios elfos, que apartaban los ojos si se veían obligados a pasar cerca de sus macizos y grises muros, y rara vez entraba en el cuartel general. Detestaba las frías y austeras habitaciones. Debido al aire cargado de humedad, las paredes de piedra la acumulaban y rezumaban, de manera que parecían estar sudando siempre. Cada vez que tenía que quedarse allí largos períodos de tiempo sentía que se ahogaba, y no era cosa de su imaginación. Para mayor protección de quienes estaban dentro, el edificio no tenía ventanas, y el olor a moho lo invadía todo.
Ese día era peor que nunca. El olor le obstruía la nariz y le provocaba una dolorosa presión detrás de los ojos. A causa de ello, estaba apático y aletargado y le costaba trabajo pensar.
—No funcionará —se dijo, y estaba a punto de salir de la habitación para dar un vivificador paseo por el exterior, cuando su segundo al mando, un caballero llamado Dumat, llamó a la puerta de madera.
El gobernador frunció el entrecejo, regresó para sentarse detrás del escritorio y soltó un tremendo resoplido por la nariz en un esfuerzo de despejarla.