—Llegado ese momento, regresaré —dijo—, y arreglaremos la cuenta que tenemos pendiente.
—Lo estoy deseando —repuso cortésmente Medan—. No imaginas cuánto.
Dumat bajó corriendo la escalera. Los baaz venían pisándole los talones, con las armas desenvainadas.
—Todo está bajo control —manifestó el gobernador mientras envainaba la espada—. El capitán Nogga olvidó su cometido un momento, pero ha vuelto a recordarlo.
Nogga gruñó algo ininteligible y salió de la celda arrastrando los pies, limpiándose la sangre de la boca y escupiendo un diente roto. Tras hacer un gesto a los baaz para que lo siguieran, subió la escalera.
—Proporciona al capitán una guardia de honor —ordenó Medan a Dumat—. Que lo escolte hasta el dragón que lo trajo aquí.
Dumat saludó y acompañó a los draconianos escalera arriba. Medan se quedó un poco más en la oscuridad. Vio una mancha blanca en el suelo, un trozo del vestido de Laurana, desgarrado por el draconiano. Se agachó y lo recogió. El tejido era tan ligero y vaporoso como una telaraña. Tras alisarlo con suavidad, se lo guardó bajo el puño de la camisa. Entonces subió la escalera para ocuparse de que la reina madre llegara sana y salva a su casa.
19
Juego desesperado
La gran hembra de Dragón Verde, Beryl, volaba en amplios círculos sobre los bosques de Qualinesti e intentaba eliminar sus dudas repitiéndose que todo estaba saliendo según lo planeado. Como ella lo había planeado. Los acontecimientos se sucedían con rapidez. Demasiado deprisa, a su entender. Había ordenado esos acontecimientos. Ella. Beryl. Nadie más. En consecuencia, ¿por qué la extraña y persistente sensación de que no tenía el control de la situación, de que se la estaba empujando, metiendo prisa? ¿De que alguien en la mesa de juego le había dado en el codo, haciendo que tirara los dados antes de que los otros jugadores hubieran hecho sus apuestas?
Todo había empezado de un modo tan inocente. Sólo había querido lo que era legítimamente suyo: un artefacto mágico. Un maravilloso objeto mágico que no tenía por qué encontrarse en las manos del tullido, acabado, mago humano que lo había obtenido; por error, naturalmente, de manos de un mequetrefe y chillón kender. El artefacto le pertenecía. Estaba en su territorio, y todo lo que había en su territorio le pertenecía. Todos lo sabían. Nadie podía discutírselo. En su justo esfuerzo por conseguir el objeto, había terminado, a saber cómo, enviando sus ejércitos a la guerra.
Beryl culpaba a su pariente Malystryx.
Dos meses antes, se encontraba a solaz en su frondosa enramada, sin pensar en absoluto en ir a la guerra contra los elfos. Bueno, quizás eso no era del todo cierto. Había estado incrementando sus ejércitos, utilizando las grandes riquezas amasadas con los impuestos a elfos y humanos bajo su yugo para comprar los servicios de legiones de mercenarios, hordas de goblins y hobgoblins, y tantos draconianos como pudo engatusar con sus promesas de botines, rapiñas y asesinatos. Mantenía a raya a esos perros babeantes, arrojándoles trozos de elfo de vez en cuando para que le tomaran gusto. Ahora les había dado rienda suelta. No le cabía duda de que vencería.
Empero, percibía que había otro jugador en el tablero, un jugador al que no veía, un jugador que vigilaba desde la sombra, uno que hacía su apuesta en otro juego: un juego más grande con apuestas más altas. Un jugador que apostaba que ella, Beryl, perdería.
Malystryx, por supuesto.
Beryl no vigilaba el norte por si venían Caballeros de Solamnia con sus Dragones Plateados ni por si aparecía el Azul, Skie. Los Plateados habían desaparecido, supuestamente, según sus espías, y era de todos conocido el hecho —de nuevo según sus espías— de que Skie se había vuelto loco. Obsesionado con un amo humano, había desaparecido durante un tiempo sólo para volver con una historia sobre que había estado en un lugar llamado El Gríseo.
Beryl tampoco vigilaba el este, donde vivía Sable, la gran Negra. La viscosa criatura se contentaba con su repugnante miasma. Que se pudriera allí. En cuanto a Escarcha, el Dragón Blanco, no era enemigo para un Dragón Verde con su poder y su astucia. No, ella vigilaba el nordeste, atenta a unos ojos rojos que permanecían constantemente en el horizonte de su miedo como un sol siempre poniente pero que jamás acababa de meterse.
Ahora parecía que por fin Malystryx había hecho su movimiento, uno que era inesperado y astuto por igual. La Verde había descubierto hacía sólo unos días que casi todos sus dragones subordinados —dragones nativos de Krynn que le habían jurado lealtad— la habían abandonado. Sólo quedaban dos Dragones Rojos y no se fiaba de ellos. Nunca había confiado en los Rojos. Nadie podía decirle con seguridad dónde se habían marchado los otros, pero Beryl lo sabía. Esos dragones menores habían cambiado de bando. Se habían pasado al de Malystryx. A buen seguro su pariente se estaba riendo de ella en ese mismo momento. Beryl rechinó los dientes y expulsó una nube de gas venenoso, lo escupió como si tuviera en sus garras a su traidora pariente.
Beryl veía el juego de Malys. La Roja le había tendido una trampa, obligándola a destacar a sus tropas al sur, y mientras tanto agrupaba sus fuerzas mientras ella desperdigaba las suyas. Malys la había inducido a destruir la Ciudadela de la Luz; esos místicos hacía mucho tiempo que eran como irritantes parásitos bajo las escamas de la Roja. Beryl sospechaba ahora que había sido Malys quien había puesto el objeto mágico donde la noticia llegaría hasta ella.
La Verde se había planteado la posibilidad de hacer regresar a su ejército, pero de inmediato desechó la idea. Una vez sueltas las correas, los perros nunca volverían a su llamada. Habían captado el olor, el sabor de la sangre elfa, y no le harían caso. Ahora se alegraba de no haberlo hecho.
Desde su ventajosa posición en las alturas, Beryl contempló con orgullo la colosal serpiente que era su fuerza militar culebreando a través de los bosques de Qualinesti. Su movimiento de avance era lento. Un ejército marcha con el estómago, como rezaba el dicho. Las tropas sólo podían moverse al mismo ritmo que las pesadas carretas de suministros. Sus tropas no se atrevían a alimentarse a sí mismas ni a sus animales con los productos de la tierra que atravesaban, como podrían haber hecho. Los animales e incluso la vegetación de Qualinesti habían entrado en la refriega.
Las manzanas envenenaban a quienes se las comían. El pan hecho con trigo elfo enfermó a toda una división. Los soldados informaron sobre compañeros estrangulados por enredaderas o muertos por árboles que dejaban caer enormes ramas con fuerza aplastante. Ese, sin embargo, era un enemigo fácil de derrotar. A ese enemigo se lo podía combatir con fuego. Nubes de humo de los bosques qualinestis en llamas convirtieron el día en noche sobre gran parte de Abanasinia. Beryl vio el humo ascendiendo arremolinado hacia el cielo, contempló cómo los vientos predominantes lo arrastraban hacia el oeste. Aspiró el humo de los agonizantes árboles con deleite. A medida que su ejército avanzaba lenta pero inexorablemente, ella se hacía más fuerte de día en día.
En cuanto a Malys, olería el humo de la guerra y husmearía en la peste de su propia perdición.
—Porque aunque me hayas engañado para que actúe, prima —dijo Beryl a aquellos iracundos ojos rojizos que centelleaban en su propio horizonte del oeste—, me has hecho un favor. A no tardar dominaré un vasto territorio. Miles de esclavos harán mi voluntad. Todo Ansalon sabrá mi victoria sobre los elfos. Tus ejércitos te abandonarán y se agruparán bajo mi estandarte. La Torre de la Alta Hechicería de Wayreth será mía. Los magos ya no podrán ocultar la Torre ni su poderosa magia de mí. Cuanto más tiempo te agazapes en las sombras, esperando, más fuerte me haré yo. Muy pronto tu enorme y feo cráneo coronará mi tótem, y seré la dirigente de Ansalon.