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—Algún día tendremos que enseñar a los enanos a trepar a los árboles —repuso Gilthas.

Granito Blanco resopló y rió divertido ante tal idea. Volvió a sacudir la cabeza y se marchó túnel adelante, gritando palabras de ánimo a los enanos que trabajaban para mantener el pasadizo libre de rocas desprendidas y para comprobar que los soportes que utilizaban para apuntalar techo y paredes eran fuertes y seguros.

Los últimos elfos que entraron en el túnel fueron doce miembros de una misma familia. La hija mayor, que casi había llegado a la mayoría de edad, se había ofrecido voluntaria para cuidar de los pequeños. El padre y la madre, ambos expertos guerreros, se quedarían para luchar por su ciudad.

Gilthas reconoció a la joven, a quien recordaba del baile de máscaras celebrado no hacía mucho. Se acordaba de haberla visto bailar, con los ojos relucientes de felicidad y entusiasmo. Ahora llevaba el cabello despeinado y sucio, lleno de hojas secas entre las que había permanecido escondida. Su vestido aparecía roto y manchado. Estaba pálida y asustada, pero se mostraba resuelta y firme, sin dejar traslucir su miedo, porque los niños esperaban una actitud valerosa en ella que les transmitiera seguridad.

El viaje desde Qualinost había sido lento. Desde el día en que Beryl sorprendió a un grupo de elfos en la calzada y los mató a todos con una bocanada de su aliento ponzoñoso, los refugiados no se habían atrevido a viajar por campo abierto, sino que habían caminado a través de los bosques, permaneciendo quietos como un conejo en presencia de un zorro cuando la Verde sobrevolaba su posición. En consecuencia, su avance había sido penoso y desesperantemente lento.

Gilthas vio a la jovencita coger en brazos a un chiquitín, que apenas sabía caminar, del cobijo de hojas y agujas secas y, tras llamar a los demás pequeños para que fueran junto a ella, corrió hacia el túnel. Los niños la siguieron, los de mayor edad cargando a los más pequeños en la espalda.

¿Y adonde iba esa muchacha? A Silvanesti, una tierra que para ella sólo era un sueño. Un triste sueño, pues toda su vida había oído contar que a los silvanestis no les gustaban, que desconfiaban de sus parientes qualinestis. Sin embargo, ahora iba de camino para suplicarles asilo. Antes de llegar allí, ella y sus hermanos tendrían que recorrer kilómetros bajo tierra y después emerger para cruzar el árido y desierto territorio conocido como Praderas de Arena.

—¡Vamos, aprisa! —urgió Gilthas, que creía haber vislumbrado al dragón sobre las copas de los árboles.

Cuando el último pequeño hubo entrado, Gilthas cogió la cubierta de ramas entrelazadas y la colocó en la abertura, ocultándola.

La muchacha se paró en el túnel e hizo un rápido recuento. Tras comprobar que todos sus hermanos se encontraban allí, se las arregló para dedicar una sonrisa a Gilthas. Después alzó la cabeza, colocó en una postura más cómoda al chiquitín, cargado a su espalda, y empezó a entrar en el túnel propiamente dicho. Uno de los pequeños retrocedió.

—No quiero ir, Trina —dijo con voz temblorosa—. Está oscuro ahí dentro.

—No, no lo está —intervino Gilthas. Señaló una esfera que colgaba del techo y de cuyo interior irradiaba una suave luz que alumbraba la oscuridad—. ¿Ves esa linterna? —preguntó al niño—. Encontrarás linternas iguales a todo lo largo del túnel. ¿Sabes lo que produce la luz?

—¿Una llama? —preguntó el crío, dubitativo.

—Un bebé gusano —explicó Gilthas—. Los gusanos adultos excavan los túneles para nosotros, y sus pequeños nos alumbran el camino. Ahora ya no tienes miedo, ¿verdad?

—No —contestó el pequeño elfo. Su hermana le lanzó una mirada escandalizada y el chiquillo se puso colorado—. Quiero decir, no, majestad.

—Bien. Entonces, en marcha.

—¡Dejad paso! ¡Gusano en camino! ¡Dejad paso! —gritó una voz profunda, primero en lengua enana y después en elfa.

El enano hablaba el elfo como si tuviese la boca llena de piedras, de modo que los niños no le entendieron. Gilthas se acercó de un salto a la muchacha.

—¡Atrás! —gritó a los otros niños—. ¡Retroceded hacia la pared, deprisa!

El suelo del túnel empezó a temblar.

El rey agarró a la jovencita y la apartó del centro del túnel de un tirón. Ella estaba aterrada, y el chiquitín que cargaba a la espalda se puso a llorar de miedo. Gilthas lo cogió en brazos y lo tranquilizó lo mejor que pudo. Los demás niños se amontonaron alrededor, mirando con los ojos abiertos de par en par; algunos empezaron a llorar.

—Fijaos bien en esto —dijo el rey, sonriéndoles—. No tenéis por qué asustaros. Son nuestros salvadores.

La cabeza de uno de los gusanos gigantes que los enanos utilizaban para excavar apareció en el fondo del túnel. El gusano no tenía ojos, pues vivía bajo tierra, en la oscuridad. Dos cuernos sobresalían en lo alto de su cabeza. Un enano, sentado en una gran cesta sujeta sobre la espalda del gusano, sostenía las riendas de un arnés de cuero. El arnés rodeaba los dos cuernos y permitía al enano guiar al urkhan del mismo modo que un jinete elfo guiaba a su caballo.

El gusano no prestaba atención al enano encaramado a su espalda; al urkhan sólo le interesaba su comida. El animal escupió líquido en la sólida roca, a un lado del túnel. El líquido expelido siseó sobre la piedra y empezó a burbujear. Grandes pedazos de roca se desprendieron y cayeron al suelo del túnel. Las fauces del urkhan se abrieron, cogieron uno de los trozos, y lo engulleron.

El gusano se acercó, arrastrándose; un espectáculo aterrador. Su cuerpo enorme, sinuoso y cubierto de limo era de un color marrón rojizo y ocupaba la mitad del túnel. El suelo se sacudía bajo su peso. Los vaqueros de urkhans, como se los llamaba, ayudaban al jinete a guiar al gusano por unas riendas incorporadas a cinchas ceñidas al cuerpo del animal.

Mientras el gusano se acercaba a Gilthas y a los niños, de repente giró su ciega cabeza y empezó a virar hacia el lado del túnel en el que se encontraban. Por un instante, Gilthas temió que los aplastara. La jovencita se aferró con fuerza a él; el elfo la pegó contra la pared, escudándola a ella y a todos los pequeños que pudo con su cuerpo.

Los vaqueros conocían su oficio y reaccionaron rápidamente. Voceando maldiciones, los enanos empezaron a tirar de las riendas y a golpear al urkhan con puños y palos. La criatura soltó un gran resoplido y, sacudiendo la enorme cabeza, volvió a su ruta anterior y a su comida.

—¡Ea, ya está! ¿Veis? No ha pasado nada —dijo Gilthas en tono alegre.

Los niños no parecían muy tranquilos, pero a una orden tajante de su hermana mayor se pusieron en fila y comenzaron a avanzar túnel adelante, sin dejar de dirigir miradas desconfiadas al gusano cuando pasaron junto a él.

Gilthas se quedó atrás, esperando. Había prometido a su esposa que se reuniría con ella a la entrada del túnel. Se disponía a volver junto al acceso cuando sintió la mano de ella en su hombro.

—Amor mío —dijo la elfa.

Su roce era suave, su voz dulce y confortadora. Debía de haber entrado mientras él ayudaba a los niños. Le sonrió, y la negra desesperación que el dragón había suscitado en él se desvaneció con el brillo de la luz de la larva que se reflejaba en la dorada melena de la elfa. Sólo dispusieron de tiempo para compartir uno o dos besos, nada más, ya que ambos tenían noticias que comunicarse y asuntos urgentes que discutir.

Los dos empezaron a hablar al mismo tiempo.

—Esposo, la noticia que nos llegó es cierta. ¡El escudo ha caído!

—¡Esposa, los enanos han aceptado!

Se callaron de golpe ambos, se miraron y soltaron una carcajada.

Gilthas no recordaba la última vez que se había reído o que había oído la risa de su mujer, e interpretó aquello como un buen augurio.

—Tú primero —dijo.

La elfa se disponía a continuar, pero entonces miró en derredor y frunció el entrecejo.

—¿Dónde está Planchet? ¿Y tu guardia personal?