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Galdar lo ignoraba. No conocía la respuesta.

21

Una visita inesperada

Palin levantó la vista del libro que había estado examinando y se frotó los ojos llorosos y la nuca. Su vista, antaño tan clara y aguda, se había deteriorado con la edad. Todavía veía bien de lejos, pero para leer tenía que utilizar lentes que ampliaban el texto o —a falta de ellas— tenía que apartar el libro o el pergamino hasta lograr enfocar la escritura. Cerró el volumen, frustrado, y lo empujó a través de la mesa de piedra, uniéndolo a los otros libros que no le habían servido de ayuda.

El mago echó una ojeada, con pocas esperanzas, a los otros volúmenes que había encontrado en las estanterías y que aún no había leído. Había elegido ésos sencillamente porque había reconocido la letra de su tío en las cubiertas y porque se referían a objetos mágicos. No tenía razones para suponer que alguno de ellos trataba sobre el ingenio de viajar en el tiempo.

En el fondo, su sinceridad lo obligaba a reconocer que su lectura lo deprimía. Las referencias al arcano arte y a los dioses de la magia lo henchían de recuerdos, añoranzas, anhelos. Aquella estancia donde se encontraba —el laboratorio de su tío— tenía el mismo efecto deprimente en él.

Recordó la conversación mantenida con Dalamar el día anterior, el mismo en que descubrieron la ausencia del kender y en el que él había insistido en entrar en el viejo laboratorio de Raistlin para revisar sus libros de magia, con la esperanza de hallar alguna información útil sobre el ingenio de viajar en el tiempo.

—Sé que el Cónclave de Hechiceros ordenó que se cerrara el laboratorio de Raistlin —había comentado Palin mientras subían la peligrosa escalera que ascendía en espiral por el hueco central de la Torre de la Alta Hechicería, un nombre de lo más inapropiado dadas las circunstancias—. Pero, al igual que la magia, el Cónclave ha desaparecido, y dudo que haya alguien que vaya a pedirnos cuentas.

Dalamar lo miró de reojo, aparentemente divertido.

—Qué necio eres, Majere. ¿De verdad creías que iba a dejar que unas reglas prescritas por Par-Salian me impidieran entrar? Rompí el sello del laboratorio hace mucho tiempo.

—¿Por qué?

—¿No lo imaginas? —preguntó a su vez el elfo oscuro, con mordacidad.

—Esperabas encontrar la magia.

—Pensé... En fin, no importa lo que pensé. —Dalamar se encogió de hombros—. El Portal al Abismo, los libros de hechizos... Podía quedar algo. Tal vez esperaba que parte del poder del shalafi perdurase en el lugar donde antaño desarrolló su trabajo. O quizás esperaba encontrar a los dioses... —El elfo hablaba en voz queda, con la mirada fija en la oscuridad, en el vacío—. No me encontraba bien, mi mente estaba febril. En lugar de hallar a los dioses, encontré la muerte. La necromancia. O quizá fue ella la que me encontró a mí.

Al final de la escalera se detuvieron ante la puerta que tantos recuerdos albergaba; la puerta que en otros tiempos resultaba tan imponente, tan intimidante, ahora parecía pequeña y deteriorada. Palin se recordó a sí mismo que habían pasado muchos, muchísimos años desde que la vio por última vez.

—Los espectros que la guardaban antaño ya no están —comentó Dalamar—. Su presencia ha dejado de ser necesaria.

—¿Y el Portal al Abismo?

—No conduce a nada ni a ninguna parte —repuso el elfo.

—¿Y los libros de hechizos de mi tío?

—Jenna podría obtener un precio alto por ellos en su tienda, pero sólo como antigüedades, como objetos curiosos. —Dalamar rompió el cierre mágico—. Ni siquiera habría protegido la puerta si no fuera por el kender.

—¿No entras? —preguntó Palin.

—No. Por imposible que parezca la tarea, voy a seguir buscando al kender.

—Ha pasado un día entero desde que desapareció. Si Tas estuviese aquí, no habría dejado de aparecer en algún momento para molestarnos. Admítelo, Dalamar. Se las ha ingeniado para escapar.

—He rodeado la Torre con una barrera mágica —manifestó, severo, el hechicero elfo—. El kender no puede haber escapado.

—Eso habrá que verlo —comentó Palin.

Asaltado por una sensación de sobrecogimiento y excitación, entró en el laboratorio que había sido de su tío, el lugar donde Raistlin había llevado a cabo algunos de sus hechizos más poderosos y horrendos. Tales sensaciones se evaporaron rápidamente para ser reemplazadas por la tristeza y la desilusión que cualquier persona experimenta al regresar a la casa de su niñez y descubrir que es más pequeña de lo que recordaba y que los propietarios actuales la han descuidado.

La legendaria mesa de piedra, tan grande que un minotauro podría tumbarse en ella, estaba cubierta de polvo y excrementos de ratón. Jarros que en un tiempo guardaban los experimentos de los intentos de Raistlin Majere de crear vida seguían en las estanterías, con sus contenidos secos y consumidos. Los fabulosos libros de hechizos que pertenecieron no sólo a Raistlin Majere, sino también al archimago Fistandantilus, yacían desperdigados y en desorden, con los lomos desmenuzándose y las hojas sucias y cubiertas de telarañas.

Palin se levantó para estirar las piernas acalambradas. Cogió la lámpara a cuya luz había estado leyendo y caminó hacia el fondo del laboratorio, donde se encontraba el Portal al Abismo.

El temido Portal, creado por los magos de Krynn para permitir que aquellos con la fe, el coraje y el poder mágico suficientes entraran en el oscuro reino de Takhisis. Raistlin Majere lo había hecho, pagando cara su osadía. Tan fuerte era la perversidad del Portal que Dalamar, como Señor de la Torre, había sellado el laboratorio y todo cuanto albergaba en su interior.

La tela de la cortina que otrora cubría el acceso se había podrido y colgaba en jirones. Las cabezas talladas de los cinco dragones que habían brillado radiantemente en homenaje a la Reina de la Oscuridad estaban oscuras. Las telarañas les cubrían los ojos, las arañas anidaban en sus bocas. Antaño daban la sensación de estar lanzando un silencioso grito; ahora parecía que boqueaban para coger aire. Palin miró más allá de las cabezas, dentro del Portal.

Donde antes había eternidad ahora sólo quedaba una oquedad vacía, no muy grande, cubierta de polvo y poblada de arañas.

Al oír el roce del repulgo de una túnica en los escalones que conducían al laboratorio, Palin se apartó apresuradamente del Portal, regresó a su asiento y fingió estar de nuevo absorto en la lectura de los antiguos libros de conjuros.

—El kender ha escapado —informó Dalamar mientras abría la puerta.

Una simple ojeada a la expresión fría y furiosa del elfo fue suficiente para que Palin se tragara el comentario de «te lo dije».

—Realicé un conjuro que me descubriría la presencia de cualquier ser vivo en el edificio —continuó Dalamar—. El hechizo te localizó a ti y a miles de roedores, pero a ningún kender.

—¿Cómo logró salir? —inquirió Palin.

—Acompáñame a la biblioteca y te lo mostraré.

A Palin no le importó demasiado abandonar el laboratorio. Se llevó consigo los libros que todavía no había examinado, porque no tenía intención de regresar allí. Lamentaba haber ido.

—Falta de previsión por mi parte, sin duda, ¡pero jamás imaginé que fuera necesario tapar mágicamente la chimenea! —comentó Dalamar. Se agachó para examinar el interior del hogar e hizo un gesto irritado—. Mira, hay un montón de hollín caído en el suelo, así como varios trozos de piedra rotos que aparentemente se han soltado de la pared. La chimenea es estrecha, y la subida larga y ardua, pero eso sólo sería un acicate para el kender, en lugar de desanimarlo. Una vez fuera, pudo descender por un árbol y abrirse camino por Foscaterra.