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—¿Y yo no tengo ni voz ni voto en esto? ¿Cuáles son esos requisitos a los que te refieres? —demandó Dalamar, ceñudo.

—Tengo prohibido revelarlos. Todavía no. En cuanto a que no tengas ni voz ni voto, tu opinión no cuenta para nada. El Único ha decidido que ha de hacerse así y, en consecuencia, así se hará.

Los oscuros ojos del elfo parpadearon; su expresión se suavizó.

—Tu invitado es bienvenido a la Torre, señora. Con vistas a hacer cómoda su estancia, sería de gran ayuda saber algo sobre esa persona... ¿él o ella? ¿Un nombre, tal vez?

—Gracias, hechicero —fue cuanto dijo Mina antes de dar media vuelta.

—¿Cuándo llegará tu invitado? —insistió Dalamar—. ¿Cómo sabré que es la persona que esperas?

—Lo sabrás —contestó, escueta, Mina—. Nos vamos, Galdar.

El minotauro ya había cruzado la estancia y extendía la mano hacia el picaporte de la puerta.

—Hay un favor que podrías hacerme a cambio, señora —dijo suavemente el elfo.

—¿Cuál, hechicero? —inquirió la joven, que había vuelto la cabeza hacia él.

—Un kender, al que estaba utilizando en un experimento importante, ha escapado —explicó Dalamar con tono despreocupado, como si el kender fuese un ratón enjaulado cuya ausencia se descubre en una comprobación rutinaria—. Su pérdida no tiene importancia para mí, pero sí la tiene el experimento. Me gustaría recuperarlo, y se me ocurre que quizá, durante tu marcha con un ejército a través de Foscaterra, podrías topar con él. Si así ocurriese, agradecería mucho que me lo entregaras. Dice llamarse Tasslehoff, como tantos de su raza hoy en día —añadió con una sonrisa encantadora y trivial.

—¡Tasslehoff! —El interés de Mina se había despertado de pronto; una arruga se marcaba en su frente—. ¿El Tasslehoff que llevaba consigo el ingenio para viajar en el tiempo? ¿Lo has tenido aquí? ¿Has tenido en tu poder al kender y el ingenio, y has dejado que se te escape?

Dalamar la miraba de hito en hito, desconcertado. El hechicero elfo era cientos de años mayor que la muchacha; se lo había considerado uno de los magos más grande de todos los tiempos; aunque trabajaba con la parte oscura de la magia se había ganado el respeto, ya que no el afecto, de quienes lo hacían en la parte de la luz, y, sin embargo, los ambarinos ojos de Mina lo tenían clavado en la silla. Dalamar se retorció bajo aquella mirada, forcejeó, pero ella lo tenía atrapado y lo aferraba firmemente.

Dos intensos rosetones se marcaron en las pálidas mejillas de Dalamar. Los esbeltos dedos del elfo acariciaron con nerviosismo un fragmento de la talla del escritorio, una hoja de roble; siguieron el trazado una y otra y otra vez, hasta que Palin sintió deseos de salir de su escondrijo y asir aquella mano para que se parara.

—¿Dónde está el ingenio? —demandó Mina, que avanzó hasta situarse de nuevo ante el escritorio, mirándolo desde arriba—. ¿Se lo llevó él o lo tienes tú aquí?

El elfo había llegado a su límite. Se puso de pie, la miró desde su aventajada estatura, a lo largo de su nariz aquilina, desde la seguridad que le daba su propio poder.

—Eso no es en absoluto de tu incumbencia, lady Mina.

—De mi incumbencia no —repuso ella, en absoluto intimidada. De hecho, fue Dalamar el que pareció ir encogiéndose a medida que la joven hablaba—. Del Único. Todo lo que ocurre en este mundo es de su incumbencia. El Único ve tu corazón, tu mente y tu alma, hechicero. Aunque ocultes la verdad a los ojos de los mortales, no puedes ocultársela al Único. Buscaremos a ese kender y, si lo encontramos, haremos con él lo que tenga que hacerse.

Giró de nuevo sobre sus talones y se alejó serena, sin inmutarse.

Dalamar siguió de pie detrás del escritorio; la mano que había trazado con nerviosismo el perfil de la hoja de roble se apretó fuertemente, escondida bajo la manga de la túnica.

Al llegar a la puerta, Mina se volvió. Su mirada pasó sobre Dalamar —un insecto más en su caja de exposición— y se clavó en Palin. En vano el mago se dijo que la joven no podía verlo. Lo atrapó, lo retuvo.

—Crees que el artefacto se perdió en la Ciudadela de la Luz, pero te equivocas. Regresó con el kender, que ahora lo tiene en su posesión. Por eso huyó.

Palin apagó la luz mágica. En la oscuridad sólo vio aquellos ojos ambarinos, sólo oyó la voz de la chica. Se quedó allí tanto tiempo que Dalamar fue a buscarlo. Las leves pisadas del elfo apenas sonaron en los peldaños, y Palin no lo oyó hasta que percibió un movimiento. Alzó la vista, alarmado, y se encontró con el elfo de pie frente a él.

—¿Qué haces aquí todavía? ¿Te encuentras bien? Estaba convencido de que te había pasado algo —dijo Dalamar, irritado.

—Y me ha pasado —contestó Palin—. Ella es lo que me ha pasado. Me vio. Me miró directamente. ¡Las últimas palabras que pronunció iban dirigidas a mí!

—Imposible. Ningunos ojos, ni siquiera unos de color ámbar, pueden ver a través de piedra sólida y magia.

Palin sacudió la cabeza, nada convencido.

—Me habló —insistió.

Esperaba una réplica sarcástica de Dalamar, pero el elfo oscuro no estaba de humor para bromear, al parecer, ya que subió los peldaños que conducían hasta el laboratorio sin decir palabra.

—Conozco a esa chica, Dalamar.

El elfo se detuvo y se volvió para mirarlo fijamente.

—¿Qué?

—Hacía mucho tiempo que no la veía, desde que se escapó. Era una huérfana. Un pescador la encontró en la playa, donde la había arrastrado la corriente, en la isla de Sancrist. La llevó a la Ciudadela de la Luz, al asilo de huérfanos, y se convirtió en la favorita de Goldmoon, casi una hija para ella. Hace tres años escapó. Había cumplido los catorce en aquel tiempo. Goldmoon estaba desconsolada. Mina tenía un buen hogar, la querían, la mimaban; parecía feliz, sólo que en mi vida nunca había visto a una criatura que hiciese tantas preguntas como ella. Nadie entendió por qué se escapó. Y ahora... Es una dama negra. A Goldmoon se le romperá el corazón.

—Qué extraño —comentó, pensativo, Dalamar, y continuaron subiendo la escalera—. Así que la crió Goldmoon...

—¿Crees que es verdad lo que dijo sobre Tas y el artefacto? —preguntó Palin mientras salían de la escalera secreta.

—Por supuesto que lo es —contestó el elfo, que se dirigió hacia una ventana y contempló los cipreses—. Eso explica por qué huyó el kender. Temía que lo descubriéramos.

—Y lo habríamos hecho, si nos hubiésemos molestado en considerar detenida y racionalmente el asunto, en lugar de dejarnos llevar por el pánico. ¡Qué necios somos! El ingenio vuelve siempre con la persona a la que pertenece. Incluso en piezas, siempre vuelve.

La frustración de Palin era obvia; sentía la imperiosa necesidad de hacer algo, pero no podía hacer nada.

—Podrías buscarlo, Dalamar. Al menos tu espíritu puede recorrer este mundo...

—¿Y hacer qué? —demandó el otro hechicero—. Si lo encontrara, lo que sería un milagro portentoso, lo único que conseguiría sería asustarlo de tal modo que se ocultaría más hondo en el agujero que quiera que se haya metido.

Dalamar había seguido mirando a través de la ventana y, de repente, se puso tenso.

—¿Qué pasa? —preguntó, alarmado, Palin.

Dalamar no contestó y se limitó a señalar al exterior.

Mina caminaba a través del bosque, sobre las secas agujas de las coniferas.

Los muertos se agrupaban alrededor de Mina. Los muertos se inclinaban ante ella.

22

Reunión de viejos amigos

Un kender nunca se siente mal durante mucho tiempo, ni siquiera, como era el caso de Tas, después de haber topado con su propio fantasma. Cierto, había sido muy impresionante, y Tasslehoff todavía experimentaba una desagradable náusea cada vez que lo pensaba, pero sabía cómo manejar lo de las arcadas. Contenía la respiración mientras bebía cinco sorbos de agua, y entonces la náusea desaparecía. Hecho esto, su siguiente decisión fue que tenía que abandonar aquel sitio terrible donde los muertos iban por ahí revolviéndole a uno el estómago. Tenía que marcharse, cuanto antes, y no volver nunca, nunca.