—Oh, sí —aseguró Tas, que agarró con fuerza la mano de Acertijo—. Él guarda el dinero.
—¡No menciones el dinero! —espetó el gnomo, furioso.
—Una confusión mía, sin duda. —Se disculpó Tas, que luego añadió en un susurro:— No te preocupes, Acertijo. Yo lo arreglaré todo.
Sabedor de que ese «yo lo arreglaré todo» se reflejaba en los anales de la historia de Krynn como las últimas palabras que muchos compañeros de kenders oían en este mundo, el gnomo no se sintió reconfortado precisamente.
23
El consejo de Caballeros de Solamnia
Goldmoon estaba agotada por el largo viaje, tanto como si su cuerpo fuera el frágil y viejo cuerpo que debería tener, no ese otro extraño, joven y fuerte. Había llegado a utilizarlo del mismo modo que usaba el cayado de madera, para que la condujese a dondequiera que se la convocaba. El cuerpo la transportaba largas distancias cada día sin cansarse. Comía y bebía. Era joven y hermoso. La gente se quedaba embelesada con él y la ayudaban de buen grado. Los granjeros le daban alojamiento en sus humildes chozas y facilitaban su andadura llevándola en sus carretas durante un trecho. Lores y ladies la acogían en sus castillos y le proporcionaban carruajes para cubrir tramos de su viaje. En consecuencia, gracias al nuevo cuerpo, había viajado hasta Solanthus mucho más deprisa de lo que había previsto.
Creía que eran su belleza y su juventud las que embelesaban a la gente, pero se equivocaba. Granjeros y nobles veían que era hermosa al principio, pero después miraban sus ojos y captaban en ellos un pesar y una búsqueda anhelante que los conmovían profundamente, tanto al plebeyo que compartía una hogaza de pan con ella y recibía sus palabras de agradecimiento con la cabeza inclinada, como la dama acaudalada que la besaba y le pedía su bendición. En el pesar de Goldmoon veían reflejados sus propios miedos y angustias. En su búsqueda veían su propio anhelo de algo más, de algo mejor, de algo en que creer.
Lady Odila, al advertir la palidez del semblante de Goldmoon y sus pasos inestables, la condujo directamente al edificio donde se reunía el Consejo de Caballeros y la llevó a un cuarto cómodo, en la cámara principal, donde ardía un fuego acogedor en la chimenea. La dama ordenó a unos sirvientes que le llevasen agua para que pudiera quitarse el polvo y la suciedad del camino, y también comida y bebida. Una vez que se hubo asegurado de que no podía hacer nada más para que Goldmoon se sintiese cómoda, lady Odila se marchó. Envió un mensajero al templo de los místicos para informar de la llegada de Goldmoon, en tanto que ella disponía de sus prisioneros, Tasslehoff y Acertijo.
Goldmoon comió y bebió sin saborear ni saber qué ingería. El cuerpo exigía combustible para seguir funcionando, y ella no tenía más remedio que atender a sus demandas. Debía continuar, ir tras el río de los muertos, que la llamaban y la arrastraban en su helada y pavorosa corriente. Buscaba entre los rostros fantasmales que se apiñaban a su alrededor a los que conocía: Riverwind, Tika, Caramon, su amada hija... Todos los viejos amigos que habían partido de este mundo dejándola sola. No los encontraba, pero tal cosa no era de extrañar habida cuenta del número ingente de almas, cada una de ellas como una gota en el impetuoso y sobrecogedor río.
El nuevo cuerpo era saludable y fuerte, pero se sentía cansada; tan, tan cansada. Se veía a sí misma como la llama de una vela que arde dentro de una lámpara ornamentada. La llama ardía débilmente, la cera se había derretido, el pabilo se había quemado casi por completo. Lo que no podía ver era que a medida que la llama se consumía, su luz brillaba más y más resplandeciente.
El dios Único. Goldmoon no recordaba haber hablado de El. No había dicho nada, pero había soñado con Él a menudo, el mismo sueño una y otra vez, de manera que su reposo era casi tan agotador como sus horas de vigilia.
En el sueño, Goldmoon se encontraba de nuevo en el templo de la antigua ciudad de Xak Tsaroth. Sostenía en sus manos la Vara de Cristal Azul, y ante ella se alzaba la estatua de la bendita Mishakal, diosa de la curación. Las manos de la estatua estaban entrecerradas como si sostuviesen un cayado, pero no había ninguno en ellas. Como había hecho una vez, tanto tiempo atrás, entregó la Vara a la estatua. En aquella ocasión la estatua la había aceptado y Goldmoon había llegado a comprender el amor inmenso que los dioses sentían por sus criaturas. Sin embargo, en el sueño, cuando intentaba dársela a la diosa, la cristalina Vara se hacía añicos y le cortaba las manos, que de inmediato se cubrían de sangre. Su gozo se tornaba terror.
El sueño terminaba al despertarse, temblorosa y desconcertada.
Reflexionó sobre lo que presagiaba ese sueño. Al principio pensó que significaba una cosa, después otra. Siguió cavilando hasta que las imágenes empezaron a girar en su mente, persiguiéndose, semejando una serpiente mordiéndose la cola. Cerró los ojos y apretó los párpados con los dedos, intentando que la rueda desapareciera.
—¿Hija de Goldmoon? —sonó una voz preocupada.
La mujer dejó caer las manos, sobresaltada, y al abrir los ojos se encontró mirando el rostro afable e inquieto del Señor de la Estrella, Mikelis. Lo conocía. Había estudiado en la Ciudadela de la Luz, donde había sido un alumno excelente, un sanador competente y solícito. Solámnico de nacimiento, había regresado a Solanthus y ahora era la cabeza del Templo de la Luz de esa ciudad. A menudo habían pasado horas charlando, y Goldmoon suspiró al ver que no la reconocía.
—Lo siento —se disculpó él—. No quería asustarte, hija. No habría entrado sin llamar a la puerta, pero lady Odila me dijo que temía que te sentías mal y que quizá te habías dormido. Aun así, me alegra ver que has comido con buen apetito.
Mikelis miró un tanto perplejo los numerosos platos y un cestillo del pan, completamente vacíos. El extraño cuerpo había ingerido una cena que habría bastado para dos personas, y no había dejado ni las migajas.
—Gracias, Maestro de la Estrella —dijo Goldmoon—. No me has asustado. He hecho un largo viaje y estoy fatigada, amén de la angustia que me ha causado la noticia de que la ciudadela había sido atacada. Ignoraba lo ocurrido hasta ese momento...
—Algunos murieron —dijo Mikelis mientras se sentaba a su lado—. Lloramos su pérdida y esperamos que sus espíritus volaran de este mundo al próximo. Hija, ¿te sientes mal? —preguntó, alarmado repentinamente—. ¿Puedo hacer algo?
Goldmoon se había sobresaltado al oír el comentario sobre los espíritus y, sacudida por un escalofrío, miró en derredor. Los fantasmas abarrotaban el cuarto; unos la observaban, otros vagaban sin descanso, algunos trataban de tocarla y otros ni se fijaban en ella. Nunca permanecían mucho tiempo; se veían forzados a continuar, a unirse al río que fluía ininterrumpidamente hacia el norte.
—No —contestó aturdida—. Es esa terrible noticia...
Sabía que era mejor no intentar explicárselo. Mikelis era un hombre bueno, consagrado a su tarea, pero no entendería que los espíritus no podían volar de este mundo a ningún sitio, que estaban atrapados, prisioneros.
—Lamento decir que no hemos tenido noticias de tu madre —añadió Mikelis—, pero lo vemos como una señal esperanzadora de que Goldmoon no fue herida en el ataque.
—No lo fue —dijo secamente Goldmoon. Mejor acabar con todo eso de una vez y contar la verdad. No disponía de mucho tiempo. El río la arrastraba a seguir adelante—. Goldmoon no resultó herida en el ataque porque no se encontraba allí. Huyó. Dejó a los suyos para hacer frente a los dragones sin ella.
La expresión del Maestro de la Estrella se tornó preocupada.
—Hija, no hables tan irrespetuosamente de tu madre.
—Sé que huyó —continuó la mujer, impaciente—. No soy la hija de Goldmoon como tú muy bien sabes. Maestro de la Estrella. Sabes que sólo tengo dos hijas, una de las cuales... murió. Soy Goldmoon. He venido a Solanthus para relatar mi historia ante el Consejo de Caballeros, para ver si pueden ayudarme y también para advertirles. A buen seguro —añadió— habrás oído hablar de mi transformación «milagrosa».