Era obvio que el Maestro de la Estrella se sentía incómodo, que intentaba no mirarla fijamente y, sin embargo, no podía apartar los ojos de ella. La miraba, y luego apartaba rápidamente la vista sólo para volver a posar sus ojos en ella con desconcierto.
—Algunos de nuestros jóvenes místicos hicieron un viaje de peregrinación a la Ciudadela no hace mucho —admitió finalmente—. Regresaron con la historia de que habías sido favorecida con la gracia de un milagro, que se te había devuelto la juventud. Confieso que pensé que era exceso de exaltación juvenil desbordada. —Hizo una pausa y volvió a mirarla, ahora sin disimulo—. ¿De verdad eres tú, Primera Maestra? Perdóname, pero hemos recibido información de que los caballeros negros se han infiltrado en las Órdenes de los Místicos —añadió, azorado.
—¿Te acuerdas de la noche que nos sentamos bajo las estrellas y hablamos de los dioses que habías conocido en tu infancia y de cómo, siendo aún un niño, sentías que estabas llamado a ser un clérigo de Paladine?
—¡Primera Maestra! —exclamó Mikelis; le tomó las manos y las besó—. Eres tú realmente, y es un verdadero milagro.
—No, no lo es —lo contradijo, cansada—. Soy yo, pero no soy yo. No es un milagro, es una maldición. No espero que lo entiendas, porque ni yo misma lo comprendo. Sé que gozas del respeto y la veneración de los caballeros. Mandé llamarte para pedirte un favor. Tengo que hablar ante el Consejo de Caballeros y no puedo esperar hasta la semana próxima o hasta el mes que viene o hasta cuando quiera que hagan un hueco para mí en su calendario de trabajo. ¿Puedes conseguir que entre ahora para que me reciban hoy?
—¡Claro! —contestó Mikelis, sonriente—. No soy el único místico al que veneran. Cuando sepan que Goldmoon, la Primera Maestra, se encuentra aquí, estarán encantados de darte audiencia. El Consejo ha levantado la sesión, pero sólo para comer. Están celebrando una sesión especial para decidir la suerte de un espía, pero no les llevará mucho tiempo. Una vez que ese sórdido asunto haya quedado resuelto, tu presencia será como un rayo de luz en la oscuridad.
—Me temo que sólo he venido a hacer más profunda esa oscuridad, pero eso no está en mi mano remediarlo. —Goldmoon se levantó de la silla y cogió el cayado de madera—. Condúceme a la sala de consejos.
—Pero, Maestra —protestó Mikelis mientras se incorporaba también—, los caballeros estarán sentados a la mesa, y quizá tarden un rato. Además, está el asunto del espía. Deberías quedarte aquí, cómodamente.
—Nunca me siento cómoda —repuso la mujer, en cuya voz había un timbre tajante a causa de la impaciencia y la cólera—, de modo que no importa si me quedo aquí o me siento en una sala con corrientes de aire. He de hablar ante el Consejo hoy mismo. ¿Quién sabe si ese asunto del espía se alarga y me mandan un recado para que regrese mañana?
—Maestra, te aseguro...
—¡No! No estoy dispuesta a que mi audiencia se posponga hasta mañana o hasta cuando les venga bien a ellos. Si me encuentro presente en la sala, no podrán negarse a oírme. Y tú no mencionarás lo de este supuesto milagro.
—Desde luego, Maestra, si ése es tu deseo —dijo Mikelis.
Parecía dolido. Lo había decepcionado. Había un milagro, justo ante sus ojos, y no le permitía enorgullecerse de él.
«La Vara de Cristal Azul se hacía añicos en mis manos.»
Acompañó al Maestro de la Estrella a la sala de consejos, donde Mikelis convenció a los guardias para que la dejaran pasar. Una vez dentro, el místico empezó a preguntarle si estaba cómoda —es decir, vio las palabras formándose en sus labios—, pero balbuceó y, con una disculpa farfullada, anunció que iba a informar al caballero coronel que estaba allí. Goldmoon tomó asiento en la gran cámara decorada con rosas, donde las paredes devolvían el eco de cualquier ruido. El olor de las flores perfumaba el aire.
Esperó sola en la oscuridad, ya que la estancia estaba orientada al este, de manera que no recibía la luz de la tarde, y las velas que la habían alumbrado se habían apagado al marcharse los caballeros. Los criados se ofrecieron para llevar una lámpara, pero Goldmoon prefirió permanecer en la oscuridad.
Al mismo tiempo que Mikelis conducía a Goldmoon a la cámara del consejo, Gerard era escoltado por lady Odila, desde su celda en la prisión, a la reunión con el Consejo de Caballeros. No había recibido mal trato, considerando que lo tenían por un Caballero de Neraka. No lo habían atado al potro ni lo habían colgado por los pulgares. Lo habían llevado ante el inquisidor, que lo acosó con preguntas durante días, las mismas una y otra vez, haciéndolas al azar, pasando de lo más reciente a cosas anteriores, siempre esperando pillarlo en una mentira.
Gerard se encontró ante una disyuntiva. O relataba su historia de principio a fin, empezando con un kender muerto que viajaba en el tiempo y acabando con su involuntario cambio de bando, para convertirse en ayudante de campo del gobernador Medan, uno de los más famosos Caballeros de Neraka, o podía afirmar una y otra vez que era un Caballero de Solamnia, enviado en una misión secreta por lord Vivar, y que tenía una explicación perfectamente lógica, razonable e inocente para haber acabado montado en un Dragón Azul y vestido con las ropas de cuero de un jinete de dragones de los caballeros negros, todo lo cual podía esclarecer perfectamente ante el Consejo.
Tenía que reconocer que no era una buena alternativa. Optó por la segunda.
Finalmente, tras muchas horas de agotadores interrogatorios, el inquisidor informó a sus superiores que el prisionero se había cerrado en banda con su historia y que sólo hablaría ante el Consejo de Caballeros. El inquisidor añadió que, en su opinión, el prisionero decía la verdad o era uno de los espías más astutos de la era presente. En cualquier caso, debería ser llevado ante el Consejo para interrogarlo.
En el camino al Consejo, lady Odila desconcertó a Gerard al echar repetidas miradas a su cabello, que seguramente estaría todo de punta, como era habitual.
—Es amarillo —dijo finalmente, molesto—. Y necesita un corte. Por lo general no...
—Los molletes de maíz de Tika —comentó lady Odila, sin apartar los verdes ojos del pelo—. Tienes el cabello tan amarillo como los molletes de Tika.
—¿De qué conoces a Tika? —demandó Gerard, estupefacto.
—¿Y tú? —preguntó ella a su vez.
—Era la propietaria de la posada El Último Hogar, en Solace, donde estaba destacado, como ya he dicho. Si lo que intentas es ponerme a prueba...
—Ah, esa Tika —dijo lady Odila.
—¿Dónde has...? ¿Quién te...?
La dama, con gesto pensativo, sacudió la cabeza y rehusó contestar a sus preguntas. Los dedos de la mujer se cerraban sobre su brazo como un cepo —era corpulenta y tenía manos muy fuertes—; sin darse cuenta lo instaba a caminar a su mismo paso, largo y rápido, sin reparar en que los grilletes y las cadenas de los pies le obstaculizaban los movimientos, de manera que se veía forzado a mantener un incómodo y doloroso trote para no quedarse atrás.
No vio razón para llamar la atención de la dama sobre ese detalle. No pensaba hablar más con esa desconcertante mujer, que se limitaría a hacer un chiste o sacar punta a sus palabras. Se dirigía ante el Consejo de Caballeros, se presentaría ante lores que lo escucharían sin prejuicios. Había decidido qué partes de su historia contaría sin reserva y qué otras se guardaría para sí (como lo del kender muerto que viajaba en el tiempo). Su relato, aunque extraño, era verosímil.
Llegaron a la Cámara de los Caballeros, el edificio más antiguo de Solanthus, que databa de la época en que la ciudad fue fundada por, según la leyenda, un hijo de Vinas Solamnus, el fundador de la Orden de los Caballeros de Solamnia. Edificada con granito recubierto de mármol, la Cámara de los Caballeros había sido una construcción sencilla en su origen, a semejanza de un fortín. Con el paso de las eras se habían ido añadiendo pisos, alas, torres y atalayas, de manera que el sencillo fortín se había transformado en un conjunto de edificios alrededor de un patio central. Se había establecido una escuela donde se instruían los aspirantes a caballeros no sólo en el arte de la guerra, sino también en el estudio de la Medida y cómo debían interpretarse sus leyes, ya que dichos caballeros dedicarían sólo una pequeña parte de su tiempo a la lucha. Nobles lores, eran líderes en sus comunidades y de ellos se esperaba que atendieran peticiones e impartieran justicia. Aunque el vasto complejo de estructuras había sobrepasado hacía mucho tiempo la denominación de «cámara», los caballeros seguían refiriéndose a él con ese término por deferencia al pasado.