Выбрать главу

Gilthas dejó de pasear y se acercó al escritorio, ahora cubierto con grandes mapas de la ciudad y sus alrededores.

—No le diréis nada de esta reunión a mi madre —manifestó Gilthas.

—Es una reunión de vital importancia, majestad —argumentó el gobernador—. Ultimaremos nuestros planes para la defensa de Qualinost y vuestra evacuación. Vuestra madre es muy entendida en esos temas, y...

—Sí, es muy entendida —lo interrumpió Gilthas con tono grave—. Esa es la razón por la que no quiero que asista. ¿No lo entendéis, gobernador? —añadió mientras se inclinaba sobre el escritorio y lo miraba fijamente a los ojos—. Si la invitamos a este consejo de guerra, creerá que esperamos que aporte esos conocimientos, que tome parte...

No acabó la frase. Se irguió bruscamente, se pasó la mano por el cabello y miró sin ver a través de la ventana. Los rayos del sol poniente penetraban sesgados por los cristales, iluminando de lleno al joven monarca. Medan lo observó expectante, deseando que acabara la frase. Advirtió cómo había envejecido el joven a causa de la tensión soportada en las últimas semanas. Había desaparecido el lánguido poeta que contemplaba con apatía el salón de baile. Cierto, esa máscara se la había puesto para engañar a sus enemigos, pero si los había engañado se debía a que parte de la máscara estaba hecha de carne y sangre.

Gilthas era un poeta de talento, un idealista, un hombre que había aprendido a encerrarse en una vida interna porque había llegado a creer que no podía confiar en nadie. El rostro que mostraba al mundo —el de un rey seguro, fuerte y valeroso— era otra máscara como la anterior. Tras ella había un hombre atormentado por las dudas, por la inseguridad, por el miedo. Lo ocultaba magistralmente, pero los rayos del astro que bañaban su cara revelaban las ojeras, la sonrisa tirante que no era sonrisa, los ojos que miraban hacia dentro, a las sombras, no hacia fuera, a la luz del sol.

Medan pensó que debía de parecerse mucho a su padre. Lástima que el semielfo no estuviese allí para aconsejarlo en ese trance, para poner la mano sobre su hombro y asegurarle que sus sentimientos no eran un síntoma de debilidad, que no lo deshonraban. Todo lo contrario, harían de él un líder mejor, un rey mejor. Medan le habría dicho esas palabras, pero sabía que viniendo de él le parecerían ofensivas. Gilthas le dio la espalda a la ventana y el momento pasó.

—Entiendo —dijo Medan, cuando resultó obvio por el incómodo silencio que el monarca no tenía intención de terminar la frase, una frase que presentaba una posibilidad nueva y sorprendente al gobernador. Había supuesto que Laurana se proponía abandonar Qualinost. Quizás había supuesto mal—. Está bien. Planchet, no diremos nada de esta reunión a la reina madre.

La luna salió y alumbró el cielo con un brillo débil y enfermizo. A Medan nunca le había gustado esa extraña luna. Comparada con el plateado resplandor de Solinari y el rojo refulgente de Lunitari, el nuevo satélite parecía melancólico y humilde. Casi podía imaginárselo pidiendo disculpas a las estrellas cada vez que aparecía, como avergonzándose de ocupar su lugar entre ellas. Ahora cumplía con su obligación e irradiaba suficiente luz para que el gobernador no necesitara llevar el llamativo fulgor de antorchas y lámparas a su jardín, unas luces que podrían revelar a cualquier observador aéreo que se preparaba una reunión.

Los elfos expresaron su admiración por el jardín. De hecho, les sorprendía que un humano pudiese crear tal belleza, y su estupor complació a Medan tanto como sus alabanzas, porque significaba que éstas eran genuinas. Su jardín nunca había estado tan embrujadoramente hermoso como esa noche bajo la luz de la luna. Hasta el enano, que veía las plantas únicamente como forraje para ganado, contempló el jardín con una expresión no del todo aburrida y lo calificó de «bonito», aunque soltó un fuerte estornudo un instante después y no dejó de frotarse la nariz durante toda la reunión para aliviar el picor.

La Leona fue la primera en presentar su informe. No hizo comentario alguno sobre el jardín. Su actitud era fría, ciñéndose estrictamente al asunto, yendo directa al grano con la evidente intención de acabar cuanto antes con aquello. Indicó dónde estaba localizado el ejército enemigo, señalando un punto en el mapa que se había extendido sobre una mesa, cerca del estanque de peces.

—Nuestras fuerzas hicieron lo humanamente posible para retrasar el avance del enemigo, pero éramos como tábanos para ese coloso. Lo molestábamos, lo irritábamos, lo picábamos. Podíamos retardarlo, pero no detenerlo. Podíamos matar un centenar de hombres, pero eso no significaba más que un fastidio para él. En consecuencia, ordené a mi gente que se retirara. Ahora ayudamos a los refugiados.

Medan aprobó tal medida.

—Proporcionaréis escolta a la familia real —dijo—. De la que vos misma sois parte —añadió con una sonrisa cortés.

La Leona no se la devolvió. Había pasado muchos años combatiendo contra él, no se fiaba, y el gobernador no la culpaba por ello. Tampoco él se fiaba de la guerrera elfa. Tenía la sensación de que, de no ser por la intervención de Gilthas, se habría encontrado con el cuchillo de La Leona hincado en las costillas.

El gesto del rey era sombrío, igual que ocurría cada vez que se mencionaba su marcha. Medan comprendía al joven monarca, sabía cómo se sentía. La mayoría de los elfos entendían la razón de su partida, pero había otros que no, que murmuraban que el rey abandonaba Qualinost cuando más lo necesitaban, dejando que los suyos murieran para que él pudiese vivir. Medan no envidiaba la vida que le aguardaba al joven monarca: la de un refugiado, la vida en el exilio.

—Escoltaré personalmente a su majestad por los túneles —anunció Granito Blanco—. Después, aquellos de los míos que se han ofrecido voluntarios para la tarea, se quedarán en los túneles bajo la ciudad, listos para ayudar en la batalla. Cuando los ejércitos de la oscuridad entren en Qualinost —el enano sonrió de oreja a oreja— se encontrarán con que de los agujeros salen a recibirlos no sólo las marmotas.

Como para dar énfasis a sus palabras, el suelo tembló ligeramente bajo los pies de los reunidos, una señal de que los gigantescos gusanos devoradores de piedra estaban trabajando.

—Vos y quienes os acompañen deberéis hallaros en los túneles al amanecer, majestad —añadió el thane—. No podemos arriesgarnos a retrasarlo más.

—Allí estaremos —respondió Gilthas, que suspiró y bajó la vista hacia sus puños apretados sobre la mesa.

Medan se aclaró la garganta antes de continuar.

—Y, hablando de la defensa de Oualinost, los espías enviados para infiltrarse en el ejército de Beryl han informado de que no ha habido cambios en su plan de ataque. Primero ordenará a los dragones subalternos que exploren la ciudad para asegurarse de que todo va bien e intimidar a quienes puedan quedar con el miedo al dragón. —El gobernador se permitió esbozar una sonrisa desganada—. Cuando Beryl esté convencida de que Qualinost está desierta y que su precioso pellejo no corre peligro, entrará en la ciudad como líder de sus ejércitos. —Medan señaló en el mapa.

»Qualinost está protegida de ataques por un foso naturaclass="underline" las torrenteras de los dos brazos del río de la Rabia Blanca que la rodean. Hemos recibido información de que las tropas de Beryl ya se están congregando a lo largo de las orillas de esas torrenteras. Hemos cortado los puentes, pero el nivel del cauce es bajo en esta época del año, y podrán vadear los ríos aquí, aquí y aquí. —Señaló las tres zonas—. Eso los obligará a avanzar con lentitud, porque habrán de cruzar unas aguas rápidas que, en algunos puntos, llegarán más arriba de la cintura. Nuestras tropas estarán apostadas aquí —de nuevo señaló en el mapa—, con órdenes de esperar a que un número sustancial de soldados enemigos haya cruzado antes de atacar. —Recorrió con la mirada a los oficiales reunidos.