Выбрать главу

Continuaron en silencio, solos juntos.

—Quiero daros las gracias, gobernador —dijo después Laurana—, por hacerme el cumplido de no intentar disuadirme de este curso de acción.

Medan respondió con una inclinación de cabeza, pero continuó callado. Laurana tenía algo más que decir, y estaba pensando cómo decirlo.

—Aprovecharé esta oportunidad para resarcir errores —continuó, hablando ahora no sólo para él sino para esas voces del pasado—. Era su general, su líder. La Guerra de la Lanza estaba en una fase crítica. Los soldados esperaban que los guiase, y les fallé.

—Os visteis en la disyuntiva de elegir entre el amor y el deber, y elegisteis el amor. Una elección que también yo he hecho —comentó el hombre, con la mirada prendida en los álamos entre los que pasaban.

—No, gobernador, vos elegisteis el deber. El deber hacia lo que amabais. Es diferente.

—Al principio, tal vez —admitió Medan—. Pero no al final.

Laurana lo miró y sonrió.

Se acercaban a Qualinost. La ciudad estaba desierta, como una población abandonada. Medan refrenó su caballo.

—¿Adónde nos dirigimos, señora? No deberíamos cabalgar por las calles. Podrían vernos.

—Vamos a la Torre del Sol. Dentro encontraremos los instrumentos requeridos para mi plan. Parecéis tener reservas, gobernador. Confiad en mí. —Lo miró con una sonrisa traviesa y el hombre la ayudó a desmontar—. No puedo prometeros que la luna desaparezca del cielo, pero puedo daros el regalo de una estrella.

Los dos recorrieron las calles vacías buscando la cobertura de las sombras porque percibían la presencia de observadores en el cielo aunque no podían verlos. A los dragones no se los distinguía fácilmente a la luz de la luna y a través de la niebla que, antes de alborear, se alzaba del río, enroscándose amorosamente entre los troncos de los álamos.

Reinaba el silencio, un silencio fantasmagórico. Los animales se habían metido en sus madrigueras; los pájaros se apiñaban, callados, en los nidos. El olor a incendio, a dragones, a muerte, flotaba en el aire y todas las criaturas se escondían.

«Todas aquellas con sentido común —se dijo el gobernador para sus adentros—. Y luego estamos los demás.»

Tan profundo era el silencio que pensó que si aguzaba el oído podría oír el latir de los corazones de quienes se escondían en las casas. Corazones que palpitaban a un ritmo regular; corazones que palpitaban desbocados; corazones que temblaban de miedo. Podía imaginarse a amantes y a amigos sentados en la oscuridad, en silencio, enlazadas las manos, su contacto transmitiendo las palabras que eran incapaces de pronunciar y que, en cualquier caso, serían insuficientes, no estarían a la altura de las circunstancias.

Llegaron a la Torre del Sol justo cuando la luna se metía. Ubicada en el límite septentrional de la ciudad, se alzaba sobre la colina más alta y proporcionaba una panorámica espectacular de la urbe. Estaba construida con oro bruñido que resplandecía como otro sol cuando los primeros rayos del astro incidían en ella, encendiéndola con calor y vida y la alegría de un nuevo día. Tan brillante era su reflejo que hacía daño a los ojos. A menudo, cuando se aproximaba a la Torre de día, Medan se había visto obligado a apartar la vista para que no lo cegara.

De noche, la Torre reflejaba las estrellas, de manera que resultaba difícil distinguirla —con una miríada de puntos luminosos flotando en su superficie— del cielo nocturno que era su telón de fondo.

Entraron en el edificio por el vestíbulo cuyas puertas nunca se cerraban, y desde allí accedieron a la cámara principal. Laurana llevaba consigo una pequeña linterna para alumbrar el camino. La luz de una antorcha sería demasiado intensa, demasiado perceptible para cualquiera que se encontrase fuera.

Medan ya había entrado en la Torre en otras ocasiones para asistir a varias ceremonias, pero su belleza nunca dejaba de impresionarle. El cuerpo central se elevaba casi ciento ochenta metros, con dos pináculos más pequeños que sobresalían a los lados. Desde el suelo de la sala se divisaba el techo, un mosaico maravilloso. Las ventanas, que ascendían en espiral por las paredes, estaban situadas de manera que captaban la luz del sol, reflejándola hacia abajo y convergiendo sobre la tribuna, que se alzaba en el centro de la sala principal.

Estaba demasiado oscuro para que Medan pudiese ver el mosaico, que representaba el cielo diurno en una mitad y el nocturno en la otra. De ese modo los qualinestis habían plasmado su relación con sus parientes, los silvanestis. El creador del mosaico había sido optimista, separando las mitades con un arco iris. Habría estado más acertado si lo hubiese hecho con un rayo.

—Quizás ésta sea la razón —musitó Laurana, que miraba hacia arriba, el mosaico todavía oculto en sombras y oscuridad—. Quizás el sacrificio de mi pueblo sea necesario para que haya un nuevo comienzo, un comienzo en el que dos pueblos divididos sean uno por fin.

Medan podría haberle dicho que las razones para la destrucción de Qualinost no tenían nada que ver con nuevos comienzos. Eran razones perversas y horribles, arraigadas en el odio de un dragón hacia todo lo que admiraba, en la necesidad de demoler lo que nunca podría construir y de destruir lo que más ansiaba poseer.

Pero se guardó sus pensamientos para sí mismo. Si la idea de Laurana le procuraba paz, estaba más que dispuesto a dejar que creyera que era así. Y, tal vez, después de todo, las ideas de ambos no eran más que las dos caras de una misma moneda. La de ella, la luz; la de él, la oscura.

Salieron de la sala central y Laurana lo condujo por una escalera hasta una galería que se asomaba a la sala. Puertas de oro y de plata jalonaban el pasillo circular. Laurana iba contándolas conforme pasaban ante ellas, y al llegar a la séptima, tanto empezando por un extremo como por el otro, sacó una llave de una bolsita de terciopelo azul que llevaba colgada de la muñeca. La llave también era de oro y plata. La séptima puerta estaba decorada con la imagen de un álamo, con las ramas extendidas hacia el sol. Medan no vio ninguna cerradura.

—Sé lo que hay en esa habitación —dijo el gobernador—. El Tesoro Real. —Puso sus manos sobre las de ella, impidiendo que siguiese adelante—. ¿Estáis segura de que queréis mostrarme esto, señora? Ahí dentro hay secretos que los elfos han guardado durante miles de años. Quizá no sea sensato descubrirlos, ni siquiera ahora.

—Seríamos como el avaro del cuento que almacena sus riquezas para cuando lleguen malos tiempos y que muere de hambre en el proceso. ¿Querríais que mantuviese bajo llave aquello que quizá podría salvarnos? —preguntó Laurana.

—Me honráis con vuestra confianza en mí, señora —contestó el gobernador mientras hacía una reverencia.

Laurana contó siete ramas del árbol tallado, empezando por abajo, y a continuación contó siete hojas y tocó con la llave en la séptima.

La puerta no se abrió. Desapareció.

Medan contempló una vasta cámara que contenía las riquezas del reino elfo de Qualinesti. Al levantar Laurana la lámpara, el brillo resultó más cegador a los ojos que los rayos del sol incidiendo en la Torre. Arcones con monedas de acero, de oro y de plata cubrían el suelo. Armas de manufactura y diseño fabulosos se alineaban en las paredes. Había barriles repletos de gemas y perlas; las joyas reales —coronas, cetros y diademas, capas cuajadas de rubíes, diamantes y esmeraldas— se exhibían en expositores de terciopelo.

—No os mováis, gobernador —advirtió Laurana.

Medan no tenía intención de hacerlo; estaba petrificado en el umbral y miraba en derredor, enfadado. Se volvió hacia Laurana con una expresión de fría cólera.

—Hablabais de miseria, señora —dijo mientras señalaba—. Tenéis riquezas suficientes aquí para contratar a todos los mercenarios de Ansalon, ¡y acumuláis oro mientras permitís que vuestros súbditos pierdan la vida!