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Medan aprobó la propuesta, entusiasmado.

—Es un plan excelente, general, y asegura nuestra victoria. Creo que, después de todo, quizá siga vivo para pasear por mi jardín.

—Eso espero, gobernador —dijo Laurana mientras le tendía la mano—. Echaría de menos a mi mejor enemigo.

—Y yo al mío —repuso el hombre, que tomó su mano y la besó con respeto.

Subieron la escalera que conducía a la cámara del tesoro ilusoria. Al llegar a la puerta, Laurana se volvió y arrojó la bolsa de terciopelo que contenía la llave dentro de la estancia. La oyeron caer al suelo con un ruido débil, apagado.

—Ahora mi hijo tiene la única llave —musitó quedamente la elfa.

26

Castigo por traición

El dragón Khellendros, cuyo nombre común entre los seres inferiores de Krynn era Skie, tenía su cubil cerca de la cumbre de unos de los picos más pequeños de la montañas Vingaard. A diferencia de otros grandes señores dragones, Malystryx y Sable, Skie disponía de numerosas guaridas, todas ellas magníficas, ninguna de ellas su hogar.

Era un enorme Dragón Azul, el más grande de los de su especie con mucha diferencia, una aberración de Dragón Azul. Mientras que la media de este tipo de reptiles medía doce metros de longitud, Skie había crecido a lo largo de los años hasta alcanzar casi los noventa metros desde la colosal cabeza hasta la restallante cola. Tampoco tenía la misma tonalidad azul que los dragones de este tipo. Antaño sus escamas relucían como zafiros; en cambio, en los últimos años, el intenso azul de sus escamas había perdido color hasta adquirir un tono desvaído, como si tuviese una fina capa de polvo gris. Él era consciente de que ese cambio de color originaba muchos comentarios entre los Azules menores que lo servían. Sabía que lo consideraban una mutación, un fenómeno, y, aunque le obedecían, para sus adentros se tenían por mejores dragones debido a ello.

Pero a Khellendros no le importaba lo que los otros dragones pensaran. Y le daba igual vivir en un sitio u otro, con tal de que no fuese donde estaba. Intranquilo, agitado, se trasladaba de un vasto y serpenteante túnel —excavado en el corazón de alguna gran montaña— a otro, siguiendo un impulso o un antojo, y nunca permanecía mucho tiempo en ninguno de ellos.

Un insignificante humano podría deambular por los extraordinarios laberintos durante un año sin hallar el final. Las vastas riquezas del Azul estaban escondidas en esos cubiles. Los tributos le llegaban a raudales, sin interrupción. Skie era el gran señor de la próspera ciudad de Palanthas.

Al Azul le importaba un bledo el dinero. ¿Para qué le servían a él unas monedas de acero? Todos los cofres de las tesorerías de todo el mundo, llenos a reventar de acero, oro, plata y joyas, no podían proporcionarle lo que deseaba. Ni siquiera su poder mágico, todavía formidable a pesar de la inexplicable debilitación experimentada últimamente, podía proporcionarle su único deseo.

Los dragones más débiles, como Esmaltín, el Azul que era su nuevo segundo al mando, podrían deleitarse con semejante riqueza y sentirse satisfechos con vivir de las ganancias a lo largo de sus míseras e insignificantes vidas.

A Skie le traía sin cuidado el dinero. Nunca lo miraba, se negaba a escuchar los informes al respecto. Deambulaba por las estancias de su caverna hasta que no soportaba seguir viéndolas. Entonces volaba a otro cubil y se instalaba en él, sólo para acabar harto también de ése poco después.

Skie había cambiado de cubil cuatro veces desde la noche de la tormenta, la mágica tormenta que había barrido Ansalon. Él había oído una voz en ella, una voz que reconoció. No había vuelto a oírla desde aquella noche, y la había buscado, colérico. Había sido engañado, traicionado, y culpaba de ello a quien habló en la tormenta. No ocultó su ira. La manifestó continuamente a sus subordinados, sabedor de que acabaría llegando a los oídos adecuados, confiando en que alguien acudiría para aplacarlo.

—Más le vale que me aplaque —retumbó Skie, que hablaba a Esmaltín—. Más le vale darme lo que quiero. Hasta ahora no he intervenido, como acordé. Hasta ahora he dejado que siga con su jueguecito de conquistas. Sin embargo, no he sido recompensado, y me estoy cansando de esperar. Si no me da lo que me corresponde, lo que se me ha prometido, acabaré con ese jueguecito suyo, romperé el tablero y aplastaré las piezas, ya sean peones o caballeros negros.

A Skie lo mantenían informado de los movimientos de Mina. Algunos de sus propios subordinados Azules habían estado entre los que viajaron a Silvanost para transportar a Mina y a sus tropas hasta Foscaterra. En consecuencia, no le sorprendió cuando Esmaltín llegó para comunicarle que Mina deseaba concertar una reunión.

—¿Cómo hablaba de mí? —demandó Skie—. ¿Qué dijo?

—Habló de ti con gran respeto, oh, Tormenta sobre Krynn —contestó Esmaltín—. Me pidió que fueses tú quien fijase la hora y el lugar para la entrevista. Acudirá a tu presencia donde te convenga, aunque ello signifique abandonar a sus tropas en un momento crítico. Mina considera importante la reunión contigo. Te tiene por un aliado y lamenta que estés disgustado por algún motivo o insatisfecho con los acuerdos actuales. No le cabe duda de que todo es un malentendido que se aclarará cuando los dos os reunáis.

Skie gruñó, un sonido que sacudió su gigantesco cuerpo; su tamaño era muchas veces mayor que el del Dragón Azul de relucientes escamas color zafiro, postrado humildemente ante él, con las alas inclinadas y la cola enroscada en un gesto sumiso.

—En otras palabras, que has caído víctima de su embrujo, Esmaltín, como todos los otros. No te molestes en negarlo.

—No lo niego, oh, Tormenta sobre Krynn —contestó el pequeño Azul, y en sus ojos hubo un brillo inusitadamente desafiante—. Ha conquistado Silvanost. Los infames elfos han caído como mies bajo su guadaña. Lord Targonne intentó que la asesinaran y, en cambio, acabó ajusticiado. Ella es ahora la cabecilla de los Caballeros de Neraka. Sus tropas se encuentran en Foscaterra, donde fragua planes para poner cerco a Solanthus.

—¿Solanthus? —bramó Skie.

Esmaltín agitó la cola con nerviosismo. Comprendió que estaba al corriente de noticias que su amo todavía ignoraba, y cuando ese amo se tenía por omnisciente, saber algo antes que él nunca era saludable.

—Sin duda planea hablar de ello contigo antes —balbuceó el pequeño Azul—, que es otra razón por la que acude a reunirse contigo, oh, Tormenta sobre...

—¡Cierra el pico y déjate de lagoterías, Esmaltín! —bramó Skie—. Sal de aquí.

—¿Y la reunión? —se aventuró a preguntar el reptil menor.

—Dile que se reúna conmigo aquí, en el acceso oriental de este cubil —respondió Skie—. Puede venir cuando quiera. Y ahora, déjame en paz.

Esmaltín obedeció encantado. A Skie le importaba un bledo Solanthus. Incluso tuvo que esforzarse para acordarse dónde se encontraba la maldita ciudad, y cuando lo consiguió, le pareció recordar que sus fuerzas ya habían conquistado Solanthus; tenía una vaga idea de ello. Tal vez se trataba de otra ciudad de los humanos. Lo ignoraba y le daba igual, o al menos no le había importado hasta ese momento. Atacar Solanthus sin pedirle permiso era otro ejemplo del desdén mostrado por Mina hacia él, su falta de respeto. Ésta era una ofensa deliberada. Le estaba demostrando que era prescindible, que ya no le era de utilidad.

Ahora Skie estaba furioso y, a pesar de sí mismo, asustado. La conocía desde hacía tiempo, conocía su venganza, su ira. Nunca dirigidas contra él; había sido un predilecto. Claro que después había cometido un error, y ahora se lo estaba haciendo pagar.

El miedo hizo que su furia aumentara. Había elegido la entrada a su guarida como lugar de reunión porque desde allí podía vigilar el entorno. No estaba dispuesto a que lo sorprendieran en el subsuelo, a gran profundidad, atrapado y víctima de una emboscada. Cuando Esmaltín se hubo marchado, Skie paseó impaciente por su cubil y esperó.