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El mendigo ciego había llegado a su destino. Tanteó en derredor con su bastón hasta localizar una piedra grande, se sentó en ella para descansar y pensó qué hacer a continuación. Puesto que estaba ciego, le era imposible establecer visualmente dónde se encontraba con exactitud. Sabía por las preguntas hechas a la gente que encontró en la calzada que se hallaba en Solamnia, en algún punto de las estribaciones de las montañas Vingaard. No le hacía falta conocer exactamente su localización, sin embargo, ya que no seguía las indicaciones de un mapa, seguía lo que le dictaban los sentidos, y éstos lo habían conducido a ese lugar. El hecho de que conociese el nombre del sitio servía meramente para que su mente confirmara lo que su corazón ya sabía.

Espejo, el Dragón Plateado, había viajado una enorme distancia bajo su actual apariencia humana desde la noche de la tormenta, la que lo había herido y chamuscado, derribándolo del cielo sobre Neraka, lanzándolo contra las rocas del suelo. Allí tendido, aturdido, ciego y sangrando, había oído la voz inmortal entonando el Canto de los Muertos y se sintió sobrecogido y aterrado.

Había deambulado sin norte durante un tiempo, buscando y finalmente encontrando a Mina. Habló con ella. Era ella la que entonaba el Canto de los Muertos.

La voz en la tormenta había sido una llamada. Le había hablado de la verdad y, cuando se negó a aceptarla, la Portadora de la Tormenta lo había castigado.

Privado de la vista, Espejo comprendió que quizás era el único ser en todo el mundo que veía realmente. Había reconocido la voz, pero no entendía cómo era posible tal cosa ni por qué. De modo que se había embarcado en una búsqueda para descubrirlo. Para poder viajar no le había quedado más remedio que adoptar una forma humana, ya que un dragón ciego no osaría volar, mientras que un humano ciego podía caminar.

Atrapado en ese frágil cuerpo, Espejo no estaba en condiciones de actuar. Su búsqueda de respuestas sólo le aportó frustración, pues la voz le hablaba continuamente, se mofaba de él, azuzaba su miedo, le cantaba los terribles acontecimientos que ocurrían en el mundo: la caída de Silvanesti, el peligro que afrontaba Qualinost, la destrucción de la Ciudadela de la Luz, el agrupamiento de los muertos en Foscaterra. Ése era su castigo. Aunque no podía ver, se le mostraba con una espantosa claridad cómo morían aquellos que amaba. Los vio extender las manos hacia él pidiendo ayuda, sin poder hacer nada para salvarlos.

El propósito de la voz era conseguir que la desesperación fuese su guía, y casi lo logró. Caminaba a trompicones por el oscuro sendero, tanteando con su bastón, y cuando llegaba a sitios donde el bastón no tocaba nada delante, a veces se preguntaba si no sería más fácil seguir caminando, caer por el borde del precipicio al eterno silencio que cerraría sus oídos a la voz, a la oscuridad de la muerte que no podía ser más negra que las tinieblas en las que vivía.

Buscó a otros de su especie que hubiesen percibido la voz, que quizás hubiesen oído las palabras ancestrales y las hubiesen entendido, pero fue inútil. No encontró más Dragones Plateados. Habían huido, desaparecido. Eso le hizo sospechar que no había sido el único en reconocer la voz, pero no servía de mucho saber que era el único en el mundo —un dragón ciego bajo una forma humana— imposibilitado para hacer nada. En el instante de desesperación, Espejo tomó una resolución desesperada. Un dragón sabría la verdad y quizá la compartiera. Pero no era un amigo; antes bien, se trataba de un enemigo irreconciliable.

Skie, el colosal Dragón Azul, no había llegado a Krynn como un forastero, como era el caso de Malys y los demás. Ya estaba en el mundo desde hacía muchos años. Cierto, Skie había cambiado mucho a partir de la Guerra de Caos. Se había hecho más grande de lo que correspondía a un dragón de su especie. Había conquistado Palanthas, y los caballeros negros gobernaban esa rica región en su nombre. Se había ganado el respeto, a regañadientes, de la gran Roja Malystryx y de su pariente Verde, Beryl. A pesar de que diversos rumores acusaban al gran Azul de haberse vuelto contra los de su propia especie y de devorarlos, al igual que habían hecho Malys y Beryl, al menos él no creía que fuese verdad.

Y basándose en esa creencia Espejo pondría en juego su vida.

Tras su encuentro con Mina, el Dragón Plateado había emprendido viaje en busca de Skie, rastreando a su enemigo con los ojos del alma para seguirle la pista. El rastro lo había llevado hasta aquel lugar, al pie de uno de los cubiles de montaña del gran Azul. Espejo no veía el cubil, pero sí oía al enorme dragón dando vueltas por el interior; sentía sacudirse el suelo con cada paso que daba Skie, y temblar la montaña cuando agitaba la cola. Espejo percibía el ozono del aliento del gran Dragón Azul, notaba en la piel el hormigueo de la electricidad que flotaba en el aire.

Espejo descansó varias horas, y cuando hubo recuperado las fuerzas inició la ascensión por la ladera. Como dragón que era, sabía que Skie habría abierto numerosas entradas a su cubil; sólo tenía que encontrar una de ellas.

Skie contempló con desprecio mal disimulado a la delgada y menuda humana parada ante él. Había albergado la secreta esperanza de que en esa mujer que dirigía ejércitos encontraría, de nuevo, a su perdida Kitiara. Había renunciado a tal esperanza casi de inmediato. En ella no había pasión, no había vehemencia. No había amor a la batalla por mor del desafío y de la emoción de burlar a la muerte. Esa hembra era tan distinta de Kitiara como lo era el hielo de las olas rompientes y espumajosas impulsadas por la tempestad.

El gran Azul estuvo tentado de decirle a esa chica que se marchara y que enviase a un adulto responsable para tratar con él, pero sabía por los informes de sus espías que la muchacha había desconcertado a los solámnicos en Sanction desbaratando su ataque, que había derribado el escudo que cubría Silvanost y que había provocado la ejecución de lord Targonne, quien pasó al olvido fácilmente.

Se hallaba ante él sin temor, sin mostrarse siquiera impresionada a pesar de que habría podido aplastar su esbelto y frágil cuerpo con un mínimo toque de una de sus garras. Sus dientes eran más grandes que esa humana.

—De modo que eres la Sanadora, la Portadora de la Muerte, la Conquistadora de los Elfos —gruñó.

—No —contestó ella—. Soy Mina.

Mientras hablaba, la chica alzó la mirada para cruzarla con la del dragón. Skie miró los ojos ambarinos y se vio dentro de ellos. Se vio a sí mismo pequeño, encogido; más que un dragón, una lagartija. Resultaba inquietante, le producía desasosiego. Hizo un sonido sordo, retumbante, con la garganta, arqueó el potente cuello y movió el inmenso corpachón de manera que la montaña tembló; la demostración de poder y de fuerza hizo que se sintiese más seguro. Empero, en los ojos ambarinos seguía siendo muy, muy pequeño.

—Quien sana, quien dispensa la muerte, quien conquista, es el Único —continuó Mina—. El dios a quien sirvo. El dios Único a quien ambos servimos.

—Y tanto que he servido —repuso, iracundo, Skie—. He servido bien y lealmente. Se me prometió una recompensa.

—Y se te dio. Se te permitió entrar en El Gríseo para buscarla. Si has fracasado en esa búsqueda, no es culpa del Único. —Mina se encogió de hombros y esbozó una sonrisa—. Te das por vencido con mucha facilidad, Skie. El Gríseo es un plano muy vasto. Es imposible que pudieses buscar en todos los sitios. Al fin y a la postre, percibiste su espíritu...

—¿De veras? —Skie agachó la cabeza a fin de mirar directamente a los ojos ambarinos. Esperó verse a sí mismo creciendo, pero fue en vano. Ahora se sentía frustrado, además de furioso. Pensó si no sería un truco. Un truco para librarse de él. Un truco para negarle lo que había ganado. Acercó la inmensa testa a la muchacha y exhaló con frustración el aire sulfuroso.