Las voces de los dragones cesaron. Espejo oyó el rítmico movimiento de las alas al alzar el vuelo. El cubil apestaba a Dragón Azul, pero el instinto le dijo que los demás se habían marchado, que habían dejado sólo a Skie para que muriera. Lo habían abandonado para seguir a Mina.
A Espejo no le sorprendió tal cosa, y tampoco los culpó por ello. Recordaba claramente su propio encuentro con ella. Le había ofrecido curarlo, y él había estado tentado —muy tentado— de aceptar, de dejarla que lo hiciera. No deseaba tanto que le devolviera la vista como que le devolviera algo que había perdido con la marcha de los dioses. Para su desconsuelo, lo había hallado. Se negó a que se acercara a él. La oscuridad que la rodeaba era mucho más profunda que la que lo envolvía a él.
Espejo llegó a la cámara donde yacía Skie, el cual boqueaba, medio asfixiado. La inmensa cola del Azul se movía de un lado a otro, golpeando las paredes de manera espasmódica. Las convulsiones agitaban su cuerpo, que se restregaba contra el suelo; sus alas subían y bajaban, su cabeza se sacudía y las garras arañaban la piedra.
Quizás el Plateado podría sanar el cuerpo de Skie, pero eso no le serviría de mucho si no ocurría otro tanto con su mente. La lealtad a Kitiara se había convertido en amor, un amor imposible que había llegado a ser una obsesión, la cual se había alimentado y fomentado mientras tenía un propósito. Cuando éste se hubo cumplido, la obsesión se transformó en un arma útil.
Sería un acto de piedad dejar que el atormentado Skie muriese, pero Espejo no podía permitirse el lujo de ser misericordioso. Necesitaba respuestas. Necesitaba saber si lo que temía era verdad.
Agachado junto al cuerpo de su moribundo enemigo, el Plateado alzó las alas y las extendió sobre Skie para, acto seguido, empezar a hablar en el arcaico lenguaje de los dragones.
27
La ciudad dormida
Sentado en la plancha de madera que era su cama de la celda, en medio de la oscuridad, mientras escuchaba por cuarta vez la aventura de tío Saltatrampas en el transcurso de una hora, Gerard se preguntó si estrangular a un kender estaría penado con la muerte o si se consideraría un acto meritorio, digno de encomio.
—Tío Saltatrampas viajó a Flotsam en compañía de otros cinco kenders, un gnomo, un enano gully, cuyo nombre no recuerdo. Creo que era Fudge. No, ése era un gully que conocí antaño. ¿Rolf? Quizá. Bueno, digamos que era Rolf. Eso no importa, porque tío Saltatrampas nunca volvió a verlo. Siguiendo con la historia, tío Saltatrampas se había encontrado esa bolsa con monedas de acero, no se acordaba dónde, y pensó que alguien debía de haberla perdido. De ser así, nadie había ido a reclamársela, de modo que decidió que, puesto que lo que contaba para la ley y las nueve vidas de un gato era quién estaba en posesión de un objeto, se gastaría parte de las monedas en objetos mágicos, como anillos, amuletos, y una poción o dos. A tío Saltatrampas le gustaba sobremanera la magia. Solía decir que uno nunca sabía cuándo podría serte útil una buena poción, y que sólo había que acordarse de taparse la nariz al bebérsela. Fue a una tienda de productos mágicos, pero en el momento que cruzó la puerta ocurrió algo maravilloso. El propietario de la tienda resultó ser un mago, y éste le contó al tío Saltatrampas que no muy lejos de Flotsam había una cueva en la que vivía un Dragón Negro, y que el dragón poseía la colección de objetos mágicos más fabulosa de todo Krynn, por lo que el mago no podía aceptar dinero del tío Saltatrampas cuando estaba en sus manos, con un pequeño esfuerzo, matar al Dragón Negro y conseguir todos los objetos mágicos que quisiera. A tío Saltatrampas le pareció una idea estupenda y pidió indicaciones del lugar donde estaba la cueva, que el mago le facilitó amablemente, y él...
—¡Cierra el pico! —instó Gerard, prietos los dientes.
—¿Cómo? —preguntó Tas—. ¿Decías algo?
—He dicho que cierres el pico. Intento dormir.
—Pero si ahora es cuando llega la parte buena de la historia, cuando tío Saltatrampas y los otros cinco kenders van a la cueva y...
—Si no te callas, iré ahí y te haré callar yo —amenazó Gerard en un tono que dejaba claro que hablaba en serio. Se tumbó de costado.
—Dormir es una verdadera pérdida de tiempo, si quieres saber mi opinión...
—No te la he pedido. Cállate.
—Pero yo...
—Chitón.
Gerard oyó rebullir el pequeño cuerpo del kender sobre la dura plancha de madera, la cama situada al lado opuesto de la suya. Para torturarlo, lo habían encerrado en la misma celda que el kender y habían puesto al gnomo en la siguiente.
«Los ladrones se enzarzarán», había comentado el carcelero. Gerard nunca había odiado tanto a nadie como a ese tipo.
El gnomo, Acertijo, se había pasado sus buenos veinte minutos refunfuñando sobre mandatos judiciales y órdenes de arresto y «Klein-hoffel frente a Mencklewink», y bastante más mascullando sobre alguien llamada Miranda, hasta que finamente acabó dormido, arrullado por su cháchara. Al menos, eso era lo que Gerard suponía que había pasado. Se había oído una gárgara y un golpazo procedentes de la celda del gnomo, seguidos de un bendito silencio.
Gerard había estado a punto de dormirse también cuando Tasslehoff —que se había dormido en el mismo momento que el gnomo abrió la boca— se despertó justo cuando el gnomo guardó silencio, y se lanzó a torturarlo con su tío Saltatrampas.
Gerard lo había soportado un buen rato, principalmente porque los relatos del kender tenían un efecto atontador en él, casi como golpearse repetidamente la cabeza contra un muro de piedra. Frustrado, furioso —con los caballeros, consigo mismo, con el destino que lo había llevado a esa situación insostenible—, yació sobre la dura plancha de madera, incapaz de volver a conciliar el sueño, preocupado por lo que estaría sucediendo en Qualinesti. Se preguntó qué pensarían de él Medan y Laurana. Debería estar de vuelta a esas alturas, y sospechaba que llegarían a la conclusión de que era un cobarde que huía cuando la batalla era inminente.
En cuanto al aprieto personal, el caballero coronel había dicho que enviaría un mensajero de lord Vivar, pero sólo los dioses sabían cuánto tiempo tardaría esa gestión. ¿Podrían encontrar a lord Vivar? Quizá se había retirado de Solace con la guarnición. O quizás estuviese luchando contra Beryl. Los lores caballeros habían dicho que harían indagaciones por Solanthus para dar con alguien que conociese a su familia, pero no veía muchas posibilidades en eso. Para empezar, alguien tendría que realizar las indagaciones, y con su estado de ánimo actual, cínico y pesimista, dudaba que los caballeros se tomasen la molestia. En segundo lugar, si alguien conocía a su padre, podría ocurrir que esa persona no lo conociese a él. En los últimos diez años, Gerard había hecho todo lo posible por evitar regresar a su casa.
Dio vueltas y más vueltas y, como suele ocurrir en una noche agitada y en vela, dejó que sus temores y sus dudas adquirieran una importancia desmedida. La voz del kender había sido una distracción bienvenida a sus negras ideas, pero ahora se había convertido en algo tan molesto y constante como el goteo de la lluvia a través de un agujero en el techo. Agotado por la preocupación, Gerard se volvió de cara a la pared. Hizo caso omiso del rebullir del kender, que sin duda tenía por finalidad hacer que se sintiese culpable y le pidiera que le contase otra historia.
Flotaba en la superficie del mar del sueño cuando oyó, o imaginó oír, a alguien entonando lo que parecía una nana:
La canción era relajante, acariciadora. Tranquilizado por el canto, Gerard empezaba a sumergirse bajo las acogedoras olas cuando una voz sonó en la oscuridad. La de una mujer.