Odila echó un último vistazo a la nube de polvo y advirtió que parecía estar aproximándose. Azuzó al caballo para incrementar la velocidad del trote calzada adelante.
Mantuvo ojo avizor al lateral del camino, con la esperanza de encontrar el lugar donde el grupo lo había abandonado para ir en busca del dragón. Unos cuantos kilómetros más de marcha la llevaron a ese punto. Se sorprendió —y se sintió extrañamente complacida— al ver que no se habían molestado en borrar su rastro. Un delincuente huido, un criminal habitual y astuto, se habría preocupado de despistar a sus perseguidores. El grupo había dejado una franja de hierba aplastada a su paso por la pradera. Aquí y allí se marcaban otras más pequeñas como si alguien, probablemente el kender, se hubiese desviado hacia un lado y se le hubiese hecho regresar de inmediato con los demás.
Odila tiró de las riendas para que el caballo girara y siguió el rastro claramente marcado. A medida que avanzaba, acercándose al arroyo, encontró más pruebas de que iba bien encaminada al ver objetos que debían de haberse caído de los saquillos del kender: una cuchara doblada, un trozo de reluciente mica, un anillo de plata, una jarra con el emblema de lord Tasgall. Ahora avanzaba ya entre los árboles, a lo largo de la orilla del río en el que había sorprendido y capturado a Gerard.
El grupo se había mojado con la humedad de la niebla matinal y Odila vio huellas: un par de pies grandes calzados con botas; otro de pies más pequeños también calzados con botas, pero de suela blanda; un tercero de pequeños pies de kender —iba a la cabeza— y otro más de pies pequeños que marchaban rezagados. Ése debía de ser el gnomo.
Odila llegó a un sitio donde tres de ellos se habían detenido y uno había seguido adelante; el caballero, por supuesto, para buscar al dragón. Vio señales de que el kender había empezado a seguir al caballero, pero al parecer le habían ordenado volver atrás porque las huellas pequeñas volvían sobre sus pasos. También advirtió que el caballero había regresado y los demás habían reanudado la marcha, en pos de él.
La dama solámnica desmontó y dejó al caballo en la orilla del río tras darle la orden de que se quedase allí hasta que lo llamara. Siguió adelante a pie, moviéndose en silencio pero tan deprisa como las circunstancias lo permitían. Las huellas eran recientes; el suelo empezaba a secarse con el sol matutino. No temía llegar tarde, porque había vigilado el cielo por si aparecía un Dragón Azul volando, percutía había visto nada.
Razonó que el caballero tardaría un rato en persuadir al reptil —los Azules tenían fama de ser extremadamente orgullosos y estar dedicados plenamente a la causa del Mal— para que transportara a un kender, un gnomo y una mística de la Ciudadela de la Luz. En realidad, Odila no podía imaginar a la Primera Maestra, que había arriesgado la vida durante tanto tiempo luchando contra los Dragones Azules y lo que representaban, accediendo a acercarse a uno de ellos y mucho menos a montar en él.
—Esto es cada vez más extraño —se dijo.
La llamada de los cuernos sonaba distante, pero todavía podía oírla. Ahora las campanas de la ciudad también tañían, advirtiendo a los campesinos, los pastores y quienes vivían fuera de la ciudad que abandonaran sus hogares y buscaran la seguridad de las murallas de la urbe. Odila aguzó el oído para captar un sonido en particular distinto al toque de cuernos y el clamor de campanas: el de voces.
Siguió avanzando sigilosamente, atenta. Oyó voces, que reconoció como las de Gerard y Goldmoon. Soltó la trabilla que sujetaba la espada a la vaina. Su plan era lanzarse en un ataque rápido, derribar a Gerard antes de que pudiese reaccionar, y utilizarlo como rehén para evitar que el Azul contraatacara. Naturalmente, dependiendo de la relación entre dragón y caballero, el Azul podría atacarla sin importarle lo que le pasara a su jinete. Ése era un riesgo que estaba dispuesta a correr. Estaba más que harta de que le mintieran, y allí había un hombre que iba a decirle la verdad o a morir en el proceso.
Odila reconoció la caverna. La había encontrado en sus anteriores intentos de capturar al dragón. Su patrulla y ella habían registrado la cueva, pero no hallaron rastro del reptil. Mientras se aventuraba un poco más adelante, llegó a la conclusión de que la bestia debía de haberse trasladado a ella posteriormente. Concentrada en dónde plantaba los pies para no pisar una rama o un montón de hojas secas, cuyo ruido la delataría, escuchó atentamente las voces.
—Filo Agudo os llevará a Foscaterra, Primera Maestra —decía en ese momento Gerard en tono bajo y respetuoso—. Si, como afirma el kender, la Torre de la Alta Hechicería está ubicada allí, el dragón la encontrará. No tenéis que depender de las indicaciones del kender. Sin embargo, os ruego que recapacitéis, Primera Maestra. —Su voz se tornó más preocupada, su tono más intenso—. Foscaterra tiene una mala fama que, por lo que he oído contar, es bien merecida. —Hubo una pausa, y luego:— De acuerdo, Primera Maestra, si estáis decidida a seguir adelante con esto...
—Lo estoy, señor caballero. —La voz de Goldmoon, clara y firme, resonó en la cueva.
—La última voluntad de Caramon antes de morir —habló de nuevo Gerard—, fue que llevase a Tasslehoff con Dalamar. Quizá debería reconsiderarlo e ir con vos. —Su tono sonaba reacio—. Empero, ya oís los cuernos. Solanthus está siendo atacada. Debería volver allí y...
—Sé lo que Caramon se proponía, sir Gerard —lo interrumpió Goldmoon—, y el motivo de que os pidiera tal cosa. Habéis hecho más que suficiente para cumplir su última voluntad. Os eximo de ese compromiso contraído. Vuestra vida y la del kender se habían entrelazado, pero los hilos ya se han destrenzado. Hacéis bien en regresar a defender Solanthus. Yo seguiré adelante sola. ¿Qué le habéis contado al dragón sobre mí?
—Le dije a Filo Agudo que sois una mística oscura que viaja disfrazada. Que habéis traído al kender porque afirma que ha encontrado un modo de entrar en la Torre, y que el gnomo es un cómplice del kender que no se separará de él. Filo Agudo me creyó. Claro que me creyó. —En la voz de Gerard había un dejo amargo—. Todos creen las mentiras que cuento, pero nadie cree la verdad. ¿En qué clase de mundo extraño y retorcido habitamos? —Suspiró profundamente.
—Ahora disponéis de la carta del rey Gilthas —adujo Goldmoon—. Eso tienen que creerlo.
—¿De veras? Les dais demasiado crédito. Debéis daros prisa, Primera Maestra. —Gerard hizo una pausa, debatiéndose en una lucha interior—. Sin embargo, cuanto más lo pienso, menos me gusta la idea de dejaros entrar sola en Foscaterra...
—No necesito protección —le aseguró la mujer, cuya voz adquirió un timbre más suave—. Y tampoco creo que pudieseis hacer nada para protegerme. Quienquiera que me está emplazando, se ocupará de que llegue sana y salva a mi destino. No perdáis la fe en la verdad, sir Gerard —añadió afablemente—, y no le tengáis miedo, por horrible que pueda parecer.
Odila permaneció fuera de la cueva, irresoluta, considerando qué hacer. Gerard tenía la ocasión de escapar y no la aprovechaba, sino que planeaba regresar a Solanthus para defender la ciudad. «Todos creen las mentiras que cuento, pero nadie cree la verdad.»
Tras desenvainar la espada, que asió firmemente, Odila abandonó la cobertura de los árboles y caminó con aire resuelto hacia la boca de la cueva. Gerard se encontraba de espaldas a ella, mirando hacia el oscuro interior. Vestía las ropas de cuero de un jinete de dragón, las únicas que tenía, las mismas que había llevado puestas en la prisión. Había recuperado su espada y el talabarte. En la mano sostenía el casco de cuero de jinete de dragón. Estaba solo.
Al oír los pasos de la mujer, Gerard volvió la cara. Al verla, puso los ojos en blanco y sacudió la cabeza.
—¡Tú! —masculló—. Lo único que me faltaba. —De nuevo miró hacia la oscuridad del fondo.
Odila apoyó la punta de la espada en la nuca del hombre. Al hacerlo, reparó en que se había vestido con prisas. O a oscuras. Llevaba la túnica puesta al revés.