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»De modo que, al final, nuestras espadas sólo son dos, y dos espadas no cambiarán nada. ¿Y si todos esos caballeros que están en Solanthus decidiesen cabalgar hacia la batalla y desafiar a seiscientos adversarios en un glorioso combate? ¿Qué les pasaría a los campesinos que han acudido buscando su protección? ¿Morirán gloriosamente los campesinos o acabarán ensartados en la punta de una lanza enemiga? ¿Qué les pasará a los gordos comerciantes? ¿Morirán gloriosamente o se verán obligados a presenciar cómo los soldados enemigos violan a sus esposas e hijas y queman sus tiendas hasta los cimientos? A mi modo de ver, sir Gerard, prestamos juramento de proteger a esa gente, no de morir gloriosa y egoístamente en un lance absurdo y estúpido.

»El principal objetivo del enemigo es matarte. Y cada día que sigues vivo frustras ese objetivo. Cada día que sigues vivo vences y ellos pierden, incluso si sólo te mueves a hurtadillas, escondido en una cueva hasta que encuentres un modo de volver con tus compañeros para luchar a su lado. Eso, para mí, es honor.

Odila calló para tomar aliento. Su cuerpo temblaba por la intensidad de sus sentimientos.

—Nunca lo consideré desde esa perspectiva —admitió Gerard, que la miraba con admiración—. Supongo que, después de todo, sí hay algo que te tomas en serio, lady Odila. Por desgracia, parece que no ha servido de nada. —Alzó el brazo y señaló por encima del hombro de la mujer—. Han destacado escoltas para guardar los flancos. Nos han avistado.

Un grupo de jinetes, que había patrullado al borde de la línea de árboles, salió a descubierto a menos de un kilómetro de distancia. El caballo y los dos jinetes, plantados en medio de la pradera, habían sido localizados con facilidad. La patrulla había girado como un solo hombre y ahora cabalgaba hacia ellos para investigar.

—Tengo una idea. Desabrocha tu talabarte y dámelo —dijo Gerard.

—¿Qué...? —Fruncido el entrecejo, Odila se volvió a mirarlo y vio que se estaba poniendo el casco de cuero—. ¡Oh! —Al comprender lo que se proponía hacer, empezó a desabrochar la hebilla del cinturón—. ¿Sabes, sir Gerard? Esta artimaña funcionaría mejor si no llevases la túnica puesta al revés. ¡Deprisa, cambíatela antes de que nos vean mejor!

Maldiciendo, Gerard sacó los brazos de las mangas y giró la túnica hasta que el emblema de los Caballeros de Neraka estuvo delante.

—No, no te vuelvas —ordenó a la mujer—. Quítate la espada, y deprisa, antes de que estén lo bastante cerca para vernos con detalle.

Odila acabó de desabrochar el talabarte y se lo puso en las manos a Gerard. Él metió la espada, con vaina y cinturón incluidos, en su propio talabarte, y a continuación se ciñó bien el casco. No temía que lo reconocieran, pero la prenda era excelente para ocultar la expresión del rostro.

—Pásame las riendas y pon las manos a la espalda.

—No te imaginas lo excitante que me parece todo esto, sir Gerard —murmuró mientras respiraba entre jadeos.

—Oh, cállate —rezongó él mientras tomaba las riendas—. Al menos tómate esto en serio.

La patrulla se iba acercando. Gerard podía distinguir ahora los detalles, y advirtió con gran sorpresa que el cabecilla era un minotauro. Sus esperanzas de salir con vida de aquello aumentaron. Nunca había visto ni conocido a un minotauro, pero había oído decir que eran tontos y duros de mollera. El resto de la patrulla la conformaban Caballeros de Neraka, expertos jinetes a juzgar por la destreza con que manejaban sus monturas.

La patrulla enemiga cabalgó a través de la pradera, los caballos levantando nubes de polvo en la seca hierba. A un gesto del minotauro, que cabalgaba al frente, hizo que los otros miembros de la patrulla se abrieran en un semicírculo para rodear a Gerard y a Odila.

Gerard había pensado salir a su encuentro, pero decidió que podría parecer sospechoso. Él era un caballero negro cerca de una plaza fuerte enemiga, con el estorbo de una prisionera, y tenía buenas razones para actuar tan precavidamente con ellos como a la inversa.

El minotauro alzó la mano en un saludo, al que Gerard respondió mientras agradecía para sus adentros, a quienquiera que estuviese escuchando, el entrenamiento recibido al mando del gobernador Medan. Permaneció sentado en el caballo, silencioso, esperando a que el minotauro, que era su superior, hablara. Odila tenía las mejillas arreboladas y los miraba a todos encerrada en un pétreo silencio. Gerard esperó que ese silencio continuara.

El minotauro observó atentamente a Gerard. Sus ojos no eran los de una bestia estúpida, sino que tenían el brillo de la inteligencia.

—Di tu nombre, rango y a las órdenes de qué oficial estás —demandó el minotauro, cuya voz sonaba ronca, como un gruñido, pero Gerard lo entendió sin dificultad.

—Soy Gerard Uth Mondor, ayudante de campo del gobernador Medan.

Dio su verdadero nombre porque si, por alguna extraña casualidad, pedían confirmación a Medan, éste reconocería su nombre y sabría cómo responder. Añadió el número de la unidad que servía en Qualinesti, pero nada más. Como todo buen Caballero de Neraka, desconfiaba de sus compañeros. Respondería sólo a lo que le preguntaran, sin facilitar ningún otro dato por propia iniciativa. El minotauro frunció el entrecejo.

—Estás muy lejos de tu unidad, jinete de dragón. ¿Qué te ha traído tan al norte?

—Volaba de camino a Jelek en el Dragón Azul del gobernador Medan, con un mensaje para el Señor de la Noche, Targonne —respondió Gerard con mucha labia.

—Sigues estando muy lejos de tu unidad —manifestó el minotauro, que estrechó los ojos—. Jelek se encuentra muy al este de aquí.

—Sí, señor. Nos sorprendió una tormenta y nos desvió del curso. El dragón pensó que lo lograría, pero nos golpeó una fuerte ráfaga de aire que nos volteó. Casi me caí de la silla, y el dragón se desgarró un músculo del hombro. Siguió volando hasta que le fue posible, pero la lesión era demasiado dolorosa. No teníamos idea de dónde nos encontrábamos. Pensamos que estábamos cerca de Neraka, pero entonces vimos las torres de una ciudad. Al haber crecido cerca de aquí, reconocí Solanthus. Entonces divisamos vuestro ejército que avanzaba hacia la ciudad. Temiendo que los malditos solámnicos nos divisaran, el dragón aterrizó en este bosque y localizó una cueva donde descansar y curarse el hombro.

»Esta solámnica —Gerard dio un fuerte golpe en la espalda a Odila—, nos vio aterrizar y nos rastreó hasta la cueva. Luchamos, la desarmé y la capturé.

El minotauro miró a Odila con interés.

—¿Es de Solanthus?

—No quiere hablar, señor, pero no me cabe duda de que es de allí y puede proporcionar detalles sobre el número de tropas estacionadas dentro, las fortificaciones y más información que será de interés a vuestro comandante. Bien, jefe de garra —añadió Gerard—, me gustaría saber vuestro nombre y el de vuestro comandante.

Era una osadía por su parte, pero pensaba que ya había sido interrogado más que de sobra, y seguir contestando preguntas sumisamente, sin hacer unas cuantas por su parte, no encajaba con la idiosincrasia de su personaje.

Los ojos del minotauro centellearon y, por un momento, Gerard pensó que se había excedido en su interpretación. Entonces el minotauro contestó.

—Me llamo Galdar, y nuestra comandante es Mina. —Pronunció el extraño nombre con una mezcla de reverencia y respeto que a Gerard le resultó desconcertante—. ¿Qué mensaje llevabas a Jelek?

—El despacho es para lord Targonne —repuso Gerard; le había dado un vuelco el corazón al escuchar la palabra «mensaje».

De repente se había acordado de que llevaba una misiva que no era del gobernador Medan, sino de Gilthas, rey de Qualinesti; una misiva que sería su perdición si caía en manos de los caballeros negros. Gerard no podía creer su mala suerte. El día que la carta habría redundado en su favor, se la había dejado en las alforjas del dragón. Y ahora que podría causarle un mal irreparable, la llevaba metida debajo del cinturón. ¿Qué había hecho en la vida para incurrir en la ira de la Providencia?