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Cole salió de la selva. Una vez en el claro vio que el cauce del arroyo estaba lleno de agua que avanzaba a gran velocidad. Se metió en él hasta la cintura y echó a andar contra la corriente No notaba los brazos ni las piernas, pero sin darse cuenta recorrió todo el tramo y salió por el otro lado. Dejó a Abbott sobre la hierba y buscó el helicóptero. Le pareció que lo veía, una mancha negra desdibujada por la lluvia. Saco un tubo. Un humo de un morado intenso formó un remolino a su espalda.

La mancha negra se inclinó hacia un lado y empezó a crecer.

Cole sollozó.

Iban a salvarle.

Cayó de rodillas junto a Abbott.

– Aguanta, Roy; ya vienen.

Abbott abrió la boca y escupió sangre.

Algo pasó velozmente junto a Cole con un fuerte latigazo mientras se oía el martilleo de un AK-47 donde terminaban los árboles. Cole se derrumbó boca abajo. Por el muro verde bailoteaban los fogonazos de las armas, semejantes a luciérnagas. Le saltó barro a la cara.

Vació el cargador, apuntando a los fogonazos, metió otro y siguió disparando.

– ¡Abbott!

Abbott se puso boca abajo lentamente. Arrastró el fusil hasta tenerlo en posición y disparó una única ráfaga.

La selva centelleaba. Cada vez se sumaban más fogonazos, hasta que la jungla quedó iluminada por luces titilantes. El barro saltaba por todas partes y la hierba alta y fibrosa caía como si la segaran unas cuchillas invisibles. Cole vació el cargador en una sola ráfaga, metió otro y también lo agotó. El cañón del fusil estaba tan caliente que podría haberle quemado la carne.

– ¡Dispara, Abbott! ¡DISPARA!

Abbott disparó otra vez.

Cole ya distinguía, aunque con dificultad, el ruido sordo del helicóptero.

Recargó y disparó por enésima vez. Sólo le quedaban cuatro cargadores, y los árboles habían cobrado vida con tantos soldados enemigos.

– ¡Dispara, joder!

Abbott se tumbó de lado.

– No me lo imaginaba así -susurró.

De repente el ruido del helicóptero resultó ensordecedor y la hierba se agitó a su alrededor. Cole disparó a los fogonazos. Por encima de sus cabezas la enorme ametralladora del calibre 30 del aparato abrió fuego, destrozando la selva.

Cole se apartó cuando el pesado helicóptero descendió entre traqueteos y se posó. Estaba cubierto de agujeros de bala y de el salían nubes de humo Los soldados de la Primera División de Caballería se agolpaban en la plataforma de carga como si fueran refugiados.

Los disparos de sus armas se sumaron a los de la ametralladora. El helicóptero había recibido infinidad de balazos, y sin embargo el piloto se atrevía a cruzar una tormenta para echarse contra un muro de fuego enemigo. Los pilotos de helicópteros tenían cojones de acero.

– Venga, Roy, vamos. Abbott no se movió.

– ¡Vamos!

Cole se colgó el fusil al hombro, levantó a su compañero y se puso en pie tambaleándose. Sintió que algo caliente le rajaba los pantalones ya continuación que algo reventaba. Una bala hizo añicos la radio. Cole avanzó a trompicones hasta el helicóptero y subió a Abbott a la plataforma. Los soldados se amontonaron los unos sobre los otros para hacerle sitio.

Cole trepó al aparato.

Las balas enemigas estallaban y rebotaban contra el mamparo. El oficial al mando le gritó:

– ¡Nos habían dicho que sólo había un hombre!

A Cole le zumbaban tanto los oídos que no entendía nada.

– ¿Qué?

– Nos habían dicho que sólo había un hombre. Pesamos demasiado. ¡No podemos despegar!

La turbina bramaba mientras el piloto intentaba alzar el vuelo. El helicóptero se bamboleó como una ballena.

El oficial agarró a Abbott del arnés.

– ¡Arrójalo fuera! ¡No podemos volar!

Cole hundió el cañón su M-16 en el pecho del oficial, que soltó a Abbott

– Está muerto ranger. Arrójalo afuera! ¡Vas a conseguir que maten a todos!

– ¡Se viene conmigo!

– ¡Pesamos demasiado! ¡No podemos elevamos!

La turbina aceleró. Un humo aceitoso pasaba por delante de la puerta.

– ¡Que lo arrojes fuera!

Cole apoyó el índice en el gatillo. Rodríguez, Fields y Johnson habían quedado atrás, pero Abbott volvía al campamento con él. Había que cuidar a la familia.

– Se viene conmigo -repitió.

Los soldados sabían que Cole estaba dispuesto a disparar. La rabia y el miedo quemaban por dentro al joven ranger como si llevara un motor de vapor. Estaba dispuesto a hacer lo que fuera ya matar a quien fuera para completar su misión. Los soldados lo comprendían. Empezaron a soltar latas de munición y mochilas, cualquier cosa de la que pudieran deshacerse para aligerar peso.

La turbina chirrió. El rotar rasgó el aire húmedo y cargado y el helicóptero se elevó por los cielos. Cole colocó el arma sobre el pecho de Abbott y protegió a éste, como si de un hermano se tratara, hasta que llegaron a casa.

Cuatro horas después las nubes negras se alejaron de las montañas. Un equipo de contraataque formado por rangers de la misma compañía asaltó la zona para recuperar los cadáveres de sus compañeros. Elvis Cole estaba entre ellos.

Recobraron los restos mortales del sargento Luis Rodríguez y de Ted Fields. Los de Cromwell Johnson habían desaparecido. El enemigo debía de habérselos llevado.

Por sus actos en aquella jornada, Elvis Cole recibió una medalla al valor, la estrella de plata, la tercera en importancia del ejército de Estados Unidos.

Fue su primera condecoración.