Me daba igual lo que estuviera haciendo o cómo lo hiciera, sólo me importaba conseguir resultados.
– ¿Y cuánto llevará todo eso?
– Es un proceso lento. Normalmente utilizo un calentador para hervirlo, pero si se fuerza la ebullición con un poco de hidróxido de sodio es más rápido.
Chen llenó de agua un vaso de laboratorio y después metió el líquido en la cámara, cerca del celofán. Vertió un producto etiquetado como metilcianoacrilato en una cápsula pequeña que también introdujo en el cámara. A continuación buscó una de las botellas de la mesa que contenía un líquido transparente que parecía agua.
– ¿Cuánto tiempo, John? -preguntó Starkey.
Chen no nos prestaba atención. Poco a poco fue echando el hidróxido de sodio en el pegamento y después selló la cámara. Ambas sustancias empezaron a burbujear al entrar en contacto, pero no hubo ninguna explosión ni salieron llamas. Chen encendió un ventilador pequeño que había dentro de la cámara y dio un paso atrás.
– ¿ Cuánto tiempo?
– Una hora. Quizá más. No lo sé. Tengo que ir echándole un ojo. No quiero que se acumule demasiado re activo y se estropeen las huellas.
Así pues, no había otra cosa que hacer más que esperar, y ni siquiera estábamos seguros de que fuera a encontrarse nada. En el vestíbulo había una máquina de refrescos. Yo me compré una Coca-Cola Light y Starkey un Sprite. Salimos a bebérnoslos fuera, para que ella pudiera fumar. En Glendale estaba todo muy tranquilo, con el muro bajo de las Verdugo por encima y la punta de las Santa Mónica por debajo. Estábamos en los estrechos, ese espacio angosto entre las montañas por el que se colaba el río Los Ángeles hasta la ciudad.
Starkey se sentó en el bordillo y yo me coloqué a su lado. Intenté imaginarme a Ben a salvo de todo peligro, pero sólo me venían a la cabeza fogonazos de sombras y ojos aterrados.
– ¿Has llamado a Gittamon?
– ¿Para qué? ¿Para decirle que he dejado abandonado un escenario lleno de pruebas para venir con un tío que me han ordenado claramente que mantenga alejado del caso? Ése eres tú, por si hace falta la aclaración.
Le dio un toquecito al pitillo para que soltara la ceniza.
– Ya le llamaré cuando sepamos qué ha descubierto John. Me ha mandado varios avisos al busca, pero prefiero esperar.
– Oye, por cierto, quiero darte las gracias.
– No hace falta. Sólo me dedico a hacer mi trabajo.
– Mucha gente hace su trabajo, pero no todo el mundo se deja la piel en ello. Da igual lo que saquemos en limpio de todo esto: te debo una.
Le dio otra calada al cigarrillo y sonrió mirando por encima de los coches del aparcamiento.
– Te tomo la palabra, Cole.
– Tampoco me malinterpretes.
– Vaya, qué lastima.
Se metió otra pastilla blanca en la boca. Decidí cambiar de tema. Decidí hacerme el listo.
– Oye, Starkey, ¿eso que te metes son caramelos de menta o es que estabas enganchada a algo?
– Son antiácidos. Tengo problemas digestivos desde que me hice daño. Quedé hecha un asco por dentro.
Daño. Se había hecho daño. Así se refería a la explosión que la había hecho saltar por los aires, destrozada, y la había matado en un campamento de caravanas. Me sentí como un imbécil.
– Lo siento. No era asunto mío.
Se encogió de hombros y dejó caer el cigarrillo al suelo separando el índice y el pulgar.
– Esta mañana me has preguntado por qué no te había llevado la cinta.
– No tiene importancia. Es que me pareció raro que me la llevara aquel tío, y no tú. Me habías dicho que volverías.
– Tu 201 y tu 214 estaban en la bandeja de salida del fax. Me puse a leer mientras esperaba la copia de la grabación. Vi que habías recibido una herida.
– No fue cuando salí con la 5-2. Fue en otra misión.
Tendría que haber huido a Canadá para evitar el alistamiento. Así no habría sucedido nada de aquello.
– Sí, lo sé. Vi que te habían dado con fuego de mortero. Tenía curiosidad por saber qué te había sucedido, nada más. No me lo cuentes si no quieres. Ya sé que no guarda relación con este caso.
Encendió otro cigarrillo para ocultarse tras el movimiento, como si de repente le diera vergüenza que yo supiera por qué me lo preguntaba. Un proyectil de mortero era una bomba. En cierto modo, las bombas nos habían destrozado a los dos.
– No fue en absoluto como lo tuyo, Starkey, ni de lejos. Explotó algo a mi espalda y desperté debajo de unas hojas. Me dieron cuatro puntos y se acabó.
– Según el informe te sacaron veintiséis pedazos de metralla de la espalda y casi te desangras.
Subí y bajé las cejas como Groucho Marx.
– ¿Quieres ver las cicatrices, jovencita?
Starkey se echó a reír.
– Haces un Groucho que da pena -dijo.
– Pues tendrías que ver el Bogart que me sale. ¿Quieres oírlo?
– ¿Te apetece hablar de cicatrices? Porque si quieres te enseño las mías. Tengo alguna que te haría cagar mierda de color azul.
– Qué cosas tan bonitas dices.
Sonreímos y entonces los dos nos sentimos violentos a la vez. De repente ya no estábamos bromeando y había algo que no encajaba. Supongo que me cambió la cara. Los dos apartamos la mirada.
– No puedo tener hijos -soltó ella.
– Lo siento.
– No sé por qué acabo de decirte eso.
Ni ella ni yo sonreíamos ya. Nos quedamos allí, sentados en el aparcamiento, metiéndonos nuestras buenas dosis de cafeína y de nicotina en el caso de Starkey. De la Brigada de Artificieros salieron tres hombres y una mujer, que cruzaron el aparcamiento hasta un edificio de ladrillo visto que parecía un almacén. Artificieros. Llevaban monos negros y botas militares como las de los comandos de elite, pero iban charlando y riendo como cualquier persona normal. Seguramente también tenían familias y amigos como todo el mundo, pero cuando estaban de servicio se dedicaban a desarmar dispositivos que podían desmembrarlos mientras todos los demás se escondían detrás de algún muro y ellos solos se quedaban allí ante aquellos monstruos comprimidos en latas. Se me hizo difícil imaginarme qué clase de persona podía dedicarse a eso.
Me volví hacia Starkey y vi que estaba observándolos.
– ¿Por eso estás en Menores?
Asintió.