Aquella mañana Ahbeba Danku oyó los disparos apenas un momento antes de que el niño apareciera corriendo y gritando por el camino que bajaba desde la mina hasta el poblado. Ahbeba era una chica muy guapa. Había cumplido doce años en verano y tenía los pies y las manos largos, y el cuello elegante de una princesa. Su madre aseguraba que, en efecto, era una princesa real de la tribu mende, y rezaba todas las noches para que apareciera un príncipe que se llevara a su primogénita para casarse con ella. La familia podría llegar a exigir seis cabras como dote, según calculaba la madre, y sería tan rica que les permitiría huir de la guerra interminable que sostenían contra el Gobierno los rebeldes del Frente Revolucionario Unido (FRU) por el control de las minas de diamantes.
Ahbeba creía que su madre estaba loca de fumar tanto majijo. Era mucho más probable que acabara casándose con uno de los jóvenes mercenarios surafricanos que protegían la mina y el poblado de los rebeldes. Eran chicos fuertes y apuestos que tenían armas y cigarrillos y sonreían descaradamente a las chicas, que, a su vez, coqueteaban con ellos con desvergüenza.
Ahbeba pasaba casi todos los días con su madre, sus hermanas y las demás mujeres del poblado al cuidado de una granja de subsistencia llena de piedras, cerca del río Pampana. Las mujeres se ocupaban de un pequeño rebaño de cabras y cultivaban ñame y un guisante duro llamado kaiya mientras sus hombres (incluido el padre de Ahbeba) buscaban diamantes en las pendientes de la gravera. Su función era excavar y lavar, y por ello se les pagaba ochenta centavos al día más dos cuencos de arroz aderezado con pimienta y menta y una pequeña comisión por cada diamante que encontrasen. Era un trabajo duro y sucio. Había que sacar grava de las pronunciadas pendientes a golpe de pala y después echarla a unas pequeñas tolvas donde se separaban las piedras según su tamaño, se enjuagaban en busca de oro y se repasaban para ver de encontrar diamantes. Los hombres trabajaban en pantalones cortos o ropa interior durante doce horas diarias, con el polvo que les embadurnaba la piel como única defensa contra el sol y los surafricanos como protección contra los rebeldes. Los príncipes no se prodigaban demasiado. Eran aún más difíciles de encontrar que los diamantes.
Aquella mañana, Ahbeba Danku se había quedado a moler kaiya para preparar la comida mientras sus hermanas atendían la cosecha. No le importaba; cuando trabajaba en el poblado tenía mucho tiempo para chismorrear con su mejor amiga, Ramal Momoh (que tenía dos años más que ella y unos pechos grandes como vejigas llenas de agua), y coquetear con los guardias. Las dos chicas estaban manchadas del azul del kaiya y miraban de reojo al guardia que vigilaba la entrada del poblado. El joven surafricano, que era alto, esbelto y guapo como una mujer, les guiñó un ojo y les hizo señas de que se le acercaran. Ahbeba y Ramal soltaron una risita.
Estaban animándose mutuamente a hacerla («tú», «no, tú») Cuando por toda la colina resonó una serie de explosiones lejanas.
El guardia se volvió hacia el lugar de donde procedía el ruido, sobresaltado. Ramal se puso en pie de inmediato, volcando la muela.
– Son disparos. En la mina.
Ahbeba había oído a los guardias disparar a las ratas, pero aquello era muy distinto. Las ancianas salieron de sus cabañas y los niños interrumpieron sus juegos. El joven surafricano llamó a un compañero que estaba en el otro extremo del poblado y cogió el fusil que llevaba en bandolera. El miedo se reflejaba en sus ojos.
Los disparos de armas automáticas terminaron tan súbitamente como habían empezado. Y el valle quedó sumido en el silencio.
– ¿Por qué han disparado los guardias? ¿Qué sucede?
– No han sido los guardias. ¡Escucha! ¿Lo has oído?
El chillido de un niño llegó hasta el poblado, y después la silueta enflaquecida de una criatura pasó corriendo por entre las cabañas.
Ahbeba reconoció a Julius Saibu Bio, un niño de ocho años que vivía en el extremo norte del poblado.
– ¡Es Julius!
El chaval se detuvo. Sollozaba y agitaba las manos como si quisiera soltar algo que le quemaba.
– ¡Los rebeldes están matando a los guardias! ¡Han matado a mi padre!
El surafricano corrió hacia Julius, pero a los pocos pasos dio media vuelta para dirigirse hacia los árboles, y en aquel instante un blanco con el pelo del color del fuego salió de entre las hojas y le pegó dos tiros en la cara.
En el poblado estalló el caos. Las mujeres recogían a los niños y se los llevaban en brazos hacia la selva. Las criaturas se echaban a llorar. Ramal salió corriendo.
– ¡Ramal! ¿Qué pasa? ¿Qué hacemos?
– ¡Corre! ¡Corre! ¡Vamos!
De repente salieron otros dos guardias surafricanos de detrás de las cabañas. El hombre del pelo de fuego hincó una rodilla en tierra y volvió a disparar, tan deprisa que pared a que los disparos eran uno solo. Los dos surafricanos cayeron al suelo.
Ramal se adentró en la selva y desapareció.
Ahbeba echó a correr hacia la cabaña de su familia, pero dio media vuelta y volvió a recoger a Julius.
– ¡Ven conmigo, Julius! -exclamó cogiéndolo del brazo-. ¡Tenemos que escondernos!
Un camión de plataforma cargado de hombres entró en el poblado con gran estruendo, haciendo sonar la bocina. Los hombres iban saltando de dos en dos o de tres en tres mientras el camión pasaba a toda prisa entre las cabañas. El hombre de pelo de fuego les gritaba órdenes en krio, el dialecto criollo con gran contenido de inglés que hablaba casi todo el mundo en Sierra Leona.
Los rebeldes disparaban al aire y con las culatas de los fusiles golpeaban a las mujeres ya los niños que huían. Ahbeba cogió a Julius en brazos y se dispuso a escapar, pero a su espalda saltaron más rebeldes del camión. Un adolescente delgaducho con un fusil tan grande como él salió de la selva arrastrando a Ramal, la arrojó al suelo y empezó a patearle la espalda. Un hombre que sólo llevaba unos pantalones cortos y un chaleco rosa fluorescente se puso a disparar a los perros del poblado. Cada vez que uno chillaba y empezaba a dar vueltas sobre sí mismo, se echaba a reír.
– ¡Diles que paren, diles que paren! -chillaba Julius.
El camión se detuvo dando un patinazo en el centro del poblado, que quedó en su poder con la misma velocidad con que había empezado y terminado el tiroteo en la mina. Los surafricanos estaban muertos. No quedaba nadie para proteger a los pobladores. Ahbeba se dejó caer al suelo sin soltar a Julius. Aquello no podía estar sucediéndole a una princesa que esperaba la llegada de un príncipe.